Él estaba de espaldas distribuyendo las brasas debajo de la carne
acomodada en la parrilla. Se había quitado la camisa y Leonora admiró el juego
de su musculatura iluminada por el resplandor. Un inquieto hormigueo le
recorrió el estómago al imaginarse aprisionada contra el torso desnudo. El
hombre, intuyéndola, se volvió hacia la puerta. Ella caminó hacia él como en
trance, se dejó quitar la copa de la mano y comprobó que estar encerrada entre
sus brazos superaba su febril imaginación. Se abandonó sobre el pecho
palpitante de Marcos aspirando el olor de su piel humedecida por el calor del
fuego, inquietante amalgama de loción y de humo. El beso inquisitivo sometió su
boca y liberó sus emociones; sus brazos se anudaron detrás del cuello masculino
intensificando la zona de contacto de sus cuerpos.
—¡Leo, Leo…! ¡Mi amor…! —jadeó Marcos trastornado, manteniendo la
caricia.
Ella, tiempo después, sonrió al recordar esa noche. ¿Adónde habrían
terminado si la centella no hubiese estallado tan cerca de la casa? En el piso,
se dijo con descaro.
La explosión la sobresaltó y dejó escapar un grito que sonó como un
gemido contra la boca que aprisionaba la suya. Él no la soltó, la abrazó con
fuerza e intentó calmarla: —¡Shhh… querida! No hay peligro. La casa está resguardada
con un pararrayos.
—¡Pero los demás están fuera de la casa! —balbuceó conmocionada.
—La casa y sus alrededores —precisó el hombre mientras le despejaba los
mechones rebeldes que velaban su rostro.
—¿Están bien? —Camila irrumpió a la carrera. Atrás asomaron Toni, Arturo
e Irma.
—No hay cuidado —afirmó Marcos sin alterarse ni desasirla—. Un susto,
nomás.
La joven se separó con la cara arrebolada: —¡Pensé que había caído adonde
estaban ustedes! —exclamó.
—Fue en la zona aledaña al campo —explicó Arturo—. Quédense tranquilos
que estamos dentro del radio protegido por el desionizador —se dirigió a su
hijo—: Con Toni corrimos la mesa bajo la galería porque pronto comenzará a
llover.
—Bien, papá. Dentro de una hora estaremos comiendo.
Vio con desilusión que Leonora se retiraba con el resto del grupo
ignorando el ruego de su mirada. ¿La habría ahuyentado con su vehemencia? No.
Porque ella correspondió con pasión al abrazo y al beso. Calma, viejo, que estás en víspera de concretar una relación que hace
una semana ni presentías. Apartó sus divagaciones con un movimiento de
cabeza y se concentró en vigilar la cocción del asado. Los truenos se
espaciaron y los sustituyó un polifónico aguacero que realzó la íntima cena.
Camila y Toni estaban construyendo los cimientos de su vínculo, aislados en su
diálogo personal.
—¿Por qué Marcos y vos estaban tan seguros de que un rayo no iba a caer
en la casa? —preguntó Leo.
—Porque instalamos un sistema de seguridad —respondió el interpelado.
—Marcos dijo pararrayos, pero vos… —intentó recordar.
—Me referí al desionizador —ayudó Arturo—. Es un aparato que, para
explicarlo sencillamente, en lugar de atraer los rayos, los disipa. Recurrí a
este mecanismo después de que una sobrecarga destruyó el pararrayos antiguo.
Tanto la estancia como los establos cuentan con este artefacto —abundó.
—Nunca me olvido de cuando explotó el pararrayos —intervino Irma—. Quito
tenía trece años y estaba jugando con la computadora. Pegó un salto y salió
disparado hacia el porche voceando su nombre. Pensé que se había asustado y
corrí hasta la puerta, pero él ya estaba subido a la camioneta y enfilaba para
el campo. Lo buscaba a usted, don Arturo, creyendo que le había pasado algo.
—¿Así que ya estabas en camino cuando cayó el rayo? —demandó en tono acusador
a su hijo—. Eso me dijiste cuando te bajaste del auto como un demente.
Marcos no pudo contener una carcajada. ¡Habían pasado tantos años y el
viejo aún recordaba la excusa que le dio para justificar su aparición en medio
de la tormenta!
—Fue lo primero que se me ocurrió. Y no vas a negar que el pretexto de
preocuparme por Rocinante me absolvió de una reprimenda —dijo aún riendo.
—¿Quién era Rocinante? Obvio que un caballo —se apresuró a convenir Leo.
—Un tordillo plateado que me regaló cuando cumplí once años —explicó
Marcos—. Por entonces, había leído en la escuela una versión para adolescentes
del Quijote y El Cid Campeador, lo que me suscitó un gran dilema al elegirle el
nombre: Rocinante o Babieca.
—¿Y cómo lo resolviste?
—Tirando una moneda. Los dos me fascinaban —confesó el hombre con una
sonrisa.
—¿Aún vive? —se interesó la joven.
—Sí —le contestó cautivado.
