miércoles, 10 de julio de 2013

VIAJE INESPERADO - IV



¿Qué hago respondiendo a un estímulo como los perros de Pavlov? No me reconozco. Creí que había olvidado el incidente del mini súper, pero el aviso de Mario me llenó de excitación. Veamos que puedo hacer por la niña triste.
Marcos dejó el auto a un costado de la playa de estacionamiento y entró al negocio. Mario lo recibió con una sonrisa aliviada. Le preguntó: —¿Le sirvo algo, señor Silva?
—Un café.
La contempló mientras esperaba. Un aura de melancolía impregnaba sus facciones. Tenía una expresión tan vulnerable que entendió el llamado del muchacho. Daban ganas de abrazarla para transmitirle la seguridad que pedía a gritos.
—Aquí tiene, señor.
Se volvió hacia Mario y le agradeció. Sin hesitar, caminó hasta la mesa que ocupaba Leonora.
—¿Puedo sentarme?
Ella lo miró extrañada y dejó errar la vista sobre las mesas vacías.
—Es que no me gusta beber solo —aclaró el hombre esperando la autorización.
Leonora se encogió de hombros y consintió con un gesto.
—Mi nombre es Marcos Silva —se presentó.
—Leonora Castro… —murmuró.
—Esta mañana nos chocamos —recordó él mientras se acomodaba.
—Me disculpé, ¿verdad? —preguntó dudosa.
Él dejó escapar una risa baja antes de responder: —Con holgura —la observó con atención, sin incomodarla—. ¿Estás visitando a alguien del pueblo?
—¿Vos vivís aquí? —respondió con una pregunta.
Marcos se reclinó sobre el respaldo del asiento y contestó: —Así es.
—¿Desde cuándo?
—Siempre.
—¿Conocés al doctor Ávila? —la ansiedad iluminaba sus pupilas.
Una conquista más del matasanos. No debería sorprenderme.
—En efecto —reconoció, sin que se advirtiera su lapso de disquisición.
—¿Es un buen profesional?
—Hasta donde sé, lo es —manifestó intrigado.
—¿Conociste a Camila?
Silva percibió que no era un interés romántico lo que perseguía la chica con la interpelación. El bienestar que sintió ante esta comprensión lo asombró.
—La veía cuando frecuentaba la casa de Matías. Se fue hace años.
—Sí. A Rosario. Y nos hicimos amigas y compartimos la vivienda y mañana nos íbamos de vacaciones al sur —enumeró sin solución de continuidad.
—Dijiste “nos íbamos”… —observó Marcos.
—Camila sufrió una crisis por la muerte de su tío Nicanor y está internada en la clínica —dijo Leo cabizbaja.
—Ahora entiendo tus preguntas —señaló Silva—. Me arriesgo a decir que está en buenas manos. Matías es un siquiatra reconocido y, por lo demás, es parte de su familia —inclinó la cabeza y aventuró, reflexivo—: Es tarde para volver a Rosario. ¿Cuáles son tus planes?
—Ya fui a Rosario a buscar algo de ropa para quedarme unos días.
—A ver… ¿Viajaste esta mañana y a la tarde fuiste y volviste? Debés estar cansada —alegó.
—Mario me dijo que la señora Irma podía darme alojamiento.
—¡La buena de Irma…! —sonrió Marcos—. Sí. De seguro no tendrá inconveniente. ¿Querés que te acompañe ahora?
—No es necesario. Mario dijo que él me llevaría.
Él sonrió para sus adentros. Ninguna otra mujer lo hubiera relegado por el muchacho. Aunque de esta jovencita nada lo sorprendía.
—Te voy a llevar yo. Irma está emparentada conmigo —explicó—. ¿Vas a comer ese sándwich?
—No. Se enfrió.
—Vayamos, entonces.
Se acercaron a la caja adonde Leo pagó su consumición y Marcos le notificó a Mario que él se ocuparía de la chica. Caminó detrás de ella admirado de la fortaleza que demostraba en contraste con su frágil continente.
—Allí tengo el auto —le indicó al llegar a la calle.
—Te llevo en el mío, Leonora, y mañana te paso a buscar para que lo retires y busques una cochera en el vecindario de Irma. No conviene dejarlo en la calle.
Leo retiró sus pertenencias y subió al coche de Marcos. Él se percató, al acomodarse al volante, de cuán menuda se veía al lado de su cuerpo, y un espontáneo anhelo de protegerla lo desbordó. Tomó el celular, se aseguró de que Irma estuviese en su casa y arrancó. Viajaron en silencio, la joven luchando contra la creciente fatiga y el hombre elaborando las consecuencias de su intervención. El recorrido fue corto. Silva cargó el bolso de Leonora y la escoltó hasta la casa adonde se alojaría. Una mujer entrada en años abrió la puerta y le tendió los brazos a Marcos.
