jueves, 6 de febrero de 2014

CONFLICTO AMOROSO - III



Desde mi ubicación dominaba a la muchedumbre que iba accediendo al salón central.

Atrás caminaba un nutrido grupo despaciosamente. El centro estaba ocupado por un hombre con traje claro y camisa abierta en el cuello, escoltado por cinco jóvenes vestidos formalmente. Dialogaba con gesto tranquilo con quienes se afanaban por acercarse y hacerse oír. Era el gurka, sin duda. Miré al hombretón de semblante reposado y pensé: “Cuánto has crecido, Guille; si estás más alto que India. ¿Adónde quedó el desmañado y regordete chiquilín que nos enloquecía con sus bromas?” Cuando rebasó la posición adonde yo estaba sin mirarme, recordé la recomendación de Noel.

—¡Gurka! —el epíteto me nació del alma.

Se detuvo en seco. Se volvió con lentitud y me clavó los ojos. Yo atiné a flexionar el brazo y mover los dedos a modo de saludo. Mi mueca evasiva pretendió disculpar el exabrupto. Quedamos enfrentados en medio de un silencio repentino, las miradas de los presentes convergiendo en nuestras figuras. Su rostro se transformó al reconocerme. La sonrisa complacida restableció la imagen que perduraba en mi recuerdo adolescente. Se acercó a mí con los brazos abiertos.

Milady… —murmuró mientras me estrechaba contra sí.

Yo lo abracé en medio de risas, desandando la barrera del tiempo al que me había arrojado el apelativo. Me separó un poco, manteniendo las manos sobre mis hombros, para escrutar mis facciones: —No has cambiado, milady —afirmó al cabo y me besó en la frente.

—No es así, Guille —me desasí para finalizar el show que estábamos brindando a los curiosos—. Tengo treinta años, algunas canas, dejé de ser tu dama hace una eternidad… —me interrumpí algo amoscada—, ¿por qué esa sonrisa de suficiencia?

Miró el bolsillo superior de su traje donde asomaba la punta de un pañuelo. Lo observé con detenimiento y creí reconocer el festón que lo bordeaba y la fracción de una forma estampada. Lo levanté hasta que apareció el corazón. Terminé de sacarlo y lo atesoré en mi mano.

—¡Me lo robaste…! —acusé atónita.

—Necesitaba mi prenda —se defendió— y no me la dabas.

—¡Te dije que la buscaras entre tus pares! —me ofusqué—. Lamento dejarte sin ella, pero este pañuelo es un recuerdo de familia —lo guardé en la cartera.

—Ya me lo regresarás —declaró ignorando mi enojo—. ¿Y a qué debo la magia de tu presencia?

Abrí los ojos. ¡Noel! Lo tomé del brazo: —¡Gurka! Tengo que presentarte a alguien… —dije tironeándolo hacia donde esperaban India y Noel —me siguió sin resistirse.

—Guillermo Moore —les aclaré—, India Lerner y Noel Dupont —terminé la desprolija introducción.

—¡Trabajo en sistemas y soy un seguidor de tus programas! —se atropelló Noel.

Guille le estiró la mano y volteó hacia mi amiga: —Encantado de conocerte, India —declaró y se inclinó para besarla en la mejilla.

—Lo mismo digo, Guillermo —lo tomó del brazo—. Con Martina nos preguntamos si querrías cenar con nosotros.

—Será un placer —aceptó enseguida—. Permítanme despedirme de mis colaboradores —se alejó con una sonrisa y la estela de admiradores por detrás.

—¡Es perfecto, Marti! —dijo India deslumbrada.

—Estimo que es un poco chico para vos —señaló Noel en forma desabrida.

—Tanto como vos un aprendiz a su lado —le retrucó ella.

—¿Qué les pasa? —exclamé—. Me voy a arrepentir de habérselos presentado.

—Es que distorsionaste la finalidad del contacto científico —dijo Noel—. Te pedí un acercamiento personal y lo transformaste en una salida social.

Sentí que me arrebolaba de puro enojo ante la acusación injusta y abrí la boca para contestarle. Me contuve porque Guille volvía y me miraba con expresión inquisitiva.

—¿Adónde vamos? —preguntó, omitiendo nuestro silencio.