—¿Es el que montaste cuando fuimos a cabalgar?
Arturo e Irma, fuera del ejido que contenía a la pareja, cambiaron una
mirada de comprensión y se abocaron a despejar la mesa.
—No. Ya tiene más de treinta años y no quería fatigarlo con ninguna
exigencia.
—¡Pero si paseamos a ritmo moderado!
—Es cierto. Aunque debía estar atento a que tu cabalgadura no se
espantara y tuviese que acudir en tu auxilio.
—Como un caballero andante —se burló Leonora—. Ahora me explico por qué
le pusiste Rocinante.
—Así es, mi Dulcinea —aceptó Marcos contemplándola con avidez.
Ella apartó la vista de las pupilas viriles que le hablaban con el deseo
vehemente que reconocía en sí misma. ¿Podría derribar las vallas de contención
que le impedían responder al llamado masculino? Como un centinela que velara
por su cordura, emergió la charla que había tenido con Camila.
—Marcos —replegó a la hembra enamorada y la sustituyó por la profesional
eficiente—: Necesito hablar con vos y tu papá.
Él la observó desconcertado por la mudanza de talante. Antes de que
pudiera reaccionar, ella insistió: —¿Entramos?
Marcos hizo un gesto resignado y se levantó para escoltarla. Camila y
Antonio quedaron como únicos ocupantes de la mesa totalmente desinteresados del
movimiento a su alrededor.
—¡Ah…! ¡Bienvenidos! —se alegró Arturo—. ¿Gustan compartir un café?
—Sí —aceptó Leo—, y una charla.
Irma se alejó mientras ellos se sentaban alrededor de la mesa baja, para
regresar con una bandeja y las humeantes infusiones. Afuera, el viento se
arremolinaba intentando expulsar las nubes de tormenta.
—Necesito que me asesoren en un proyecto —principió Leo. Irma, haciendo
gala de discreción, se levantó para salir. Ella la tomó de la mano—: No, Irma,
quedate por favor. Me dirigí a los hombres porque son expertos en manejo de
campos, pero cualquier opinión será bien recibida —la mujer volvió a su lugar—.
Bueno, el asunto es que Camila, enterada de la paternidad de Nicanor, no
pareció estar muy afectada por el descubrimiento, ni está en sus planes
expulsar a la tía de su casa, ni denunciar a Matías. Recibirá el legado y
tendrá que resolver como manejarse con su primo, para lo cual pidió mi
colaboración —tomó aliento e hizo una pausa.
Respetaron su silencio hasta que retomó la palabra: —He partido de la
siguiente premisa: tanto vos como Marcos vacilaban en aceptar mi presunción de
que Matías estaba detrás de la herencia porque sostenían que su profesión y su
sanatorio le eran muy redituables —esperó y aceptó el silencio como
asentimiento—. Pensé que la loable actitud de Camila no tenía por qué incluir
el sostén de la tía ni la defensa de los bienes de su primo. Que él, por su
enfermedad, no estaba en condiciones de administrar su patrimonio hasta
completar un tratamiento por su adicción, y que los campos heredados podrían
sufragar, hasta estabilizar las finanzas de Matías, los pagos adeudados al
banco para que la clínica siga funcionando. ¿Es un desvarío de mi parte? —miró
ansiosa a lo hombres.
—Podría ser un buen plan —aceptó Marcos—, siempre que encuentres un
gerente honrado.
—Por mi profesión, conozco gente capacitada y recomendable para hacerlo.
Además, Camila y yo podríamos supervisar los movimientos administrativos de la
entidad. En cuanto a Matías, deberá nombrar a los profesionales que lo
suplantarán durante su rehabilitación.
—Estás muy segura de que aceptará —una chispa escéptica brilló en las
pupilas de Marcos.
—Lo hará si no quiere perder su sanatorio, su reputación y su fuente de
ingresos —afirmó desafiante—. A pesar de que nunca me cayó bien, quiero creer
que la conducta de Cami le servirá de inspiración.
Arturo sonrió ante el desenfado de la joven: —¡Sí que te contrataría como
mi representante! Verás —prosiguió—, arrendar los campos no es una idea
disparatada. Nicanor los explotó por sí mismo hasta dos años atrás y luego se
tomó tanto tiempo para decidir alquilarlos a Recalde que lo sorprendió la
muerte. Este paisano accederá a la propuesta que le hagan.
—¡Genial! —se entusiasmó la chica—. ¡Le hemos resuelto el problema a
Camila!
—Lo hiciste vos solita —dijo Arturo con honradez—. Supongo que si vas a
colaborar con ella tendrás que instalarte en Vado Seco.
—Bueno… —vaciló Leo—. No lo había pensado —no se animó a mirar a Marcos—.
Es hora de que le transmita a Cami el programa —murmuró y salió al encuentro de
su amiga.
—¿Vas a desperdiciar la oportunidad, Quito? —Irma habló por primera vez.
Él rió entre dientes y solo dijo: —Gracias, papá.
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