domingo, 4 de agosto de 2013

VIAJE INESPERADO - VIII



Leonora se detuvo a contemplar la casa. Madera, piedra y tejas le daban un peculiar aire de solidez. Sobre todo le fascinaron las dos ventanas que predominaban en la planta alta, protegidas por un techo a dos aguas. El porche cubierto, estaba bordeado a cada lado de la escalera por macizos de plantas florecidas, y varios árboles añosos, atrás y a los costados de la construcción, la protegían de la canícula veraniega.
—Me encanta tu casa —proclamó—. ¿Cuántos dormitorios tiene?
—Cuatro. Estuvo pensada para varios niños —dijo Marcos—. Lamentablemente, sólo me tuvieron a mí.
Leo le dirigió una mirada compasiva: —¿Te hace daño hablar de tu mamá?
Él jugó con el suave cabello de la joven antes de contestar: —No con vos. Poco pude disfrutarla hasta que murió. Enfermó de leucemia cuando yo tenía dos años y luchó contra su dolencia durante otros diez. Mi recuerdo más nítido es el del sufrimiento de mi padre que no se resignaba a perderla. Él recorrió el mundo para salvarla mientras a mí me cuidaba nana y mi abuelo se hacía cargo de la hacienda. Cuando ella se restablecía un poco se esforzaba por brindarme todo el tiempo que podía aunque yo no comprendiera del todo sus frecuentes ausencias. Solo tomé conciencia de la gravedad de su enfermedad antes de su muerte —reveló conmovido.
—Oh, Marcos… —murmuró Leonora con las pupilas brillantes de lágrimas contenidas.
Estaban tan cerca que bastó un mínimo movimiento del hombre para sostener a la muchacha trémula contra su cuerpo. La abrazó sin otra intención que la de consolarla y la besó porque no pudo contenerse. Ella apartó la boca cuando la caricia se convertía en el preludio de una entrega y refugió la cara en el hueco del hombro viril. Él  apretó la cabeza de la chica contra su cuello mientras recuperaba el aliento y la sensatez.
—Querida… No quise mortificarte —musitó junto a su oído.
Ella se apartó con suavidad: —No, no… Yo tuve la culpa. No debí recordarte una historia tan dolorosa.
—Ya no lo es, Leo. Pero me sacudió tu sensible interés. Me hizo bien recordar en voz alta esa etapa de mi vida que ni siquiera pude hablar con papá por no afligirlo.
—¿No lo decís para confortarme?
—Lo juro —sonrió—. ¿Querés reanudar el paseo?
Arrancaron a caminar juntos hacia el pequeño monte de frutales que abastecía las necesidades de los propietarios y de algunos vecinos, pasaron por la huerta que tenía el mismo propósito, y desembocaron en el establo.
—¿Sabés montar?
—¡No! —negó la joven, con una risa.
—Es hora de que aprendas —anunció Marcos.
Abrió uno de los boxes y acarició la testa y los belfos de un caballo que restregó la cabeza contra su mano. Le colocó la brida con las riendas y la silla de montar. Hizo lo propio con otro equino y los sacó de la caballeriza.
—Primera lección —dijo a la risueña muchacha—, establecer una relación cordial —le indicó que acariciara la cabeza y el pecho del animal.
Ella obedeció con gravedad. En tanto él sujetaba al caballo, le señaló como poner el pie en el estribo para montarlo. Luego le entregó las riendas y subió al suyo. Las claras explicaciones de Marcos le iban infundiendo confianza hasta animarla a pasar a un trotecillo. Cabalgaron durante una hora recorriendo los alrededores con calma y se apearon antes de pegar la vuelta. El hombre la ayudó a bajar y ató las riendas de los caballos a un travesaño de la tranquera. Después se sentó en el suelo junto a Leonora.
—¿Cómo está tu lindo trasero? —preguntó con humor.
—Por ahora indemne. Pero temo, por tu interés, que mañana no voy a poder sentarme.
—¡Ja! Hemos sido muy cuidadosos —lo dijo con una mueca juguetona.
Ella reclinó la cabeza y le hizo un mohín. A él le reverdecieron las ganas de besarla. Se extasió mirando el rostro arrebolado por el sol, los cabellos alborotados por el viento y esa expresión de chiquilla burlona con que respondía a su provocación.   
—Los caballos parecen inquietos. ¿Por qué mueven tanto las orejas? —la pregunta lo liberó de su embeleso.
—Están bien. Solo vigilan. Hay otros movimientos a los cuales hay que atender.
—¿Cómo cuáles? —se interesó Leo.
Marcos le dio una cátedra sobre orejas paradas, caídas, hacia atrás, en diagonal, que ella escuchó con atención. Antes de las doce, volvieron a montar para regresar a la casa. Después de desensillar su caballo siguiendo las instrucciones de su entrenador, Leonora le dijo: —Gracias por la experiencia, Marcos. Ha sido el paseo más ameno que recuerde.
—Lo volveremos a repetir, ¿eh? —propuso él satisfecho.
Los esperaba una mesa tendida a la sombra de los árboles adonde se acomodaron para comer algunos entremeses preparados por Irma. Arturo apareció poco después con la primera fuente de carne asada.
—Faltaba una bella amazona para engalanar esta hacienda —lisonjeó a la invitada.
—¡No me cargues! —rió ella—. Pero podés apostar a que si practico podría llegar a ser un buen jinete.
