—Esta mañana
mi maridito, aparte de reservarnos el lugar, cargó los datos de India en su
computadora y me comuniqué con ella —principió Samanta—. Ya no dependeremos de
Guille para hablar con tu amiga.
—Desde ahora
nuestra amiga, por lo que veo —reí—. ¿Cómo va su romance?
—Si verse a
diario es índice de interés, está más que interesada —me confió Sami.
—¡Qué bien
por India! —me entusiasmé—. Es una excelente mujer que merece encontrar un buen
compañero.
—¿Y por casa
cómo andamos? —aludió Samanta.
No eludí su
mirada de interés legítimo. Incliné la cabeza e hice un gesto de apatía. Pensé que analizar mi relación en voz alta ayudaría a esclarecer
mis verdaderos sentimientos.
—¿Por
dónde empezar? —inicié—. Apenas conseguí trabajo me fui de casa. Los primeros años
los pasé en soledad, adaptándome a mis magros ingresos que no me permitían
ninguna salida. Los lugares que frecuentaba no me deparaban encuentros
interesantes y, aunque te resulte grotesco, soñaba iniciarme en el sexo
enamorada. Creí estarlo a los veintidós años, aunque la experiencia anhelada no
se acercó siquiera a lo esperado. La relación languideció hasta la separación.
Tres años después, conocí a Ignacio. Era el hombre que cubría todas mis
aspiraciones: maduro, culto, considerado. A los once meses, supe que era
casado. Otra ruptura. Cuando la ansiedad por otra experiencia me había
abandonado, conocí a Noel. No convivimos pero supongo que alguna vez lo haremos
—concluí.
Sentí
la falta de pasión en ese recuento de mi vida amorosa y comprendí el silencio
de mi amiga. Luis se acercó con el menú y nos concentramos en degustar el
plato. Sumida en la exploración de mi discurso caí en la cuenta de que nada
justificaba la expectativa de una vida en común con Noel y deduje que Sami
había llegado a la misma conclusión. Después de elegir el postre, Luis nos
indicó cómo llegar hasta el arroyo.
—El
sendero forma con las piedras una especie de escalinata que va bajando hasta
Pasos Malos. Ustedes, calzadas con zapatillas, van seguras.
—¿Podremos
dejar la ropa y la cámara adonde nos acomodemos? —averiguó Samanta.
—Ya
lo había previsto, señora. Mis sobrinos les cuidarán las cosas. Son los hijos
del empleado del ingeniero —aclaró.
Enseguida
volvió con dos muchachitos y los presentó como Rolfi y Pedro, con quienes
iniciamos el descenso. El camino era maravilloso, un verdadero vergel entre
piedras, hoyas de agua transparente, cascadas entre los desniveles rocosos y un
increíble arco iris engendrado por los rayos de sol y un salto que se
pulverizaba contra las piedras. Allí nos detuvimos para sacar varias
instantáneas y diversión de los chicos que rivalizaban por fotografiarnos
juntas. Nos costó animarnos a meternos en el agua fría que resultó deliciosa
cuando nos adaptamos a su temperatura. Mientras estábamos chapoteando, Rolfi
agitó el celular de Sami y le avisó de una llamada.
—¡Dejalo!
—le gritó, y me dijo—: Seguro que es Guille. Que se aguante hasta que salgamos.
Me
sonreí y seguí haciendo la plancha. El sol calentaba amigablemente el anverso
de mi cuerpo mientras flotaba con los ojos cerrados, tan relajada como mi
mente.
—¿Vamos
a tomar unos mates? —propuso mi amiga al tiempo.
Me
dí un último chapuzón y me trepé a la orilla cuidando de no resbalar.
—¡Chicos,
vayan a bañarse si quieren! —los liberó Samanta.
Nos
acomodamos sobre una roca plana que ofició de asiento. Sami le devolvió la
llamada al gurka: —Estábamos en el agua… Todo bien, hermanito… No lo sé… Te
aviso, sí… Le digo. Chau —cerró el aparato y me dijo—: Te manda saludos.
—Gracias
—expresé mientras le tendía el mate.
—Retomando
—principió ella—. No lo conozco a Noel, de modo que ninguna emoción me
despierta… Tanto como la que transmite tu relato —acotó—. No te ofendas, Marti,
pero tu vida amorosa no le pone la piel de gallina a nadie…
—Falta
conocer la tuya —dije un poco resentida.
Se
largó a reír y me abrazó: —¡No te enojes, Martilinda, que te auguro un amor
como nunca lo soñaste!
—¿Ahora
te dedicás a las profecías? —ironicé.
—Mmm…
—silabeó misteriosa—. La revelación te deslumbrará como a mí.
—¿Ves
a un colorado en mi vida? —me burlé.
—No.
Ni a un rubio —afirmó—. No te voy a decir más.
Me
devolvió el mate cargado. Sorbí pensativamente la infusión y lo llené antes de
retornarlo. Repetimos la ceremonia por un rato hasta que la yerba perdió el
sabor. Samanta la renovó y prosiguió la charla pendiente: —Cuando nos mudamos,
mamá perdió la brújula. No se podía acomodar a su nuevo hábitat. Papá estaba
absorto en su trabajo y el gurka terminando el secundario. Yo me enredé en
salidas y diversiones que terminaban en continuos reproches por mi escasa
contracción al estudio. Dos años después conocí a Daniel y el resquicio para
salir de casa. Nos casamos y seguimos en la juerga como dos irresponsables
hasta que su padre nos cortó los víveres. La falta de recursos aceleró la ruptura
y como dice el tango, “volví vencida a la casita de mis viejos”.
