jueves, 25 de julio de 2013

VIAJE INESPERADO - VII



—¿Ya de vuelta? —fue la acogida de Irma—. ¡Ni siquiera comencé a preparar la cena!
—Calma, nana, que llegó el hada madrina —sonrió Marcos, indicando a Leo con la cabeza por tener los brazos cargados de paquetes.
—¡Trajimos hasta el postre! —dijo la muchacha con entusiasmo.
—Ella insistió, Irma —aclaró el hombre dejando la carga sobre la mesa de la cocina—. No está dispuesta a que la mantenga.
—Leo… —pronunció la mujer con afecto—. Sabés que no era necesario. Aprecio mucho tu compañía.
—Y yo. Más si puedo colaborar.
El gesto de Leonora terminó de completar la imagen que Irma se había hecho de la joven. La gente agradecida no abundaba, y este rasgo poco común la distinguía de otras mujeres que le había conocido a Marcos. Tal vez por eso se alegró de que él hubiera subordinado su deseo de seducirla a conocerla. La relación parecía haberse profundizado entre las horas del mediodía y la noche.
—Sentate, nana, que Leo y yo te vamos a agasajar —ordenó Marcos indicándole una silla.
Los contempló accionar desde su ubicación. La chica daba instrucciones que su compañero cumplía en medio de bromas. Ella terminó de distribuir las viandas en las fuentes bajo la cálida mirada masculina luego de lo cual, y antes de convocar a Irma para ubicarse en la mesa, se ofrendaron una sonrisa de mutua complacencia.
No he sido la nana de Quito si estos dos no terminan en pareja, se dijo la mujer con beneplácito.
—Irma, la mesa está servida —anunció Leonora con un gesto ampuloso.
Fue una cena henchida de sentimientos no expresados en palabras pero sugeridos a través de gestos y miradas. La dueña de casa asistía a la génesis de un vínculo que colmaba sus expectativas más ambiciosas en correlación a la felicidad de Marcos. Se levantaron de la mesa antes de la medianoche y los jóvenes completaron la tarea que se habían asignado: Leonora lavó la vajilla y Marcos la secó; solo consintieron que Irma la guardara para no alterar el orden de su cocina.
—Mañana las paso a buscar a las nueve —advirtió Silva antes de irse. Besó a su aya y señaló su corazón, su boca y su frente para despedirse de Leo.
Cuando Irma regresó después de cerrar la puerta, aún aleteaba la sonrisa en los labios de Leonora.
—¿Querés que tomemos un café antes de acostarnos? —consultó la dueña de casa.
Leo asintió y esperó en la salita. Disfrutaba la compañía de Irma y se preguntó por qué un acto tan simple como beber una infusión en compañía no lo había podido compartir con su mamá. Las confidencias propias de mujeres estaban descartadas en una existencia abocada a la exclusiva atención de las demandas varoniles.
—No hicieron ninguna referencia a la entrevista con el doctor Ávila… —arriesgó su anfitriona.
La joven emergió de su abstracción: —Cuando me acerqué a la cama Camila pareció reconocerme, y Matías me sacó a los tirones como si quisiera ocultar la reacción de ella.
—¿Delante de Quito? —se asombró.
—Que lo puso a un tris de perder su impecable dentadura —rió la chica—. Tu Quito es pendenciero, ¿eh?
—Cuando tiene razón —afirmó.
—Matías nos echó, Irma. Lamento haberlos enfrentado…
—No te apenes porque no son más que conocidos. Marcos es un señor al lado de ese doctorcito con aires de suficiencia.
Leo suspiró y terminó su relato: —Para resumir, el lunes viaja un abogado desde Rosario para intentar que Ávila me permita ver a Camila sin llegar a un litigio.
—Hacete acompañar por Quito —recomendó la mujer.
—Irma… No puedo tenerlo a mi disposición.
—Él lo está… Lo está… —repitió convencida.
La joven, pasando a otra cosa, preguntó: —¿Adónde nos llevará mañana?  
—A la estancia familiar, seguramente. Vas a conocer a don Silva, gran padre y eterno enamorado.
Leonora la miró interrogante.
—Después de Amanda, no volvió a interesarse por otra mujer. Nunca llevó a nadie a la casa —explicó Irma—. Y todavía es un hombre joven. Creo que vivió por su hijo y su trabajo.
—No es común tanta devoción —dijo Leo.
—Te va a gustar. Es un hombre parco pero amable. —Observó que había terminado de tomar el café—: Son más de las doce. ¿Te parece que nos acostemos?
—Sí, Irma. Creo que después de esta jornada vas a tener que salpicarme con agua para despertarme —declaró Leonora estirándose.
—Mejor te mando un príncipe para que te despierte con un beso… —insinuó la mujer con una sonrisa.