—No lo dudo. Mis caballos y mi hijo están a tu disposición. ¿Digo bien? —le preguntó al aludido mientras le servía unas achuras.
—Acertado como siempre, papá —declaró Marcos, circunspecto.
El histrionismo de padre e hijo provocó la hilaridad de Leo, contagiando al resto de los comensales. El almuerzo discurrió en un clima de bienestar que, a criterio de Irma, hacía mucho que no se vivía en esa casa. Leonora le ayudó a levantar la mesa y dejar la cocina limpia pese a su negativa, después de lo cual volvieron a sentarse para tomar un café.
—Le sonsaqué a Irma el motivo de tu visita a este pueblo —señaló Arturo—. Deploro la circunstancia, pero ¿qué otro azar te hubiera conducido a estos pagos?
—Creo que solo si Camila hubiera aceptado que la acompañara. ¡Me arrepiento de no haber insistido! —se censuró.
—¡Vamos, Leo! —terció Marcos—. No te culpes ni te desmoralices. Mañana se resolverá el problema.
—Pienso que Matías es el más interesado en que se recupere —aportó Arturo—. Esta semana se iba a leer el testamento de Nicanor ante la presencia de todos los herederos. Se postergó hasta que Camila esté en condiciones de discernir.
—¿Testamento? Ella es una heredera no forzosa, y la relación con el tío de su mamá, inexistente.
—El escribano ante quien manifestó su última voluntad tenía el mandato de leer el legado ante Teresa, Matías y Camila —aclaró el padre de Marcos.
—Todos herederos legítimos pero no forzosos —reflexionó Leonora—. El testamento podría ser una sorpresa para Matías… Aunque no sufriría gran perjuicio porque no implica más que un tercio de los bienes.
—No, Leo. Todo el patrimonio le pertenece a Nicanor —precisó el estanciero.
—¡Si eran tres hermanos! La herencia paterna debió repartirse entre ellos por partes iguales.
—Nicanor, como hijo mayor, le compró a su padre todas las propiedades incluida la casa solariega cuando don Ávila se fundió. Él había hecho una pequeña fortuna administrando otras haciendas, de modo que con el consentimiento de su madre y hermanas puso el dinero para pagar las deudas y evitar que fueran desalojados. Nada quedó a distribuir cuando murieron los padres.
—Entonces… ¡Puede repartir campos y propiedades como quiera, al no tener hijos! —descubrió la joven—. ¿No tendrá que ver la herencia con la inexplicable crisis de mi amiga?
—Si Camila no tuviera los antecedentes maternos, podríamos pensar en una conspiración —especuló Marcos—, aunque Matías es un profesional reconocido en la especialidad y gane fortunas con su actividad. La clínica siquiátrica le pertenece y no creo que la haya construido con la colaboración de su tío.
—No se… —dijo la joven reticente—. Algo me dice que aquí hay gato encerrado.
Marcos le echó una mirada entre risueña e inquieta. Su muchachita parecía estar cayendo en las garras de una obsesión.
—Leo —pronunció con firmeza—. Si la intervención del mediador es efectiva, podrás acompañarla lo suficiente para comprobar su estado. Si no lo fuera, buscaremos otra manera de acercarnos. En tanto, te pido que sosiegues tu imaginación.
Por un momento ella lo miró con intolerancia, mas las pupilas masculinas no cedieron ante su rebeldía. Un rictus de indefensión reemplazó su arrebato. Marcos desvariaba por consolarla y borrar con sus besos el gesto de desamparo. Arturo creyó oportuno intervenir al interpretar la preocupación de su hijo.
—Lo que dice Marcos es razonable, Leo. También yo asumo el compromiso de colaborar para ayudarte en todo lo que esté a mi alcance.
—Gracias… —murmuró la joven—. Me siento un poco avergonzada por mi impaciencia.
—¿Te gustan las aves? —preguntó Arturo de súbito.
—¡Las adoro!
—Te llevaremos a un lugar adonde podrás avistar varias especies. ¿Querrás buscar los largavistas, Marcos?
El hijo se levantó para volver después con cuatro catalejos. Irma declinó la invitación: —Vayan ustedes. Yo le haré honor a mi antiguo dormitorio.
Subieron a la camioneta y salieron de la propiedad para dirigirse a un frondoso bosque de la vecindad. Leonora quedó fascinada por el canto de los distintos pájaros que observaba a través de los binoculares. Preguntó nombres que fueron respondidos por padre e hijo, algunos de los cuales la hicieron reír, como el papamoscas y la lavandera. La presencia de Marcos con sus cuidados y atenciones la rodeó de un capullo de optimismo que la distanció de su preliminar congoja. Volvieron al caer la tarde, cuando las aves se guarecían en sus refugios. A mitad del camino arbolado, distinguieron el llamativo auto rojo. Leo frunció el ceño desestimando la peregrina imagen que el vehículo le sugería, pese a lo cual se apeó apenas se detuvo la camioneta. Corrió hasta reconocer la patente y divisar a su ocupante que compartía el mate con Irma. El hombre se levantó y la increpó: —¿Qué te pasa? ¿Por qué no dabas señales de vida?

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