—¿Por qué salen
tan temprano? —se sorprendió Alejandra.
—Porque es un
cumpleaños, ma. No vamos a ningún boliche.
—Entonces no
vuelvan a la madrugada. El remise las pasará a buscar a las nueve para
llevarlos a Roldán. Que Guille esté listo a esa hora.
—¿Por qué no se
lo llevan ustedes? Sabés que a mí no me hace caso.
—Porque tu papá y
yo queremos disfrutar de unas horas a solas. Si a las ocho no se levanta,
llamame al celular.
Samanta torció el
gesto pero no cuestionó. Me hizo un ademán para arrancar antes de que a su
madre se le ocurriera hacer preguntas. Aunque estábamos a seis cuadras,
Alejandra insistió en que no fuéramos caminando. Esperamos el taxi en la puerta
y a las nueve estábamos en la fiesta. Goyo nos recibió en persona y besó a Sami
en la boca. Adentro ya estaban preparando la previa. En un balde mezclaban las
bebidas que cada invitado aportaba. Le pregunté a un muchacho que estaba a mi
lado: —¿Los padres de Goyo permiten las bebidas alcohólicas?
—No sé. Están de
viaje.
—Ayayay… esto se va a descontrolar —me dije.
A las diez, había
muchos que no se tenían en pie. Yo veía de vez en cuando a Samanta, siempre
asediada por el cumpleañero y con una copa en la mano. Bailé con algún muchacho
que todavía estaba sobrio y me preocupé cuando perdí de vista a mi amiga por
media hora. Subí a la planta alta y, con el corazón desbocado, fui abriendo las
puertas de todas las habitaciones. En la última, Goyo con tres amigos y Samanta
se pasaban un porro. Lo que me inquietó, fue divisar sobre el escritorio varias
líneas blancas. Sabía que Sami fumaba de vez en cuando, pero también que nunca
aspiraba coca. Era hora de sacarla.
—Vamos, Samanta.
Ya tomaste demasiado —señalé.
—Mi mamá está en
Roldán… —balbució mi amiga.
—Unite a la
fumata, bruja —rió neciamente el dueño de casa.
—Ustedes hagan lo
que quieran, pero nosotras nos vamos —dije decidida.
Samanta se
desprendió de mi brazo y moduló con cuidado: —Andate vos, que a mí me falta lo
mejor.
Volví a sujetarla
e intenté arrastrarla hacia la salida. Ella me empujó y los varones se me
vinieron encima. Corrí hasta la puerta y bajé la escalera sin disminuir la
carrera hasta salir a la calle. Necesitaba ayuda para rescatar a mi amiga. Sus
padres no estaban y mi mamá se disgustaría al saber el tipo de fiesta a la que
concurría. Una idea tomaba cuerpo en mi mente: el gurka podría asistirme entre
ese grupo de borrachos. Llegué sin aliento a la casa de Samanta y me prendí del
timbre. Poco después Guille abrió la puerta.
—¡Gurka! ¡Me
tenés que acompañar para salvar a Sami! ¡Ponete el disfraz y traé la daga con
pintura!
El chico no se lo
hizo repetir. Enseguida volvió con su traje ensangrentado y el cuchillo de
utilería.
—Hay que
asustarlos, Guille. Como están todos ebrios, bastará con que entres gritando y
desparramando algunas puñaladas. Yo aprovecho la confusión y la saco a tu
hermana.
—Entendí —afirmó
el jovencito excitado por la aventura.
Nos detuvimos un
instante en la entrada para aquietar mi respiración y después entramos a la
casa. El ingreso del gurka fue triunfal. Esparció estocadas a diestra y
siniestra en tanto yo subía a la planta alta. Los gritos hicieron asomar a Goyo
y acompañantes fuera de la habitación, ocasión que me sirvió para tironear a
Samanta hacia la escalera. Abajo, el caos era total. Guille, consustanciado con
su personaje, aullaba como poseído y perseguía con el cuchillo a quien se le
pusiera a tiro. Tuve que gritarle: —¡Gurka! ¡Salgamos ya!
Sami,
estupefacta, no ofreció resistencia. Observó a su hermano plantarse delante de
ella para enfrentar a los que estaban reaccionando, hasta que los tomé del
brazo y los remolqué fuera de la casa.
—¡Corramos! —les
urgí.
Con ayuda del
gurka aceleramos el paso de Samanta hasta distanciarnos de algunos invitados
que nos perseguían. A salvo, le dije al chico: —Gracias, Guille, ni sir
Lancelot hubiera cumplido mejor la misión.
—¿Lancelot?
—pronunció el gurka, y se conectó a Internet.
No pude contener
una risa extemporánea ante el recuerdo, lo que me valió varias miradas de
censura por parte de las señoras que esperaban. Guille se abocó con tanto
empeño a investigar la historia de la nobleza que, poco después, se compró una
espada de plástico y organizó ceremonias para ordenar caballeros a sus
amigotes. También se empeñó en buscar una dama para ofrendarle sus hazañas y
resulté yo la elegida. No lo pude convencer de que optara por una de sus
compañeritas de grado y me persiguió a muerte para que le entregara una prenda
para amarrar a su arma. Calculo que mis negativas lo disuadieron porque, al
tiempo, no me fastidió más.
—¡Martina! —la
voz aguda de India me trasladó al año actual. Me abrazó y dijo calurosamente—:
¡el día en que no aparezcas levanto la exposición! Entremos que es más tarde de
lo que pensaba.