La
escuché con estupefacción. La familia modelo de mi adolescencia tenía fisuras
como la mía.
—En
nuestros ocasionales contactos ni siquiera me dijiste que te habías casado… —me
sorprendí.
—Eras
la parte equilibrada de la relación. Supongo que de estar me habrías sacado de
la iglesia a los tirones como del cumpleaños de Goyo, ¿te olvidaste?
Este
recuerdo desató nuestra risa. Tan pronto remitió, consideré: —¡Pero el gurka sí
estaba! ¿No recreó nuestra aventura?
—¡Oh…!
En esa época estaba en plena revolución hormonal. Entre la escuela y sus
conquistas apenas le quedaba tiempo para la familia. Cuando regresé había
entrado en la universidad. Para entonces, mamá se había refugiado en una congregación
religiosa a la que dedicaba tiempo completo. Intenté encontrar algún empleo
para no depender de papá y descubrí que no estaba preparada para nada práctico.
Me alisté como auxiliar en un servicio telefónico de emergencias y así me
relacioné con Jason, mi segundo marido. Guille casi cumplía los veinte años y
estaba construyendo el software que lo haría famoso. No obstante, se hizo
tiempo para acercarse a mí e interesarse por mi boda. Por primera vez se
inmiscuyó en mi relación y fue para pedirme que no me precipitara. ¡Pero yo
seguía queriendo huir de casa, Marti! —enfatizó.
—No
me hubiera imaginado al gurka tan criterioso… —me ensimismé.
—¿Viste?
—sonrió—. Al menos, maduró más rápido que su hermana mayor. Y con los años,
Marti, se convirtió en un hombre cabal y mi mejor amigo. Será muy afortunada la
mujer a quien ame —dijo en tono entrañable.
—No
me caben dudas —bromeé—. Es un buen partido, como diría mi mamá.
Sami
me dedicó una morisqueta y retomó su historia: —Lo desoí. A los seis meses
emprendí mi nueva aventura matrimonial y un año después la segunda separación
con denuncia de maltrato por medio.
—¡Sami!
¿Te golpeó? —me indigné.
—Pero
él se llevó la peor parte. Cuando Guille me vio aparecer en su departamento con
el labio partido me curó, me consoló y después lo fue a buscar. ¡Le bajó dos
dientes y le advirtió que si se me acercaba se quedaría sin ninguno! Si alguna
parte de su anatomía le importaba a Jason, era su dentadura. Con semejante
amenaza, me evitó como a la peste. Yo no quería pedir refugio en la casa
paterna, de modo que Guille me alojó con él y me cedió su dormitorio. Fue muy
generoso y a pesar de que entorpecí su privacidad, nunca me lo hizo notar.
—Sí
—admití—, el antiguo gurka dio paso a sir Lancelot.
—A
poco de estar instalada me ofrecí para ordenar sus papeles de trabajo visto el
tiempo que le llevaba ubicarlos en la premura de la creatividad. Sin
premeditarlo, fui su primera secretaria.
—¡Mirá
por dónde te apareció un trabajo! —reí.
—Me
contrató, me ofreció un sueldo muy generoso y, para su alivio, lo primero que
hice fue alquilarme un pequeño departamento. Para resumir, esta independencia
me dignificó: reparé los lazos familiares y me habilitó para el encuentro con
Darren.
La
pausa que siguió estuvo delimitada por el paréntesis de nuestros ojos enlazados
en una sonrisa.
—¡Me
alegro tanto por vos…! —dije al fin con regocijo—, aunque voy a ser franca;
trece años atrás no hubiera apostado por este final.
—Porque
te olvidás de un partícipe necesario: el gurka —me recordó.
—¡Precisamente!
—le recordé yo—. Ustedes eran discípulos de Abel y Caín.
—Y
vos nuestra mediadora, ¿te acordás?
Nuestro
silencio melancólico fue interrumpido por Rolfi y Pedro que nos traían una
invitación de su tío. Juntamos nuestras pertenencias y subimos hasta la confitería.
Luis nos acompañó a la misma mesa que habíamos ocupado en el almuerzo.
—Mi
hermano desea agasajarlas con un servicio de té —nos participó.
—Se
lo agradecemos, Luis, tanto a usted como a su hermano por tantas atenciones
—aseguró Sami.
Compartimos
la pródiga mesa con los chicos cuya charla nos entretuvo hasta darnos cuenta de
que había oscurecido. Samanta atendió su teléfono con una sonrisa adelantada:
—Estábamos por pegar la vuelta… El auto tiene los faros en condiciones, para tu
conocimiento… No seas cargoso, hermanito… ¡Jaja…! Te paso, maniático… —me
tendió el aparato—. Quiere hablar con vos.
Lo
tomé sin poder evitar un gesto de sorpresa: —Hola —articulé con demora.
—Hola,
milady, necesitaba escuchar tu voz
—expresó Guille con voz grave.
Sentí
que el corazón se me disparaba. La confidencia de Sami me había sensibilizado
con relación al gurka. Traté de quebrar esa cápsula emotiva: —¡Ah…! No sé por
qué. Apenas hace unas horas que hablamos.
—Para
mí una eternidad, acostumbrado a verte desde la mañana hasta la noche
—argumentó.
—Andá
entrenándote —alegué para romper el clima—, se termina en una semana. ¿Alguna
otra observación?
Escuché
su risa sofocada. Después, con voz tierna: —No me vas a desanimar, milady, estoy acostumbrado a los
desafíos.
—Chau,
Guille —me despedí y corté la inquietante comunicación.
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