—¡Quito! ¡Qué alegría verte, querido! —exclamó con alegría.
Él, riendo, la apretó con fuerza y le plantó un sonoro beso en la mejilla. Al separarse, le presentó a la muchacha: —Irma, ella es Leonora y espero que la albergues en tu casa.
—¡Cómo si fueras vos! —dijo la mujer con devoción. Se hizo a un lado e invitó—: ¡Pasen, pasen…!
Ingresaron a una salita amueblada con sillones de aspecto confortable, en uno de los cuales Marcos depositó el bolso. Se dirigió a Leo: —Te dejo en buenas manos. Espero que descanses y mañana te paso a buscar.
—No sé cómo agradecer todas tus atenciones —declaró ella conmovida.
—Ya pensaré en algo —le advirtió con una sonrisa. Después le solicitó a la dueña de casa—: ¿Me acompañás?
En cuanto llegaron a la puerta, Irma le demandó: —Ahora me vas a decir que relación tenés con esta niña bonita que tan escondida tenías.
—No delires, nana, que recién hoy la conocí —replicó—. Tratá de que coma algo antes de que se vaya a acostar. Por lo que deduzco, debe estar en ayunas.
—Presumo que no es una conquista cualquiera, porque en tal caso terminaría en tu departamento —discurrió la mujer.
—No te apures, que yo mismo desconozco lo que me atrae de ella. Tal vez, de mujer a mujer, averigües algo de su vida… —insinuó.
—Mmm… bandido. Tanta cautela me dice que no querés meter la pata con esta chica. Te gusta, ¿eh?
—Desde que la vi, nana. ¿Me creés?
—Como si te conociera —bromeó Irma, que lo había cuidado durante la larga enfermedad de su madre—. Espero que sientes cabeza, muchacho. Me moriré más tranquila si te dejo en compañía de una mujer y varios críos.
Marcos la abrazó y aún se reía cuando subió al auto. Irma entró a la casa y encontró a Leonora parada en medio de la habitación.
—¡Qué descortés de mi parte, querida! ¡Yo demorada y vos de pie! Vení a la cocina, por favor. Querrás comer algo.
—En realidad, lo único que quiero es dormir —adujo Leo.
—Una sopa caliente impedirá que se interrumpa tu descanso —arguyó la mujer con autoridad—. En media hora estarás en la cama.
Leonora, resignada, la siguió hasta la cocina. La hizo sentar a una mesa pequeña cubierta con un mantel rayado en colores, y poco después colocó delante de ella un tazón humeante. El aroma que desprendía era tan gustoso como el sabor. El consomé le recuperó el ánimo y aceptó otra porción que le ofreció la mujer.
—Gracias, Irma —le dijo después de acabar el segundo plato—. Estaba deliciosa. Me siento como si me hubieran inyectado un estimulante.
—Lo mismo decía Quito cuando volvía de los entrenamientos —afirmó con una sonrisa.
—¿Quito?
—¡Ah, sí, querida! De Marquito. Me hacía renegar tanto cuando era chico, que le abrevié el nombre para no cansarme.
—Me dijo que eran parientes —comentó Leo.
—Para mí, es como un hijo. Tuvo la desgracia de que su mamá enfermara apenas lo destetó, y yo fui contratada para cuidarlo. Amanda nunca se recuperó y falleció cuando él tenía doce años. Después que creció, me quedé en la casa para las tareas domésticas, y cuando se hizo cargo de la hacienda me regaló esta casa y me obligó a jubilarme. Me visita cada semana y cuida de que no me falte nada. Es un hombre cariñoso y agradecido, muchacha. Además de buen mozo, ¿verdad? —la afirmación requería una respuesta.
Leonora declaró cordialmente: —en otro momento me lo hubieras vendido, Irma. Pero hoy toda mi energía afectiva está con mi amiga enferma.
A instancia de la mujer, revivió los sucesos de los últimos días. Cuando terminó, su rostro se había ensombrecido. Irma se acercó para abrazarla: —¡Ay, niña! Yo conocí a la madre y a la abuela de Camila. Si las dos hicieron una vida bastante normal, es seguro que ella saldrá de la crisis —la confortó—. Ahora te mostraré tu habitación para que te acomodes.
Leonora asintió y buscó el bolso. Se duchó en el baño que estaba entre los dos dormitorios y poco después, ganada por el cansancio, se durmió.

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