domingo, 8 de marzo de 2009

LAS CARTAS DE SARA - IX

Nadie se arriesgó a responder. Dante alentó a Nina con un gesto para que siguiera leyendo. El sol iluminaba la amplia estancia dejando en el olvido la tormenta nocturna. La joven observó el jarrón adornado con un ramo de flores coloridas que su madre había dispuesto cerca de la ventana.

-¿Las trajiste vos? –se dirigió a su novio.

-Creí que te costaría despabilarte unas horas más hasta que las vieras -le respondió con una sonrisa burlona.

Ella, a modo de agradecimiento, le tiró del pelo y con voz clara continuó con la lectura:

“Nina querida: Perdón y perdón por haber dejado transcurrir dos semanas sin escribirte. Aunque mis días parecen tener menos de veinticuatro horas, al menos me mantengo al tanto de tu recuperación cuando el servicio telefónico me lo permite. ¿Me preguntás qué pasa con el teléfono? No sé. Ni los aparatos fijos ni los celulares se salvan de este extraño fenómeno eléctrico que perturba las comunicaciones. Nuestro único vínculo con el exterior son los distribuidores y el correo. Así que, mientras no podamos hablar, te prometo escribir con frecuencia. Lamento que el viaje anunciado se frustrara, pero no puedo culpar a Max que se dedicó a atender con abnegación a los pasajeros del ómnibus que se accidentó en la ruta. Me pareció mezquino de mi parte ignorar el suceso y largarme sola para casa. Sí, ya sé que te lo anuncié cuando hablamos, pero escribirlo duplica mi disculpa. Es notable cómo, de un momento a otro, las circunstancias que parecían estables se modifican y te alteran los planes. ¿No hace un siglo te dije que me sobraba tiempo y que quería aprovecharlo para evitar el anquilosamiento de mi cerebro? Después del accidente, el trabajo en la clínica se multiplicó. Max contrató dos médicos (para ser exacta un médico y una médica), porque entre él y los cuatro colaboradores no alcanzaban a cubrir los turnos solicitados. A modo de chisme: tuvo una fuerte discusión con uno de los directivos, que salió del consultorio de Max con el rostro desencajado. Después supe que le había querido imponer los ayudantes y él lo despidió con cajas destempladas. No le conocía esa arista terca… Bueno, vayamos a lo nuestro. Paso a relatar mi contacto oficial con la gente del pueblo; la mujer de Rodolfo (otro médico de la clínica) me envió una invitación vía su marido para tomar el té. Era una reunión de mujeres y la acepté con agrado porque pensé que ayudaría a mi integración. Esa tarde viajé en ómnibus ya que la bicicleta no armonizaba con la elegancia de mi atuendo ni con las imprácticas sandalias de taco alto. Ubiqué inmediatamente la casa sobre la calle LA. Una recepción cordial, ingesta de té con masas finas, múltiples preguntas de mi parte. ¿Los niños? Estudian fuera del pueblo. ¿La escuela? Para los niños de los suburbios. ¿Animales? Son una molestia y no hay tiempo para cuidarlos. ¿Actividades? Abogada, contadora, bioquímica, ingeniera, secretaria “de Max”, etc. Salvo Carolina, ninguna confesaba un rango menor que el profesional. El resto de la charla, insustancial: viajes, modas, habladurías. Confieso que la casa me encantó: espaciosa y moderna, amueblada y decorada con gusto. Igual a las otras que conocí a lo largo de la caminata por los alrededores. Cuando pasábamos delante de la residencia de alguna de las integrantes del grupo, me invitaban a entrar. El recorrido duró más de dos horas y no llegué a conocer la biblioteca ni el museo porque ya estaba anocheciendo. Como en la plaza había un espectáculo, nos instalamos frente a la pérgola cuyo estrado estaba ocupado por una orquesta que tocó un repertorio de temas de los ochenta y fue muy aplaudida por los espectadores, entre quienes me contaba. ¡Qué le voy a hacer!... Soy una romántica incurable. Terminamos el “jolgorio” en la confitería del Trust y como se había hecho tarde, Rodolfo y Beatriz (la anfitriona) tuvieron la deferencia de devolverme a casa. Me quedé con ganas de visitar el Museo Histórico y asistir a una función de teatro. Elegí un sábado que amaneció nublado por una llovizna impalpable. Mercedes me advirtió que los fines de semana