India volvió a tomarlo del brazo: —como Noel desea agasajarte, a una parrilla de la costa que apreciarás por el lugar y la comida. ¿Verdad, Noel? —le dedicó su sonrisa más candorosa.

—¡Por supuesto! —dijo el nombrado después de una ínfima vacilación—. Mi auto está a la salida.

Hacia allí nos encaminamos. Adelante íbamos Noel y yo en silencio. Detrás, India y Guillermo en risueño intercambio. Mi novio parecía tenso y yo no estaba de humor para soportar su mal talante. Del mismo modo viajamos hasta la casa de comidas más lujosa de la costanera. Me había llevado a ese lugar una sola vez, arguyendo el excesivo costo del servicio. Como yo no podía colaborar con el pago, lo acepté sin cuestionar.

¿Y ahora qué vas a urdir, querido Noel? Cuando quiere, mi amiga es malintencionada. Vas a tener que pagar para no quedar mal con tu venerado genio — me dije con rencorosa alegría.

El asador Martín Fierro estaba ubicado sobre la pendiente que daba al río. Las mesas, a las cuales se accedía por el salón cubierto, sobre una plataforma rematada por una escalinata que desembocaba en la zona de césped. Este espacio verde se extendía hasta la baranda que cercaba el borde de la barranca. La noche se anunciaba majestuosa y las primeras estrellas titilaban en el turquesa profundo del cielo. Una fantasmagórica luna llena se iba corporizando a medida que el firmamento se oscurecía. Ante semejante perfección, recuerdo que una extraña congoja me oprimió el pecho. Deseaba disfrutar de ese horizonte sintiéndome amada y nunca había estado tan lejos de Noel. Alcanzamos el exterior precedidos por el maître quien nos ubicó en una mesa flanqueada por macetones rectangulares. Las rejas labradas sostenían las perfumadas enredaderas que separaban cada espacio ocupado, creando la ilusión de intimidad. India y yo quedamos enfrentadas como así los dos hombres. India se dedicó a su acompañante rivalizando con las preguntas que le dirigía Noel, y Guille se dividía con inaudita paciencia. Yo me sentía sapo de otro pozo entre el interés de mi amiga y de mi novio por el gurka. Después de ingerir la mitad de mi plato, me levanté y anuncié que me iba a fumar. Noel estaba tan absorto con su invitado que ni siquiera me echó una mirada de reconvención. Bajé la escalinata y me acerqué al límite del predio. Encendí el cigarrillo y me apoyé sobre el pasamano de caño, la vista perdida en la sinuosa corriente de agua. Un carguero de gran porte navegaba lentamente por el medio del río y sus luces jugueteaban con el reflejo de la luna. Me sentía sumamente vulnerable esa noche. Tal vez la belleza del entorno que pedía ser compartida, o esa inexplicable sensación de carencia. El pálido astro parecía estar tan cerca que estiré la mano para tocarlo. Una nube solitaria lo veló por un instante desatando una brisa fresca que me hizo tiritar y rodear mis brazos el uno con el otro. En ese momento, un peso cálido cubrió mis hombros. Me volví con sorpresa para encontrarme con el rostro afable del gurka.

—Guille… ¡Gracias! —acepté cerrando el saco sobre mi cuerpo.

—Siempre alerta para socorrer a mi dama —declaró llevándose la mano al corazón.

—Si no fueras un empresario exitoso diría que te quedaste anclado en el pasado —entoné con ironía.

—Es tu culpa, milady. Verte y sentirme el protagonista de Un yanqui en la corte del rey Arturo fue la misma cosa. Conservás la frescura de los diecisiete y la misma fragilidad ante el frío.

—Pero crecimos, gurka. Y vos te fuiste para arriba en todos los sentidos. Creo que superaste la altura de tu papá.

—En cinco centímetros. Sin embargo vos seguís siendo la misma friolenta que dormía en el invierno con medias de lana y guantes.

—¿Y vos cómo lo sabés? —pregunté con suspicacia.

—Porque Sami te equipó con mis medias y mis guantes térmicos.

—Debías tener una colección…

—Tal cual. Y no me importó prestártelos porque eras muy tolerante conmigo —evocó.


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