¿Qué hago respondiendo a un estímulo como los perros
de Pavlov? No me reconozco. Creí que había olvidado el incidente del mini
súper, pero el aviso de Mario me llenó de excitación. Veamos que puedo hacer
por la niña triste.
Marcos dejó el
auto a un costado de la playa de estacionamiento y entró al negocio. Mario lo
recibió con una sonrisa aliviada. Le preguntó: —¿Le sirvo algo, señor Silva?
—Un café.
La contempló
mientras esperaba. Un aura de melancolía impregnaba sus facciones. Tenía una
expresión tan vulnerable que entendió el llamado del muchacho. Daban ganas de
abrazarla para transmitirle la seguridad que pedía a gritos.
—Aquí tiene,
señor.
Se volvió hacia
Mario y le agradeció. Sin hesitar, caminó hasta la mesa que ocupaba Leonora.
—¿Puedo sentarme?
Ella lo miró
extrañada y dejó errar la vista sobre las mesas vacías.
—Es que no me
gusta beber solo —aclaró el hombre esperando la autorización.
Leonora se
encogió de hombros y consintió con un gesto.
—Mi nombre es
Marcos Silva —se presentó.
—Leonora Castro…
—murmuró.
—Esta mañana nos
chocamos —recordó él mientras se acomodaba.
—Me disculpé,
¿verdad? —preguntó dudosa.
Él dejó escapar
una risa baja antes de responder: —Con holgura —la observó con atención, sin
incomodarla—. ¿Estás visitando a alguien del pueblo?
—¿Vos vivís aquí?
—respondió con una pregunta.
Marcos se reclinó
sobre el respaldo del asiento y contestó: —Así es.
—¿Desde cuándo?
—Siempre.
—¿Conocés al
doctor Ávila? —la ansiedad iluminaba sus pupilas.
Una conquista más del matasanos. No debería sorprenderme.
—En efecto
—reconoció, sin que se advirtiera su lapso de disquisición.
—¿Es un buen
profesional?
—Hasta donde sé,
lo es —manifestó intrigado.
—¿Conociste a
Camila?
Silva percibió
que no era un interés romántico lo que perseguía la chica con la interpelación.
El bienestar que sintió ante esta comprensión lo asombró.
—La veía cuando
frecuentaba la casa de Matías. Se fue hace años.
—Sí. A Rosario. Y
nos hicimos amigas y compartimos la vivienda y mañana nos íbamos de vacaciones
al sur —enumeró sin solución de continuidad.
—Dijiste “nos
íbamos”… —observó Marcos.
—Camila sufrió
una crisis por la muerte de su tío Nicanor y está internada en la clínica —dijo
Leo cabizbaja.
—Ahora entiendo
tus preguntas —señaló Silva—. Me arriesgo a decir que está en buenas manos.
Matías es un siquiatra reconocido y, por lo demás, es parte de su familia
—inclinó la cabeza y aventuró, reflexivo—: Es tarde para volver a Rosario.
¿Cuáles son tus planes?
—Ya fui a Rosario
a buscar algo de ropa para quedarme unos días.
—A ver… ¿Viajaste
esta mañana y a la tarde fuiste y volviste? Debés estar cansada —alegó.
—Mario me dijo
que la señora Irma podía darme alojamiento.
—¡La buena de
Irma…! —sonrió Marcos—. Sí. De seguro no tendrá inconveniente. ¿Querés que te
acompañe ahora?
—No es necesario.
Mario dijo que él me llevaría.
Él sonrió para
sus adentros. Ninguna otra mujer lo hubiera relegado por el muchacho. Aunque de
esta jovencita nada lo sorprendía.
—Te voy a llevar
yo. Irma está emparentada conmigo —explicó—. ¿Vas a comer ese sándwich?
—No. Se enfrió.
—Vayamos,
entonces.
Se acercaron a la
caja adonde Leo pagó su consumición y Marcos le notificó a Mario que él se
ocuparía de la chica. Caminó detrás de ella admirado de la fortaleza que
demostraba en contraste con su frágil continente.
—Allí tengo el
auto —le indicó al llegar a la calle.
—Te llevo en el
mío, Leonora, y mañana te paso a buscar para que lo retires y busques una
cochera en el vecindario de Irma. No conviene dejarlo en la calle.
Leo retiró sus
pertenencias y subió al coche de Marcos. Él se percató, al acomodarse al
volante, de cuán menuda se veía al lado de su cuerpo, y un espontáneo anhelo de
protegerla lo desbordó. Tomó el celular, se aseguró de que Irma estuviese en su
casa y arrancó. Viajaron en silencio, la joven luchando contra la creciente
fatiga y el hombre elaborando las consecuencias de su intervención. El
recorrido fue corto. Silva cargó el bolso de Leonora y la escoltó hasta la casa
adonde se alojaría. Una mujer entrada en años abrió la puerta y le tendió los
brazos a Marcos.
