Leonora recorrió
las diez cuadras tratando de adaptarse a la nueva realidad. El soñado viaje de
placer se había transformado en una pesadilla. El viaje… Sospecho que está perdido, pensó.
Avistó el
edificio de la clínica que ocupaba más de media manzana. Estaba enclavado en
medio de un abigarrado jardín cuyo verde destacaba el blanco de la estructura.
Subió la escalinata central hasta la puerta automática que se deslizó a su
paso. Un guardia de seguridad la atajó a la entrada.
—¿Señorita…?
—Busco al doctor
Ávila.
—En este momento
está recorriendo los pabellones. Si me da su nombre la anunciaré.
—Dígale que soy
Leonora Castro, amiga de Camila.
—Tome asiento,
por favor —indicó de modo amable y se alejó por los brillosos pasillos.
Regresó, para el
sentir de la joven, después de una eternidad.
—El doctor la
atenderá en media hora —la previno.
—Está bien.
Gracias —le respondió ocultando su ansiedad.
El hombre no se
movió. Esbozó una sonrisa como invitando a un diálogo. Ella le respondió por
reflejo antes de que él dijera: —Usted es nueva por aquí. ¿Hace mucho que se
mudó?
—No. No vivo aquí
—arriesgó una aclaración con la esperanza de obtener alguna pista—: estoy
buscando a una amiga, Camila Ávila. Me informaron que está internada aquí.
—No sé decirle,
señorita —vaciló el guardia—. Yo solo custodio la puerta.
Un timbre agudo
suspendió la charla. El hombre atendió el celular y se retiró con una disculpa.
Una hora después el médico se presentó ante una Leonora casi desquiciada por la
espera. Lo vio desde lejos y le impresionó casi tan joven como ella. Vestía el
tradicional guardapolvo blanco y caminaba con elegancia. Al acortar la
distancia calibró que tenía varios años más, lo que no le restaba atractivo.
Como la sonrisa, que hizo ostensible al tenderle la mano.
—¿Leonora,
verdad? —articuló en medio del firme apretón.
—Doctor Ávila…
—deslizó la muchacha.
—Matías, para
vos. Me dijo Luis que sos amiga de Camila.
—Sí. Y como no
tuve noticias de ella, vine a buscarla. Nos íbamos de viaje mañana —aclaró como
una disculpa.
Él la miró casi
piadosamente. Se tomó tiempo para decirle: —Lamento darte esta noticia. Camila
entró en crisis apenas la recogí en la estación.
—¡Me escribió
desde el velatorio diciéndome que había llegado bien y que estaban por
trasladar el féretro a la bóveda familiar…! —exclamó Leo, alterada.
—Ese era el plan
—precisó el médico—, pero tuve que traerla hasta aquí para tranquilizarla.
—¡Quiero verla!
—exigió la joven.
—Hoy no, Leonora
—negó Matías con firmeza—. Está sedada y pretendo que nada altere su descanso.
Supongo que querrás que Camila se recupere cuanto antes. Te aconsejaría que
vuelvas a Rosario y esperes a que me comunique con vos. Es muy probable que
puedas visitarla antes del próximo fin de semana.
—¿Qué? —casi
gritó Leo—. ¡Quiero verla cuanto antes, aunque sea dormida!
—Entiendo tu
preocupación, pero yo soy su pariente más cercano y mi especialidad me avala
para atenderla —puntualizó con frialdad—. Tengo tu teléfono y serás notificada
del momento apropiado para verla.
—¡Por favor…!
—rogó la muchacha al borde del llanto—, ¡un segundo nomás! ¡Lo suficiente para
comprobar que alienta!
El médico la miró
consternado. ¿Suponía que estaba muerta? Quiso ahorrarse problemas: —Está bien
—accedió—. Con una condición: una mirada sin perturbar su reposo.
—¡Te lo prometo!
—prorrumpió Leo dispuesta a jurar cualquier cosa.