Leo respondió a la indirecta con una carcajada mientras se dirigía a su dormitorio. Se despertó a las ocho de la mañana, antes de que Irma la llamara. Se dio un baño rápido y media hora después desayunaban juntas. Poco antes de la llegada de Marcos, revisó su celular. Vio, con inquietud, que tenía la batería agotada. Había olvidado incluir el cargador al rellenar el bolso. Hizo un gesto de fastidio y lo guardó en el bolsillo del pantalón. “Es irrelevante. Solo sirve para comunicarme con Camila”, pensó. La aparición de Marcos la recobró del intento de tristeza que la acometió al recuerdo de su amiga.
—¿Listas para pasar un día de campo? —preguntó el hombre no bien entrar.
Antes de acomodarse en la camioneta, le consultó: —¿Mi auto seguirá en la estación?
—Está guardado en la cochera de Antonio —la tranquilizó.
—Pero… Yo tengo la llave.
—Lo movieron con la grúa de auxilio.
Ella inclinó la cabeza con una sonrisa y se ubicó en el asiento delantero ya que Irma se había sentado en el de atrás. El cielo límpido presagiaba un día caluroso. El trayecto hasta la hacienda insumió quince minutos hasta llegar a la entrada marcada por una tranquera de madera que unía todo el espacio alambrado. Marcos bajó del coche para abrirla y, cuando se volvía, Leo ya se había adueñado del volante. Él, con un gesto risueño, le hizo señas para que entrara el vehículo. Cerró la valla y detuvo el movimiento de la muchacha que volvía a su lugar.
—Seguí manejando. El sendero te lleva hasta la casa —le dijo acomodándose a su lado.
Leo condujo la camioneta por el acceso bordeado de árboles hasta llegar a una explanada adonde se levantaba la construcción de estilo campestre. Con una diestra maniobra la estacionó paralela a la entrada, en la cual aguardaba un sujeto que –ella no dudó- era el padre de Marcos. Se dirigió hacia el vehículo y abrió la puerta ofreciéndole la mano. La chica la aceptó con una sonrisa y se presentó: —¡Hola! Soy Leo.
—Y yo, Arturo. Encantado de conocerte, Leo —expresó.
Irma se acercó seguida de Marcos y saludó a Silva padre, después de lo cual fueron invitados a ingresar a la casona. El amplio salón de entrada estaba amoblado con confort. Sobre una de las paredes se destacaba un hogar a leña presidido por el cuadro de una bella mujer. Tampoco dudó Leonora de su identidad. Dejó el bolso de mano sobre un sillón y se acercó a la pintura. El agraciado rostro trasuntaba un aire de complacencia acorde al tranquilo abandono del cuerpo sobre el sillón donde se reclinaba. El pintor había captado algo más que confianza en sus ojos; en ellos brillaba un resplandor amoroso. Intuyó una presencia a su lado y se volvió para encontrarse con la mirada conmovida del padre de Marcos.
—Vos la pintaste, ¿verdad?
Él sonrió, desandando su recuerdo: —¿Lo adivinaste por la técnica rudimentaria?
—Lejos está de ese calificativo —dijo con entendimiento—. No. Porque mira al artista con amor.
El hombre la miró con aprecio antes de señalar: —Tuvo una gran paciencia ante mis veleidades artísticas. Posó durante tres meses al comienzo del embarazo, porque solo podía dedicarme a pintarla de noche cuando terminaba mi rutina en el campo.
—Es un trabajo digno de ser expuesto —afirmó Leo.
—¿Estudiaste pintura?
—Lo suficiente para apreciar una obra bien ejecutada —garantizó.
Arturo la tomó del brazo y la encaminó hacia donde estaban Irma y Marcos: —Te voy a devolver a la comunidad antes de ganarme la animosidad de mi hijo.
Leonora no pudo contener la risa ante la salida del hombre. Miró a Marcos y pensó que, decididamente, no lo cambiaría por el padre.
—Irma, necesito tu colaboración para agasajar a nuestra invitada —manifestó el estanciero.
—Estoy siempre a su disposición —dijo la mujer como un soldadito.
—Ustedes están libres hasta el mediodía —indicó Silva padre a los jóvenes—. A las doce estará listo el asado.
—¡Magnífico! —exclamó Marcos—. Vamos, Leo. Haremos una caminata antes de que el sol apriete.
La pareja salió bajo la mirada de Arturo e Irma. El primero observó: —¿Estoy suponiendo, Irma, o esta jovencita ha conmovido el corazón de mi muchacho?
—Supone bien, don Arturo. Y me parece que es mutuo.
—Bien, bien —aprobó el hombre—. Porque me gusta.

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