—¡Quito! ¡Qué
alegría verte, querido! —exclamó con alegría.
Él, riendo, la
apretó con fuerza y le plantó un sonoro beso en la mejilla. Al separarse, le
presentó a la muchacha: —Irma, ella es Leonora y espero que la albergues en tu
casa.
—¡Cómo si fueras
vos! —dijo la mujer con devoción. Se hizo a un lado e invitó—: ¡Pasen, pasen…!
Ingresaron a una
salita amueblada con sillones de aspecto confortable, en uno de los cuales
Marcos depositó el bolso. Se dirigió a Leo: —Te dejo en buenas manos. Espero
que descanses y mañana te paso a buscar.
—No sé cómo
agradecer todas tus atenciones —declaró ella conmovida.
—Ya pensaré en
algo —le advirtió con una sonrisa. Después le solicitó a la dueña de casa—: ¿Me
acompañás?
En cuanto
llegaron a la puerta, Irma le demandó: —Ahora me vas a decir que relación tenés
con esta niña bonita que tan escondida tenías.
—No delires,
nana, que recién hoy la conocí —replicó—. Tratá de que coma algo antes de que
se vaya a acostar. Por lo que deduzco, debe estar en ayunas.
—Presumo que no
es una conquista cualquiera, porque en tal caso terminaría en tu departamento —discurrió
la mujer.
—No te apures,
que yo mismo desconozco lo que me atrae de ella. Tal vez, de mujer a mujer,
averigües algo de su vida… —insinuó.
—Mmm… bandido.
Tanta cautela me dice que no querés meter la pata con esta chica. Te gusta,
¿eh?
—Desde que la vi,
nana. ¿Me creés?
—Como si te
conociera —bromeó Irma, que lo había cuidado durante la larga enfermedad de su
madre—. Espero que sientes cabeza, muchacho. Me moriré más tranquila si te dejo
en compañía de una mujer y varios críos.
Marcos la abrazó
y aún se reía cuando subió al auto. Irma entró a la casa y encontró a Leonora
parada en medio de la habitación.
—¡Qué descortés
de mi parte, querida! ¡Yo demorada y vos de pie! Vení a la cocina, por favor.
Querrás comer algo.
—En realidad, lo
único que quiero es dormir —adujo Leo.
—Una sopa
caliente impedirá que se interrumpa tu descanso —arguyó la mujer con
autoridad—. En media hora estarás en la cama.
Leonora,
resignada, la siguió hasta la cocina. La hizo sentar a una mesa pequeña
cubierta con un mantel rayado en colores, y poco después colocó delante de ella
un tazón humeante. El aroma que desprendía era tan gustoso como el sabor. El
consomé le recuperó el ánimo y aceptó otra porción que le ofreció la mujer.
—Gracias, Irma
—le dijo después de acabar el segundo plato—. Estaba deliciosa. Me siento como
si me hubieran inyectado un estimulante.
—Lo mismo decía
Quito cuando volvía de los entrenamientos —afirmó con una sonrisa.
—¿Quito?
—¡Ah, sí,
querida! De Marquito. Me hacía renegar tanto cuando era chico, que le abrevié
el nombre para no cansarme.
—Me dijo que eran
parientes —comentó Leo.
—Para mí, es como
un hijo. Tuvo la desgracia de que su mamá enfermara apenas lo destetó, y yo fui
contratada para cuidarlo. Amanda nunca se recuperó y falleció cuando él tenía
doce años. Después que creció, me quedé en la casa para las tareas domésticas,
y cuando se hizo cargo de la hacienda me regaló esta casa y me obligó a
jubilarme. Me visita cada semana y cuida de que no me falte nada. Es un hombre
cariñoso y agradecido, muchacha. Además de buen mozo, ¿verdad? —la afirmación
requería una respuesta.
Leonora declaró
cordialmente: —en otro momento me lo hubieras vendido, Irma. Pero hoy toda mi
energía afectiva está con mi amiga enferma.
A instancia de la
mujer, revivió los sucesos de los últimos días. Cuando terminó, su rostro se
había ensombrecido. Irma se acercó para abrazarla: —¡Ay, niña! Yo conocí a la
madre y a la abuela de Camila. Si las dos hicieron una vida bastante normal, es
seguro que ella saldrá de la crisis —la confortó—. Ahora te mostraré tu
habitación para que te acomodes.
Leonora asintió y
buscó el bolso. Se duchó en el baño que estaba entre los dos dormitorios y poco
después, ganada por el cansancio, se durmió.
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