martes, 19 de agosto de 2014

ENTRE CAPÍTULOS - Relatos breves



NOTICIAS
Cuento seleccionado en el Concurso Hispanoamericano de Poesía y Cuento Corto "ISAAC ASIMOV"

El agudo gemido del despertador se filtró en su sueño y, como todas las mañanas, Telma alargó el brazo para detenerlo. A continuación, con el hábito originado por muchas jornadas de quedarse dormida, lo corrió a la posición de radio para que los primeros informes del día le rasquetearan la pereza. El locutor la puso al tanto de los índices de desocupación, las marchas de protesta, el vaciamiento de los hospitales públicos, el aumento de impuestos, los enriquecimientos ilícitos, el actual periplo de la presidente con su corte de funcionarios. Decidió que, desde mañana, sintonizaría una FM con música para despertarse, porque después de todo: ¿qué ganaba con mortificarse ante una realidad que no podía cambiar? Como decía su jefe: algunos formaban parte de las noticias y otros las hacían. Estiró brazos, tronco y piernas. Apartó la ropa de cama, se puso las chinelas y, todavía aletargada, caminó hacia el baño. Cuando el agua de la ducha repiqueteó en su piel, recuperó la conciencia de su cuerpo. Salió envuelta en una toalla. En el dormitorio se secó la cabeza y sin vestirse todavía, marchó a la cocina para desayunar. Una buena taza de café con poca leche y dos tostadas untadas con manteca y mermelada. Comió con fruición. Dejó el pocillo en la pileta y volvió al dormitorio para cambiarse. Eran las siete y treinta de la mañana de un día lunes. Como anunciaban tiempo fresco, eligió un trajecito de mangas largas. Lo completó con una remera de mangas cortas por si fallaba el pronóstico. Hoy estaba de expedición. Así calificaba Telma a los días ajetreados. Desde las ocho y cuarto y hasta las diecisiete horas trabajaba en una oficina. A las diecisiete y treinta se reuniría en un bar con Julia y Ernesto para completar la tarea de inglés (y tomarse un cafecito, desde luego). A las dieciocho y treinta tendría la clase de idioma. A las veinte horas trotaría hasta el centro para comprar el regalo de Silvia. Y a las veintiuna horas graciasadiós estaría confortablemente instalada en la confortable silla de la confortable parrilla donde se celebraría el cumpleaños. Hablando de confort… optó por un par de sandalias cómodas de taco mediano. Era el calzado más práctico que tenía. Los tacones bajos y las zapatillas no cuadraban con su escaso estilo deportivo y con su aspiración de ser “secretaria ejecutiva”. Hacia este proyecto estaban dirigidos todos los cursos y jornadas, y la disposición de una buena parte de su tiempo libre en horas extras que esperaba le fueran reconocidas en el futuro. Se pintó los labios, se acomodó el pelo y llamó a un taxi por teléfono. Bajó enseguida. Antes de trasponer la puerta del palier vio al coche de la compañía. Cruzó la calle y el taxista le abrió la puerta desde adentro. Charlaron amigablemente y le indicó que la dejara a dos cuadras de su lugar de trabajo. Aún era temprano y podría caminar pausadamente mientras fumaba el único cigarrillo de la mañana. Le pidió el ticket para poder recuperar el costo del viaje y cruzó la plaza aspirando el humo con deleite. A las ocho y doce minutos el semáforo de la esquina le franqueó el paso hacia el inmueble adonde estaba instalada la empresa que la contrataba. A las ocho y trece minutos no pudo encontrar el edificio. Observó el lugar en el que tendría que estar su oficina. Había un tapial deteriorado que aparentemente ocultaba un terreno. Caminó hacia la casa lindante para verificar la numeración. Y ¡sí!, era la correcta: mil doscientos cincuenta y siete. Fue hasta la esquina para confirmar el nombre de la calle. El letrero ratificaba: ‘Santa Fe’. Habiendo comprobado estos datos concluyó que, pese a la familiaridad de la casa de al lado, ella debía trabajar en la cuadra siguiente. Preocupada por lo ajustado de la hora caminó aprisa. Buscó el mil ciento cincuenta y tres de la calle Santa Fe. “¡Pero si aquí trabaja mi prima!”, pensó Telma. Volvió sobre sus pasos, rebasó el terreno y esta vez llegó al mil trescientos cincuenta y tres de la misma calle. Allí estaba el quiosco adonde siempre compraba cigarrillos. Angustiada, decidió confiar su aturdimiento a la dueña del negocio. Con el correr de los años habían establecido una afable relación. Abrió la puerta y lo primero que la golpeó fue la expresión en los ojos de la mujer: amable actitud de vendedora hacia posible cliente.
