domingo, 6 de junio de 2010

LA HERENCIA - XIX

-¡Aaah, qué delicia! -exageró Mariana saciando la sed con un vaso de naranja.

-Tomá más despacio, hija -Emilia mordió las palabras mientras lanzaba una mirada de disculpa hacia el invitado.

Mariana apoyó la copa vacía sobre la mesa y, riendo, se dirigió a los hombres:

-Perdón, caballeros, por mis toscos modales. Pero me moría de sed... -dijo con un mohín seductor que aceleró el pulso de Julián.

Los portavoces del sexo fuerte se amontonaron en la protesta de que no había nada de que disculparse. Emilia ocultó una sonrisa. La expresión arrobada del muchacho le dijo que estaba perdido. No había nada que su hija pudiera hacer para desalentarlo. Y eso la ponía curiosamente contenta porque notaba que Mariana compartía la mutua atracción.

-Si te quedás a cenar -dijo Luis- agasajaremos a las damas con un asado.

-¡Sí, Julián! -exclamó Mariana- después te alcanzo con el auto hasta la salida.

-No pensaba negarme... -adujo el joven, que disfrutaba cómodamente la compañía de sus vecinos.

-¿Encontraste la carpeta? -Emilia se dirigió a su hija.

-Sí, mamá. Y aquí... -hizo una pausa mientras pasaba las hojas- está la firma de papi -se la extendió.

La mujer observó con detenimiento los trazos enérgicos. Era, sin dudas, la rúbrica de su marido. Después echó una mirada sobre los signos y le pasó las fojas a Luis. Éste hojeó el legajo y lo devolvió a la muchacha quien esperaba una respuesta de su madre.

-Sí, nena, es la firma de tu padre, aunque un poco distinta por los años transcurridos -señaló los símbolos:- ¿Será un idioma gráfico? No sabía que Edmundo conociera más lengua que la española.

-Hay muchas cosas más que no sabés de papá -la voz de la hija traslució reproche.- ¿Cómo se puede vivir al lado de alguien que oculta gran parte de su vida?

El rostro de Emilia se ensombreció. La reprobación de Mariana le dolió por lo certera; porque ella se mantuvo ajena a la vida anterior de Edmundo cuando comprendió que indagar los alejaba. Estaba tan enamorada que no hubiera admitido ninguna acusación de felonía. La convivencia, el posterior nacimiento de Mariana, el consuelo de su compañía cuando una dolencia le quitó la posibilidad de volver a concebir, diluyeron los reparos éticos del comienzo de su matrimonio. No. De nada podían quejarse las dos mujeres. Fue marido y padre amoroso. Alrededor de la mesa el silencio se amalgamó entre las palabras de la hija y la reflexión de la madre. Emilia le habló a Mariana:

-Admito mi responsabilidad, querida, pero nada he conocido de tu padre que pudiera avergonzarme o apenarme. Acepté lo que me ofrecía porque lo amaba. Tal vez un día me entenderás... -sonó compungida. Se repuso y declaró con firmeza:- Juntos, compartimos el presente y construimos el futuro para vos. ¿No corriste riesgos al compartir dos vidas de las cuales no tenías referencias...?

-Yo, no tenía más remedio -rebatió la muchacha- pero tampoco me quejo de mis padres -se acercó a Emilia y la abrazó:- Perdoná mi lengua larga, mami. Te quiero -sostuvieron la caricia por un momento y se separaron sonriendo. Mariana reiteró:- Insisto en que no podría vivir con alguien que esconda cosas...

Emilia movió la cabeza ante la porfía de su hija. Cuando miró a los espectadores, cayó en la cuenta de que el mensaje tenía otro destinatario. Sus ojos exploraron el firmamento. La tarde se recostaba en un lecho flamígero mientras las primeras estrellas anticipaban la noche. La voz de Luis la sacó de la contemplación:

-Emilia, ¿pasamos revista a las provisiones?

-Sí -contestó, y lo siguió hacia la casa.

Los más jóvenes permanecieron sentados. Los gorjeos de los pájaros noctámbulos se perdían en la brisa que agitaba el pelo de la muchacha.

-Por las dudas, nomás -aclaró Julián.- No acostumbro a guardar secretos.

-¿Por qué me lo aclarás?

-Por si alguna vez te propongo que vengas a vivir conmigo.

Mariana prefirió no contestar. Se acomodó en posición de loto y manoteó la carpeta para centrar la vista en cualquier objeto que no fuera la mirada del hombre. Observó los signos laxamente, sin esforzarse por encontrarles significado. Sus ojos se desenfocaron involuntariamente y el rostro perdió lentamente la expresión.

-¿Mariana...? -llamó Julián, inquieto.

Ella no respondió. Separó las hojas exactamente donde estaba la firma de su padre y recitó monótonamente:

-Son dos los elementos cuya conjunción se transmutará en la quintaesencia del bien o del mal. Cuando la reina llegue, aunque no la veas, estará detrás del último par del último cuadrante cabal ulterior a tu presencia. Invócala. Ábrete a su esencia sagrada y déjate guiar en la morada de las sombras. No abandones su mano por ninguna otra porque serás inmolada a los dioses de la oscuridad. Ella te sostendrá cuando por tu elección estalle la luz que disipe las tinieblas. Detrás del amor acechan la muerte y la iniquidad. Recházame. Purifícame. No te confunda el engaño. Seré por ti...

-¡Mariana...!

El grito de Emilia, estremecida por el estado catatónico de su hija, detuvo el discurso de la muchacha y restituyó la luz a sus ojos.

-¡Mamá...! ¿Qué pasa?

-Que estabas leyendo los símbolos. ¡Éso pasa! -la tomó por los hombros y la miró como si la desconociera.

Julián y Luis observaban la escena sin atreverse a intervenir. Las mujeres permanecían inmóviles; Emilia siguió sosteniendo los hombros de la hija y controlando las emociones que pugnaban por aflorar al rostro. Luis, que había escuchado junto a ella la letanía de Mariana, no discernía si la expresión temerosa de la mujer era por la joven o por ella misma. Un escalofrío lo recorrió al evocar la apatía de la muchacha. Mariana reaccionó antes que él decidiera romper la inercia del momento.

-¿Hablás de la carpeta...? -antes de que su madre contestara, la hojeó sin mostrar señales de comprensión.- Mal puedo leerlos si no los entiendo.

Emilia bajó los brazos y enfrentó la mirada interrogante de la muchacha. Esta era su hijita de nuevo, pensó. Debería explicarle que estuvo en un trance que le permitió interpretar los jeroglíficos. ¿Cómo hacerlo? Buscó la mirada de Luis quien, como siempre, acudió en su ayuda. El hombre se acercó a Mariana y la tomó de las manos.

-Querida -le dijo con voz grave- por un momento accediste a penetrar en este texto. Nos preocupamos porque estabas como ida y porque, por lo menos a mí, se me escapa el sentido de las palabras. ¿No te acordás de nada?

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