no circulaba el ómnibus entre las afueras y el centro, de manera que “le hubiera convenido organizar que alguien la pasara a buscar para no embarrarse hasta llegar a la ruta”. Le aseguré que iría adecuadamente calzada con zapatillas para afrontar la caminata y el barro. Me miró un poco escandalizada porque “las señoras de la ciudad van muy adornadas al teatro”. Le pregunté si era obligatorio ese atuendo, pero ella lo ignoraba. Vos sabés que yo me siento tan cómoda con un vestido de fiesta como con un jogging, de modo que decidí vestirme acorde al tiempo. Si eso me impidiera ingresar al teatro, volvería en otra oportunidad. Durante la mañana charlé con Daniel después que Mercedes se negó, amable pero firmemente, a que la ayudara. Los demás dormían y el niño me guió hasta un estanque donde “se pesca todo el año y en verano es formidable para nadar”. Está metido entre los árboles y no le presté demasiada atención porque el lugar era un pantano. Le propuse regresar un día de sol. Estuvimos jugando a tirar dardos hasta la hora en que Analía nos llamó para almorzar. Me retiré prontamente porque quería tomar un pequeño descanso antes de salir. Dormí una hora, me bañé, me puse el conjunto rosa y negro que tanto te gusta y las zapatillas negras. A las cuatro de la tarde, envuelta en el impermeable gris, empecé a caminar hacia la ruta por una senda afirmada con pedregullos que evitaron bastante daño a mis zapatillas. Sólo son dos cuadras de campo. Después enfilé hacia el pueblo por el borde del asfalto, vigilando de tanto en tanto la aparición de algún vehículo. ¿Creerás que ingresé al centro sin haberme cruzado con ninguno? Tomé la calle Amarilla para ir al museo. Atravesé la plaza para acceder a la parte ascendente, porque todas las calles convergen en ella. Me tropecé con pocos conocidos, médicos en su totalidad, acompañados por sus esposas. Son tan extraños… Parecían haber dejado el trato familiar en la Clínica. Las mujeres son jóvenes, bonitas, bien vestidas, pero… ¡tienen un defecto!: la charla más insulsa que hubiera escuchado. Me despedí lo más rápido que pude y arranqué hacia el museo. El edificio es antiguo y las aberturas de la fachada están rodeadas de bajorrelieves. Reconocí panteras en actitud de alerta pero no a los otros animales con apariencia de dragones con dientes. Me dirigí hacia la entrada con la intención de disipar mi ignorancia y titubeé antes de empujar la puerta. ¡Es que había tanto silencio y tanta soledad! Cuando mis ojos se habituaron a la mortecina iluminación del hall, distinguí la ventanilla de venta de entradas. La empleada, sin pronunciar palabra, me indicó con un gesto el cartel que rezaba “DOMINGO: ENTRADA LIBRE Y GRATUITA”. Hice un comentario festivo acerca de lo inspirada que había estado por elegir ese día para visitar el museo, pero no arranqué sonrisas al impávido rostro de la mujer. Sin apocarme, le pregunté por los lagartos de la entrada, conquistando una mirada estólida por toda respuesta. Así que, con un gesto indulgente (creo), me apoderé de un folleto que estaba sobre el voladizo de la ventanilla e inicié el recorrido. La sala primera estaba destinada a la fauna autóctona y me puso la piel de gallina: decenas de animales embalsamados en actitudes tan naturales que parecían dispuestos a cobrar vida. Me invadió la tristeza ante tanta energía detenida para satisfacer el vuaierismo humano. Entre la heterogénea colección se destacaba una pantera, en la misma postura de los grabados de la entrada, desafiando al reptil desconocido. Era tal la autenticidad de sus expresiones que vislumbré, por un momento, la poderosa garra del monstruo buscando la altiva testa del felino. Aparté la mirada para eclipsar la turbadora visión mientras argumentaba racionalmente sobre la falacia de la bestia: “es una escultura; un montaje; los animales prehistóricos no se embalsaman. FIN”. Me volví hacia las aves posadas sobre ramas artificiales y sentí una aflicción que se licuó en lágrimas. Huí de ese recinto para recuperar el dominio de mis emociones y me abalancé sobre la estancia de enfrente. Allí exhibían objetos: artesanías, joyas, armas y adornos