—¡Rosa!... —exclamó Telma.
La mirada de la mujer se tornó cuidadosa.
—¿La conozco de algún lado? —preguntó.
—¡Soy Telma! —le dijo con un gesto incrédulo.
—Lo siento. Seguramente es nueva por aquí y por eso no la reconozco.
—¿Nueva? ¡Hace veinte años que trabajo en la misma empresa y diez que soy tu cliente!
—No, está confundida. Yo es la primera vez que la veo —dijo. Y sus ojos no lo desmentían.
Telma se negaba a creer en lo que escuchaba. Un intento de protesta murió ante la frialdad de Rosa. Salió del negocio y cerró la puerta. Sus dedos se demoraron en el picaporte. “¿Adonde iré?”, se preguntó.  “¡A ver a Lidia!”, se respondió esperanzada. Por lo menos el edificio donde trabajaba su prima seguía en el mismo lugar. El terreno vacío era una burla obscena que aceleró sus pasos. Sin aliento, subió los escalones hasta la puerta de ingreso. Pensó que debía tener un aspecto extraño por las miradas que la asediaban. Esperó impacientemente el ascensor y entró antes de que la puerta terminara de abrirse. Marcó el piso doce. En el trayecto, se miró en el espejo. ¿Esa mujer pálida y conmocionada era ella? ¿Qué paradoja la restituyó al olvidado cosmos de la inseguridad? Se volvió dejando la inquietante imagen acechando a su espalda. El elevador se detuvo. Salió con el mismo impulso con el que había entrado. ‘Romano & Asociados’ funcionaba en la primera oficina a la izquierda del ascensor. Abrió la puerta. Lidia estaba en su escritorio. Reanimada, se inclinó sobre el mostrador y sin esperar a ser atendida, la llamó:
—¡Lidia!...
Su prima se volvió. El alivio inicial tropezó contra una máscara de Lidia que nunca había advertido.
—¿A mí me busca…?
¡También la trataba de usted! Un usted impersonal, distanciador. Telma, que no quería ser desconocida delante de los otros empleados, le preguntó:
—¿No podríamos hablar a solas, en alguna parte, sólo por un momento?
Su prima, o quien fuera, se dirigió renuentemente hacia el extremo derecho del mostrador. Intuyendo que no tendría otra oportunidad, Telma la interpeló:
—¿Tu nombre es Lidia Ramírez?
—Sí —le respondió la nombrada con sequedad.
—¿Y tu madre se llama Lucía López?
Le contestó con otra pregunta:
—¿A qué viene este interrogatorio?
—A que si sos hija de Lucía López, yo soy hija de Antonia López su hermana, y vos y yo somos primas.
—Soy Lidia Ramírez y mi madre Lucía López. Pero mi tía Antonia no tiene hijas mujeres —le espetó con irritación—. No comprendo esta burla. ¡Es mejor que se retire antes de que llame al personal de seguridad! —terminó mientras volvía a su mesa.
Telma no dudaba de la seriedad de su amenaza. Retrocedió sin dejar de mirarla mientras se preguntaba con quien había hablado realmente.
Llegó a la calle sin guardar conciencia de sus movimientos. Una súbita agorafobia la impulsó a hacer señas a un taxi. Cerró la puerta del coche aislándose del hostil exterior. Dio las señas de la casa de su madre. Sin esperar el vuelto, bajó del auto y se precipitó hacia la puerta donde vivía su progenitora. Tocó el timbre y aguardó expectante la presencia consoladora. Escuchó deslizarse la mirilla y sonrió al observador invisible.
—¿Quién es? —preguntó una voz distorsionada por el micrófono, pero innegablemente propiedad de su madre.
—¡Telma, mamá! —contestó con impaciencia.
—¿Quién?
—¡Telma! —gritó, renegando de la gente terca que rechaza los audífonos.
—Debe estar confundida. No conozco a ninguna Telma.
—¡Por favor, mamá…, abrime que no estoy para bromas! —casi sollozó.
