Leonora se detuvo
a contemplar la casa. Madera, piedra y tejas le daban un peculiar aire de
solidez. Sobre todo le fascinaron las dos ventanas que predominaban en la
planta alta, protegidas por un techo a dos aguas. El porche cubierto, estaba
bordeado a cada lado de la escalera por macizos de plantas florecidas, y varios
árboles añosos, atrás y a los costados de la construcción, la protegían de la
canícula veraniega.
—Me encanta tu
casa —proclamó—. ¿Cuántos dormitorios tiene?
—Cuatro. Estuvo
pensada para varios niños —dijo Marcos—. Lamentablemente, sólo me tuvieron a
mí.
Leo le dirigió
una mirada compasiva: —¿Te hace daño hablar de tu mamá?
Él jugó con el
suave cabello de la joven antes de contestar: —No con vos. Poco pude
disfrutarla hasta que murió. Enfermó de leucemia cuando yo tenía dos años y
luchó contra su dolencia durante otros diez. Mi recuerdo más nítido es el del
sufrimiento de mi padre que no se resignaba a perderla. Él recorrió el mundo
para salvarla mientras a mí me cuidaba nana y mi abuelo se hacía cargo de la
hacienda. Cuando ella se restablecía un poco se esforzaba por brindarme todo el
tiempo que podía aunque yo no comprendiera del todo sus frecuentes ausencias.
Solo tomé conciencia de la gravedad de su enfermedad antes de su muerte —reveló
conmovido.
—Oh, Marcos…
—murmuró Leonora con las pupilas brillantes de lágrimas contenidas.
Estaban tan cerca
que bastó un mínimo movimiento del hombre para sostener a la muchacha trémula
contra su cuerpo. La abrazó sin otra intención que la de consolarla y la besó
porque no pudo contenerse. Ella apartó la boca cuando la caricia se convertía
en el preludio de una entrega y refugió la cara en el hueco del hombro viril.
Él apretó la cabeza de la chica contra
su cuello mientras recuperaba el aliento y la sensatez.
—Querida… No
quise mortificarte —musitó junto a su oído.
Ella se apartó
con suavidad: —No, no… Yo tuve la culpa. No debí recordarte una historia tan dolorosa.
—Ya no lo es,
Leo. Pero me sacudió tu sensible interés. Me hizo bien recordar en voz alta esa
etapa de mi vida que ni siquiera pude hablar con papá por no afligirlo.
—¿No lo decís
para confortarme?
—Lo juro
—sonrió—. ¿Querés reanudar el paseo?
Arrancaron a
caminar juntos hacia el pequeño monte de frutales que abastecía las necesidades
de los propietarios y de algunos vecinos, pasaron por la huerta que tenía el
mismo propósito, y desembocaron en el establo.
—¿Sabés montar?
—¡No! —negó la
joven, con una risa.
—Es hora de que
aprendas —anunció Marcos.
Abrió uno de los
boxes y acarició la testa y los belfos de un caballo que restregó la cabeza
contra su mano. Le colocó la brida con las riendas y la silla de montar. Hizo
lo propio con otro equino y los sacó de la caballeriza.
—Primera lección
—dijo a la risueña muchacha—, establecer una relación cordial —le indicó que
acariciara la cabeza y el pecho del animal.
Ella obedeció con
gravedad. En tanto él sujetaba al caballo, le señaló como poner el pie en el
estribo para montarlo. Luego le entregó las riendas y subió al suyo. Las claras
explicaciones de Marcos le iban infundiendo confianza hasta animarla a pasar a
un trotecillo. Cabalgaron durante una hora recorriendo los alrededores con
calma y se apearon antes de pegar la vuelta. El hombre la ayudó a bajar y ató
las riendas de los caballos a un travesaño de la tranquera. Después se sentó en
el suelo junto a Leonora.
—¿Cómo está tu
lindo trasero? —preguntó con humor.
—Por ahora
indemne. Pero temo, por tu interés, que mañana no voy a poder sentarme.
—¡Ja! Hemos sido
muy cuidadosos —lo dijo con una mueca juguetona.
Ella reclinó la
cabeza y le hizo un mohín. A él le reverdecieron las ganas de besarla. Se
extasió mirando el rostro arrebolado por el sol, los cabellos alborotados por
el viento y esa expresión de chiquilla burlona con que respondía a su provocación.
—Los caballos
parecen inquietos. ¿Por qué mueven tanto las orejas? —la pregunta lo liberó de
su embeleso.
—Están bien. Solo
vigilan. Hay otros movimientos a los cuales hay que atender.
—¿Cómo cuáles?
—se interesó Leo.
Marcos le dio una
cátedra sobre orejas paradas, caídas, hacia atrás, en diagonal, que ella
escuchó con atención. Antes de las doce, volvieron a montar para regresar a la
casa. Después de desensillar su caballo siguiendo las instrucciones de su
entrenador, Leonora le dijo: —Gracias por la experiencia, Marcos. Ha sido el
paseo más ameno que recuerde.
—Lo volveremos a
repetir, ¿eh? —propuso él satisfecho.
Los esperaba una
mesa tendida a la sombra de los árboles adonde se acomodaron para comer algunos
entremeses preparados por Irma. Arturo apareció poco después con la primera
fuente de carne asada.
—Faltaba una
bella amazona para engalanar esta hacienda —lisonjeó a la invitada.
—¡No me cargues!