mezclados caóticamente en vitrinas de cristal afectando la capacidad de sistematización del cerebro y paredes tapizadas de telares con escenas épicas y domésticas sin solución de continuidad. Si de la primera muestra salí llorando, de ésta me fui tan confundida que no podría describirte lo que ví. Las otras salas contenían mobiliarios y vestiduras tan desordenados como la anterior. La experiencia me indicó la retirada. Tendré que volver con un baqueano que direccione de nuevo mis neuronas para clasificar este galimatías. Una puerta cerrada –en un espacio de salones sin puertas- despertó mi curiosidad antes de replegarme. Observé la gruesa madera tallada con la reproducción del enfrentamiento entre la pantera y el reptil. Los detalles eran tan nítidos que estiré la mano para contornear los poderosos músculos del puma y la retiré al instante. Mis nervios a flor de piel transmitieron a mis dedos un ilusorio estremecimiento –ilusorio porque un tigre de madera no debe palpitar-. Me centré en el picaporte y lo giré para franquear la entrada cuando una voz me sobresaltó. “Esta sala no está habilitada”. Al darme vuelta, casi quedé pegada a la simpática encargada que finalmente había puesto en funcionamiento sus cuerdas vocales. Se fue antes de que pudiera hacer algún reclamo y aunque yo deseaba abandonar el sitio, de porfiada no más, sacudí la manija que no transigió a mi demanda. Salí odiosamente, es decir, sin saludar. Aspiré afuera una bocanada de aire puro que se diferenció del ambiente denso del museo. Como no había llevado reloj, no supe si la oscuridad se debía a la hora o al cielo encapotado. Caminé tres cuadras hasta el teatro y antes de llegar me sentí la versión femenina del caballero de la triste figura. Hombres y mujeres lucían como para una función de gala en el Colón. Había pasado en el museo más de cuatro horas, porque la función comenzaba a las veintiuna y los concurrentes ya estaban ingresando. Tomé aire y me acerqué a preguntar por las entradas. Te juro que las miradas de conmiseración de las mujeres aniquilarían a un espíritu menos terco que el mío. Parece que no te pueden impugnar por la vestimenta, porque el empleado –después de calibrarme- me dijo con toda cortesía que las entradas estaban agotadas. Creo que mi expresión fue bastante elocuente, porque desvió la mirada hacia la persona que estaba a mis espaldas. Giré con una mueca belicosa y me quedé estática, esperando que la tierra me tragara. Max (¿el esmoquin le sienta tan bien a cualquier hombre?) me observaba con una sonrisa divertida. Tuve que levantar la cabeza para escudriñarlo (las zapatillas no favorecen mi altura) y acopiar todo mi aplomo para sostener su mirada. Lo acompañaba Carolina, quien me saludó como si no quisiera contaminarse. Su voz quebró la comunicación visual y mi jefe reaccionó a instante, invitándome con toda cortesía a compartir su palco. Me ofreció el brazo para entrar al coliseo y cuando apoyé mi mano sobre él evoqué los músculos y la vibración de la pantera. Me recuperé, me acomodé a su paso y saludé con una sonrisa victoriosa al aturdido conjunto de asistentes. Mi atención estuvo centrada a medias entre el espectáculo y Max. Varias veces se volvió para mirarme (¿qué cómo lo sé? Porque también yo lo miraba) y cuando terminó la obra sumó la invitación a cenar. Ya era demasiado para la pobre Carolina, de modo que le agradecí y le aseguré que no volvería sola a casa. Que pasaría por el Centro Comercial y encontraría quien me llevara. Lo vi tan preocupado que cumplí mi promesa. Ada terminó su turno y me acompañó. Esa noche soñé que el monstruo me acechaba en el fondo del ojo de agua. No te asustés, que sólo fue un sueño. Ahora me voy a descansar y mañana, si el teléfono sigue muerto, te vuelvo a escribir. ¡Felices sueños! Sara”

-¿Adónde fue a parar esta chica? –explotó Rosa rompiendo el silencio que se había adueñado del grupo.

-No sé, mami. Pero mañana lo averiguaremos –afirmó Nina pidiendo confirmación con la mirada a Dante.

El hombre se limitó a ceñirla más apretadamente y preguntó:

-¿Cuántas cartas quedan?

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