Corrieron hacia la casa bajo
la espesa llovizna que se desprendía de la bóveda gris. Los hombres se habían
detenido en la entrada para recuperar las plantas de los macetones quebrados
por la caída. Ellas insistieron en ayudar a Etel con la comida del mediodía,
momento en que la corriente eléctrica fue repuesta tal como se había anunciado.
La sobremesa la hicieron en la galería, ideal observatorio del desapacible día.
—Cuando mejore el tiempo
—sugirió Alejo—, deberían visitar las cuevas de Cerro Colorado. Las encontrarán
muy atractivas como futuras antropólogas.
—¿Están muy alejadas de Nono?
—se interesó Julia.
—A cuatro horas. Pero tengo un
amigo en Mina Clavero que nos podría llevar en helicóptero —ofreció Alen.
—¡Ah…! —se deleitó la joven—,
¡es la experiencia que me faltaba!
La mirada de Alen le argumentó
que él podría depararle experiencias mucho más fascinantes. Le hurtó los ojos
por no develar su oculta aceptación, asombrada de cuán natural se le estaba
haciendo la posibilidad de intimar con ese hombre.
—¡Nos luciríamos en la Facu, Julia! ¿No te parece?
—dijo Mari con entusiasmo.
Ella sonrió como los presentes
ante la exaltación de su amiga.
—Aceptado, entonces —le
respondió a Alen.
Él hizo un gesto de aprobación
y se abocó a localizar a su amigo. Poco después anunció: —Hecho, gente. Pasado
mañana, de componer el clima, nos espera a las nueve en el aeródromo.
—¡Fantástico! —aplaudió
Marisa—. Y ahora, ¿qué se puede hacer en una tarde lluviosa?
—Dormir la siesta —opinó Rolo
en tono casual.
—Nada más acertado, muchacho
—aprobó Alejo—. ¿Vamos, querida? —se dirigió a Etel.
La mujer se incorporó con una
sonrisa: —Cuando nos levantemos, tomaremos unos mates —formuló antes de seguir
a su marido.
—Andando, lindura —Rolando
asió la mano de su novia y la impelió contra su cuerpo—. Nos vemos… —saludó a
su hermana y Alen mientras guiaba a Mari hacia la escalera.
—Chau —articuló Julia.
Se arrellanó en el sillón y se
esforzó por mantener el rostro impasible ante la peregrina idea de dormir una
siesta con Alen.
—Ya que no podemos imitar a
los que se fueron —dijo él como si hubiera intuido su fantasía—, ¿qué te parece
si escuchamos un poco de música?
—Me gustaría —murmuró
sofocada.
Alen manipuló el equipo de
audio y se sentó frente a ella. La música melódica era el fondo perfecto para
la nostálgica tarde lluviosa. La mente del hombre era un crisol ardiente de
pasiones. Muchachita esquiva, si pudieras
imaginar lo feliz que te haría ya hubieses aceptado estar conmigo. Me muero por
besarte, por tenerte, ninguna mujer me provocó estas ansias que solo vos podés
calmar. ¿Cómo llegarte? ¿Cómo vencer tu desconfianza? En mis brazos te
olvidarías del mundo…
Incitado por su pensamiento,
se levantó y le tendió la mano. Respondió con una pregunta a la mirada
interrogante de la joven: —¿Bailamos?
Ella le confió su diestra en
forma instintiva y él le ciñó la cintura con delicadeza. Se movió lentamente,
traspasado por la plena conciencia de su cercanía. Se impregnó de su perfume,
la tibieza de su aliento, la progresiva abdicación de su cuerpo. Julia se
abandonó a la sensualidad del momento y apoyó la cabeza sobre el pecho de Alen.
No había otro lugar adonde quisiera estar en ese momento. Los labios de él se
deslizaron hacia los suyos en una suave caricia que la hizo estremecer. El
hombre suspendió la danza y profundizó el beso invadiendo el interior de su
boca. Sus lenguas se exploraron mutuamente hasta quedar sin aliento.
—¡Julia…! —murmuró Alen con la
voz enronquecida—, ¡Te quiero amar…!
El reclamo directo la sacudió
porque sintonizaba con su deseo. Él volvió a besarla y la exhortó: —Salgamos de
acá…
—¿Adónde? —preguntó
temblorosa.
—A mi casa.
La joven miró los ojos que
expresaban una apetencia tan poderosa que aniquiló todas sus aprensiones.