Lo siguió hasta
el ascensor al que ingresaron en compañía del guardia. Al llegar al tercer
piso, el médico abrió la gruesa reja con una llave. Hizo lo mismo frente a una
habitación identificada con el número treinta y tres. Antes de franquearla le
recordó, con la mirada, su compromiso de no interferir. Ella hizo un gesto de
aquiescencia y lo secundó. Matías se apartó para que pudiese ver la cama adonde
yacía su amiga. Ahogó una exclamación de pena ante la pálida durmiente, tan
lejana su imagen de la vivaz amiga que había despedido el jueves a la mañana. Una
botella de suero estaba conectada a uno de sus brazos amarrados y, para su
alivio, porque desde la distancia no podía asegurar que respiraba, el monitor
de control de los signos vitales mostraba actividad. El facultativo presionó su
brazo con suavidad para indicarle que salieran. Caminó detrás de él como
sonámbula. Recién al llegar a la planta baja, preguntó temerosa: —¿se repondrá?
—Es lo que espero
—dijo él, consolador—. Pondré todo mi empeño en ello.
—¿Por qué la
tienen atada?
—Para evitar que
se haga daño a sí misma si despierta presa del delirio —hizo una pausa—. Ahora
que la viste, podrás esperar noticias en tu casa.
Leonora no
respondió. Se dijo que no valía la pena iniciar ninguna discusión. Se sentía
como si le hubiera pasado una aplanadora por encima. Antes de tomar alguna
decisión, debía ordenar sus pensamientos.
—Gracias Matías
—manifestó sin comprometerse—. Estaré pendiente.
Pisó la vereda
del sanatorio y aspiró una bocanada de aire como si el ambiente que acababa de
abandonar estuviera contaminado. El reloj indicaba la una de la tarde. Bajo un
impulso irracional, se lanzó a la ruta camino a Rosario. En su departamento,
cargó un bolso con ropa, artículos de higiene personal y la tablet, y a las
siete de la tarde estaba de regreso en Vado Seco. Se detuvo en la estación de
servicio, lugar confiable por instinto. Antes de ocupar una mesa, solicitó
información al joven encargado: —¿Conocés algún hotel para alojarme unos días?
—Aquí no hay
hoteles, pero podría hablar con doña Irma —le dijo—. Estoy seguro de que te
recibirá. Si esperás a que venga mi papá a reemplazarme, te acompaño.
—Está bien. Ahora
quiero un café y un tostado —le pidió.
—Sentate que
cuando esté listo te lo alcanzo.
—Gracias —se
estaba yendo y se volvió—. Yo soy Leo. ¿Cuál es tu nombre?
—Mario —sonrió el
muchacho.
—Gracias, Mario.
Has sido muy amable conmigo —retribuyó la sonrisa y se alejó hacia la mesa.
El chico, eufórico,
se abocó a preparar el pedido. La escasa afluencia de clientes le permitió
observar a la joven que mordisqueó sin ganas el sándwich para dejarlo en el
plato. Mientras bebía el café, se pasó el dorso de la mano por la mejilla.
¿Está llorando? De buena gana la consolaría. Pero me
va a sacar corriendo. ¿Quién soy yo para meterme? Seguro que Silva se animaría.
¿Y si lo llamo? Para informarle, nomás.
Sacó la agenda de
su padre del cajón del mostrador y buscó el celular del hombre.
—¿Qué pasa,
Antonio? —indagó Marcos reconociendo el teléfono del dueño del local.
—Soy Mario, señor
Silva. Quería decirle que la chica volvió —susurró como si ella pudiera oírlo.
—¡Ah…! ¿Y qué te
parece que puedo hacer?
—No sé. Pero me
parece que recibió una mala noticia. Se la ve muy triste… —explicó, arrepentido
de su audacia.
—Está bien,
Mario. Dejalo por mi cuenta —lo tranquilizó, al notar el tono contrito del
joven.
Se levantó y
anunció al grupo de amigos con los que estaba reunido: —me voy muchachos —sacó
un billete y lo dejó sobre la mesa del bar.
—¡Eh…! ¡Que me
dejás rengo para el torneo de billar! —protestó Jorge—. ¿Qué catástrofe te
reclama?
—Lo lamento,
viejo. Me necesitan. Dejemos el torneo para la próxima —replicó mientras salía.
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