Un empleado
estaba abriendo la puerta de la sala y ella, después de agradecerle, se instaló
a la entrada para recibir a los invitados. Fui la última en ingresar y me puse
a circular por el recinto observando las distintas esculturas. Debo reconocer
que su arte estaba mejorando al incorporar nuevos materiales. Me detuve ante una
escultura de madera cuya forma me sugería una escalera de caracol trepando al
vacío. Impresionaba. Las representaciones abstractas eran su estilo y a mí me
costaba encontrarles sentido, pero estas creaciones estimulaban mi fantasía.
Así creí ver una góndola curvada sobre las olas, un ave retorciendo su cuerpo
como un tirabuzón, dos peces unidos por el cuerpo y devorándose la cabeza uno a
otro. Tétrico, me dije. Continué la recorrida y después me reuní con India para
tomar una copa acompañada de un bocadillo.
—Creo que aparte
de cumplir con papá asisten porque saben que van a comer — reflexionó.
—Gracias por lo
que me toca —dije tragando un bocado.
—¡A vos no! —se
rió—. Sos tan incondicional que vendrías aunque hubiese un terremoto. ¿Querés
que vayamos a cenar al fin de la exposición?
—No puedo. Noel
está en la conferencia de al lado y me espera a la salida. Quiere que le
presente al panelista.
—¿Y vos de dónde
lo tratás?
—Es un viejo
conocido —dije risueña, y le conté a grandes rasgos mi relación con la familia
Moore y la anécdota del gurka.
—¡Qué personaje!
—exclamó mi amiga con una carcajada—. ¿Y ese chico expone en la Feria?
—Ya no es un
chico, India —le aclaré, y por no desairar su invitación—: ¿qué te parece si
esperás a que satisfaga el pedido de Noel y después nos acompañás a cenar?
—Podríamos ir los
cuatro —consideró India.
—Si Guille no
tiene compromisos, ¿por qué no? —admití—. A vos no te desvela la diferencia de
edad: tiene veintiséis años.
—Sabés que me
gusta la carne tierna —dijo en tono travieso—. Y si tiene algún compromiso,
puedo convencerlo de postergarlo.
La miré y no pude
más que darle la razón. A sus treinta y dos, India no pasaba desapercibida a
la vista de ningún hombre con su metro setenta y cinco, su pelo negro hasta la
cintura y su físico espectacular. A su lado yo no existía. Nos habíamos
conocido tres años después de que me fuera a vivir sola, en una de mis tantas
visitas al Centro Cultural Bernardino Rivadavia. Fue la primera exposición de
ella que presencié. Creo que yo miraba la escultura con gesto perplejo porque
se acercó y me preguntó: —¿Qué opinás?
—Nada —confesé—.
No me dice nada.
—Yo soy la autora
—se presentó—. India Lerner.
—¡Oh… encantada!
—dije sin inmutarme—. Tal vez podrías aclarar mi oscurantismo.
—A vos no te manda
mi papá —afirmó.
—No sé quien es
tu papá —garanticé—. Entré a la sala porque aquí vengo a matar el tiempo los
fines de semana y de vez en cuando encuentro muestras interesantes.
—No tuviste
suerte con ésta —manifestó.
Me encogí de
hombros: —No soy una entendida.
Ella largó una
risa divertida: —No te apenes. Me da gusto encontrar a alguien que no es afecta
a la adulación. ¿Cómo te llamás?
—Martina Vázquez.
—Hola, Marti —se
inclinó y me dio un beso en la mejilla—. Un placer conocerte.
—Lo mismo digo
—aseguré y le devolví el beso.
Así comenzó
nuestra amistad. India me llevaba dos años y compartimos aficiones comunes:
salíamos juntas al cine, al teatro, a cenar y a caminar los fines de semana.
Desde que Sami había emigrado con su familia, no había forjado otra amistad
íntima. Si bien nos mantuvimos en contacto a través del correo electrónico y
ocasionales llamadas telefónicas, la distancia y las limitaciones económicas
que padecía y debía resolver cada día espaciaron la comunicación hasta
reducirla al saludo de fin de año.
India viajaba con
frecuencia a Europa e insistió varias veces para que la acompañara. Le expliqué
que me sentiría poco digna dependiendo económicamente de ella y ante mi
negativa inflexible no insistió más, si bien se dio el gusto de traerme de
regalo los perfumes por los que deliraba aunque no pudiera comprarlos.
A las ocho de la
noche despidió amablemente a los que se hallaban en la muestra y dejó el salón
a cargo del personal de seguridad para apostarnos en el ingreso a la sala D.
Eran las ocho y treinta cuando se abrieron las puertas y comenzaron a desfilar
los concurrentes. Tuvimos que esperar más de quince minutos hasta divisar a
Noel cuyo rostro se iluminó cuando me ubicó en la entrada.
—¡Marti! ¡La
conferencia fue excepcional! —me dijo con entusiasmo.
—Hola, Noel, yo
también tengo mucho gusto de verte —expresó India en tono displicente.
—Ah… India, ¿qué
tal? —le contestó distraído—. ¡No permitas que se te escape! —me exhortó a mí.
India esbozó una
mueca de irritación. No sé por qué ambos no se gustaban. Centré la atención en
la salida y me desentendí de uno y otro.
2 comentarios:
Hola Carmen!
Ahora si que nos tienes en espera del capítulo que sigue de "Viaje Inesperado", espero que pronto nos des el desenlace, porque me imagino que ya viene, por eso nos tienes atrapas en la siguiente historia.
Bien por ti!
Paty
¡Hola, Paty! Si me enviás tu correo o escribís al mío, te lo mando cuando quieras. Abrazo.
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