—Vamos —aceptó.
Alen la abrazó exultante y se
detuvo antes de salir: —les voy a dejar una nota para que no se preocupen
cuando se levanten.
Julia leyó: “nos fuimos de
paseo”. Él la tomó de la mano y la guió hasta la cochera. El viaje en auto no
llevó más de diez minutos. La vivienda estaba ubicada en un barrio de modernos
chalets con parecidas características arquitectónicas.
—Este es mi refugio —dijo Alen
cuando bajaron del coche—. Formamos un fideicomiso con varios colegas para
comprar el terreno y afrontar la construcción.
—Son muy bonitos —opinó ella—,
y la forestación los realza.
—Gracias —sonrió Alen.
La enlazó por el talle y
caminaron hacia el ingreso. Julia cayó en la cuenta del paso trascendente que
había dado cuando él franqueó la puerta de entrada. Su cuerpo se tensó en un
amago de resistencia que no pasó inadvertido para el hombre. Aparentando no
darse cuenta, invitó con gesto solícito: —¡Adelante! Vas a probar un café hecho
con granos recién molidos.
La salida extemporánea la
desconcertó. Escrutó el rostro varonil atravesado por una expresión traviesa no
exenta de ternura, y se largó a reír. Él, acentuando la mueca divertida, apretó
su cintura y la impulsó al interior. La sala de estar era espaciosa y estaba
amueblada con estilo. El ancho ventanal que daba al exterior estaba cubierto
por un cortinado que resguardaba el ambiente de miradas indiscretas. Julia lo
siguió hasta una de las puertas emplazadas al fondo de la estancia. La cocina
era amplia y las paredes claras le daban un toque luminoso aún en ese día
nublado. Alen sacó el molinillo y el paquete de café de la alacena y lo dispuso
sobre la mesada.
—¿Me dejás molerlo a mí?
—preguntó Julia con el entusiasmo de una chiquilla.
Alen le tendió el paquete con
una sonrisa embelesada. Sus dedos demoraron en apartarse, para prolongar el
contacto con la mano femenina. Desbordado por sus sentimientos, soltó la bolsa
y apresó el brazo de Julia para guarecerla contra él. Ella se sintió naufragar
en la profundidad de las pupilas grises que se habían oscurecido como la
sonrisa en el serio semblante. Cerró los ojos y se rindió al beso irreprimible
que indagó cada vericueto del interior de su boca. Respondió a la caricia
conquistada por la pasión masculina que descifraba su intenso anhelo de amar y
ser amada. Se entregó al contacto del cuerpo viril transfigurado por el deseo
que la proyectó a un paisaje de honda voluptuosidad.
—¡Julia… Julia…! —balbuceó
Alen presionando sus glúteos sobre su inocultable erección.
Sin dejar de besarla la
arrastró hacia la puerta contigua. El sonoro eco del timbre los paralizó antes
de abrirla. Él la miró como alucinado, apoyado sobre la abertura que conducía
al dormitorio. Julia fue la primera en reaccionar. Su carcajada sorprendida se
mezcló con los insistentes timbrazos que anunciaban que su ejecutor no se daría
por vencido. Acarició la mejilla del hombre, se empinó sobre los pies, le dio
un beso de consuelo y lo conminó: —andá a abrir antes de que nos deje sordos.
Yo voy a preparar el café.
Recogió el paquete del piso y
pasó a la cocina. Estaba estudiando el funcionamiento del molinillo cuando
escuchó que Alen abría la puerta. La imagen del rostro atónito de su frustrado
amante le arrancó una risita. Introdujo los granos en el compartimiento y, la
voz que Alen no pudo sofocar, interrumpió la maniobra siguiente.
—¡Cariño! ¡Ya sabía yo que la
providencia me detuvo! Me voy mañana, así que podemos gozar de esta tarde
propicia para el amor… —la declaración femenina seguida de un silencio, no daba
lugar a equívocos.
Julia se mantuvo en suspenso.
La curiosidad la dominaba. ¿Cómo respondería Alen a esa invitación directa? Se
asombró de la tranquilidad con que tomaba el incidente. Era obvio que la
descalificada mujercita que salió de Rosario había evolucionado hasta la mujer
segura de sí misma que esperaba el desenlace sin inquietud. Él hablaba en voz
baja y la mujer había atemperado la voz. Julia decidió, ya que el clima estaba
frustrado, intervenir en el diálogo.
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