—rió ella—. Pero podés apostar a que si practico podría llegar a ser un buen
jinete.
—No lo dudo. Mis
caballos y mi hijo están a tu disposición. ¿Digo bien? —le preguntó al aludido
mientras le servía unas achuras.
—Acertado como
siempre, papá —declaró Marcos, circunspecto.
El histrionismo
de padre e hijo provocó la hilaridad de Leo, contagiando al resto de los
comensales. El almuerzo discurrió en un clima de bienestar que, a criterio de
Irma, hacía mucho que no se vivía en esa casa. Leonora le ayudó a levantar la
mesa y dejar la cocina limpia pese a su negativa, después de lo cual volvieron
a sentarse para tomar un café.
—Le sonsaqué a
Irma el motivo de tu visita a este pueblo —señaló Arturo—. Deploro la
circunstancia, pero ¿qué otro azar te hubiera conducido a estos pagos?
—Creo que solo si
Camila hubiera aceptado que la acompañara. ¡Me arrepiento de no haber
insistido! —se censuró.
—¡Vamos, Leo!
—terció Marcos—. No te culpes ni te desmoralices. Mañana se resolverá el
problema.
—Pienso que
Matías es el más interesado en que se recupere —aportó Arturo—. Esta semana se
iba a leer el testamento de Nicanor ante la presencia de todos los herederos.
Se postergó hasta que Camila esté en condiciones de discernir.
—¿Testamento?
Ella es una heredera no forzosa, y la relación con el tío de su mamá,
inexistente.
—El escribano
ante quien manifestó su última voluntad tenía el mandato de leer el legado ante
Teresa, Matías y Camila —aclaró el padre de Marcos.
—Todos herederos
legítimos pero no forzosos —reflexionó Leonora—. El testamento podría ser una
sorpresa para Matías… Aunque no sufriría gran perjuicio porque no implica más que
un tercio de los bienes.
—No, Leo. Todo el
patrimonio le pertenece a Nicanor —precisó el estanciero.
—¡Si eran tres
hermanos! La herencia paterna debió repartirse entre ellos por partes iguales.
—Nicanor, como
hijo mayor, le compró a su padre todas las propiedades incluida la casa
solariega cuando don Ávila se fundió. Él había hecho una pequeña fortuna
administrando otras haciendas, de modo que con el consentimiento de su madre y
hermanas puso el dinero para pagar las deudas y evitar que fueran desalojados.
Nada quedó a distribuir cuando murieron los padres.
—Entonces… ¡Puede
repartir campos y propiedades como quiera, al no tener hijos! —descubrió la
joven—. ¿No tendrá que ver la herencia con la inexplicable crisis de mi amiga?
—Si Camila no tuviera
los antecedentes maternos, podríamos pensar en una conspiración —especuló Marcos—,
aunque Matías es un profesional reconocido en la especialidad y gane fortunas
con su actividad. La clínica siquiátrica le pertenece y no creo que la haya
construido con la colaboración de su tío.
—No se… —dijo la
joven reticente—. Algo me dice que aquí hay gato encerrado.
Marcos le echó
una mirada entre risueña e inquieta. Su muchachita parecía estar cayendo en las
garras de una obsesión.
—Leo —pronunció
con firmeza—. Si la intervención del mediador es efectiva, podrás acompañarla
lo suficiente para comprobar su estado. Si no lo fuera, buscaremos otra manera
de acercarnos. En tanto, te pido que sosiegues tu imaginación.
Por un momento
ella lo miró con intolerancia, mas las pupilas masculinas no cedieron ante su
rebeldía. Un rictus de indefensión reemplazó su arrebato. Marcos desvariaba por
consolarla y borrar con sus besos el gesto de desamparo. Arturo creyó oportuno
intervenir al interpretar la preocupación de su hijo.
—Lo que dice
Marcos es razonable, Leo. También yo asumo el compromiso de colaborar para
ayudarte en todo lo que esté a mi alcance.
—Gracias…
—murmuró la joven—. Me siento un poco avergonzada por mi impaciencia.
—¿Te gustan las
aves? —preguntó Arturo de súbito.
—¡Las adoro!
—Te llevaremos a
un lugar adonde podrás avistar varias especies. ¿Querrás buscar los
largavistas, Marcos?
El hijo se
levantó para volver después con cuatro catalejos. Irma declinó la invitación:
—Vayan ustedes. Yo le haré honor a mi antiguo dormitorio.
Subieron a la
camioneta y salieron de la propiedad para dirigirse a un frondoso bosque de la
vecindad. Leonora quedó fascinada por el canto de los distintos pájaros que
observaba a través de los binoculares. Preguntó nombres que fueron respondidos
por padre e hijo, algunos de los cuales la hicieron reír, como el papamoscas y
la lavandera. La presencia de Marcos con sus cuidados y atenciones la rodeó de
un capullo de optimismo que la distanció de su preliminar congoja. Volvieron al
caer la tarde, cuando las aves se guarecían en sus refugios. A mitad del camino
arbolado, distinguieron el llamativo auto rojo. Leo frunció el ceño
desestimando la peregrina imagen que el vehículo le sugería, pese a lo cual se
apeó apenas se detuvo la camioneta. Corrió hasta reconocer la patente y divisar
a su ocupante que compartía el mate con Irma. El hombre se levantó y la
increpó: —¿Qué te pasa? ¿Por qué no dabas señales de vida?
No hay comentarios:
Publicar un comentario