Volvió a escuchar el ruido metálico. La rejilla se había cerrado. Los pasos se alejaron y con ellos la esperanza. Trastornada, golpeó la puerta con violencia, pulsó el llamador largamente, gritó su frustración. Se alejó instintivamente cuando escuchó una sirena. Al llegar a la esquina se volvió, para descubrir que un móvil de la policía estaba estacionando frente a la casa de su madre. Un borroso presentimiento la empujó detrás de un árbol viejo y desgajado. Desde ese punto vio a un agente tocar el timbre y a su ¿madre...? salir inmediatamente. Los gestos eran elocuentes. Fundida con el tronco esperó a que desapareciera el auto policial. Tras un largo rato volvió a asomarse. Sólo algunos transeúntes caminando por la calle. Tomó otro taxi: “Córdoba y Paraguay”, indicó. Ahora se dirigía a la casa de Andrea, compañera de trabajo y de sección. Antes de visitarla debía tranquilizarse. Además descubrió que lo que más deseaba en medio de este embrollo, era un café bien caliente. Entró a un pequeño bar de la esquina, eligió una mesa alejada de las ventanas (como si tuviera que esconderse) y ordenó el café. Cuando abrió su cartera para pagar, se percató que en el organizador interior no se asomaba el plástico violeta que forraba su documento de identidad. Revisó con minuciosidad todos los compartimentos e inventarió cosméticos, lapiceras, clips, pinza de depilar, lima de uñas, gafas de sol, un frasco de perfume y varios billetes grandes. (“Ay, nena, siempre con tanta plata encima… alguna vez te vas a llevar un disgusto”). Esa era su verdadera madre. Pero ahora era un alivio poseerlos ante la desaparición (¿porqué desaparición, y no olvido o extravío?) de sus documentos personales, sus tarjetas de crédito, su agenda electrónica, su celular y sus llaves. Cerró la cartera y salió a la calle. Andrea vivía por Paraguay. Buscó el séptimo “A” en el portero eléctrico, apretó el botón y esperó. Después de un tiempo prudencial, lo volvió a pulsar. Vio a la portera lustrando la baranda de bronce de la escalera y golpeó el vidrio para llamar su atención. La mujer se acercó y abrió la puerta (este sería el gesto más amistoso que recordaría de ese día).
—Buen día —la saludó.
La portera hizo un movimiento con la cabeza.
—¿No sabe si las propietarias del séptimo “A” han salido? —preguntó con ilusión.
—¿Salido? Hace tiempo que ese departamento está desocupado.
—¿No viven ahí la señora de Meyer y su hija Andrea? —insistió.
—Señorita, le dije que está desocupado —reiteró la mujer con paciencia.
—¿Este es el edificio Torre II de Paraguay 866? —perseveró en el interrogatorio.
—Así es. Y si busca aquí a esa señora y su hija, le dieron mal la dirección —dijo con tono concluyente y cerró la puerta.
Telma sacudió la cabeza con una mueca de desconcierto. Sin su agenda le sería imposible ubicar a Julia y Ernesto antes de la reunión de la tarde. Pero sí podría llegarse hasta el domicilio de Silvia. Vivía a tres cuadras de donde estaba. Caminó con menos expectativa que en los primeros intentos. Y aún menos se asombró cuando una desconocida le aseguró que hacía tiempo que vivía allí y no había oído nombrar ni a Silvia ni a su familia. A las siete de la tarde seguía sola en el bar. A las ocho había perdido el deseo de experimentar más fracasos. Se negó a ir al Instituto de Inglés, donde ya sabía que no estaba matriculada, y a una parrilla en la cual no se celebraría ningún cumpleaños. ¡Basta de búsquedas por hoy!
Miró el puñado de billetes que le quedaban. Debía encontrar un lugar para dormir. “Esta noche un hotel, pero mañana me pongo a buscar una pensión”, se dijo con prudencia. A ese dinero tendría que estirarlo hasta conseguir otro empleo.
El Hotel de La Cortada era económico y aseado. Tuvo que pagar por adelantado porque no traía equipaje. A las nueve de la noche estaba refugiada entre sábanas limpias. No había ningún radio reloj sobre la mesa de luz. No le importó. Ya formaba parte de las noticias que otros cambiarían por música a la mañana siguiente.

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