martes, 28 de agosto de 2012

AMIGOS Y AMANTES - XXXIV


Anne atendió el teléfono inalámbrico y se acercó a la mesa de desayuno adonde estaban instalados Bob e Ivana. Si por la charla no lo hubieran adivinado, la identidad de su interlocutor quedó develada al pasar el aparato a la muchacha:
—Es Gael, Ivi —le aclaró.
Ella lo tomó mientras su corazón daba un vuelco. El matrimonio, discretamente, se retiró de la cocina.
—Hola —murmuró la joven.
—Ivi… —pronunció él recreando su nombre—, ni siquiera te pregunto si me extrañaste porque yo lo hice por los dos.
—Un poquito —bromeó ella—. Además, mañana nos vamos a ver.
—Dentro de un rato, porque ya salgo para Marylebone. Si estás de acuerdo, quisiera que viajáramos esta tarde para Dublín. ¿Tendrás tiempo para preparar un bolso con lo necesario para tres o cuatro días?
Ivana trepidó ante la urgencia que trascendía el pedido varonil que la descentraba del territorio de lo imaginario y la proyectaba a la realidad. Ocultando su inquietud, respondió al reclamo del médico:
—Estaré lista. ¿A qué hora saldremos?
Creyó escuchar un suspiro de alivio antes de que le llegase la contestación:
—A las cinco hay un vuelo. Ya mismo lo reservo. ¿Almorzarás conmigo?
—Bueno… —entonó—. Si no, tendría que hacerlo sola porque tus padres no vuelven al mediodía.
La risa profunda de Gael le produjo un hormigueo. Siempre le había atraído la resonancia de ese sonido que lo caracterizaba. Podría identificarlo con los ojos cerrados tanto por su voz como por su risa.
—No esperaba menos de vos —le dijo al cabo—. Por lo tanto, me considero un tipo afortunado por tener padres que trabajan. Bien, preciosa. Compro los pasajes y parto. En una hora nos vemos.
—De acuerdo —convino, y colgó para subir rápidamente a su habitación.
Buscó un bolso mediano y lo acondicionó dejando los cosméticos en una caja para cargarlos al final. Antes de que llegara su amigo despidió al matrimonio en el pórtico y allí permaneció para esperarlo. Pensó que si no fueran las seis de la mañana en Rosario, llamaría a su mamá. ¿Qué le voy a decir? ¿Mamita defendeme de esta sensación de inseguridad que me oprime? ¿Explicame por qué la perspectiva de tener sexo con Gael me atrae y me atemoriza al mismo tiempo? Desde que se fue intenté olvidar la promesa que hice de acompañarlo a Irlanda, pero el día llegó y me siento acorralada. ¿Cómo decírselo sin que piense que soy una trastornada? Algo cambió porque antes no me hubiera interesado su opinión, cuando éramos amigos... ¡Pero todavía lo somos! No pasó nada entre nosotros que modifique esa relación. Si pasó. Su confesión de amor. ¿Y qué? Nada me obliga a responderle si no quiero. ¡Ay, Gael! ¿Por qué las cosas estables de la vida cambian? Tu amistad, los sentimientos de papá… Soy una boluda. La vida es cambio. ¿Qué sentiría si te enamoraras de otra? Me moriría de pena. Sí. Es inútil que lo niegue. ¡No quiero otra mujer en tu vida que no sea yo! El problema es, querido amigo, que todavía no me da la estatura para convertirme en tu amante…
El culpable de su agitación detuvo el auto y lo estacionó delante del portón automático. Ivana, con el pulso acelerado por sus pensamientos recientes, lo vio bajar y dirigirse hacia ella. Traía una mano oculta tras la cintura y una leve sonrisa curvaba su boca. Lo esperó con una actitud de abandono que desterraba cualquier expresión de festejo en su rostro. Él la observó mientras se acercaba y reconoció en el gesto de la muchacha el preludio de una fuga. Era la Ivi que lo evadió después del episodio de rescate, la que se alejó de las confidencias que los ligaban más allá de la diferencia de género. La experiencia en el campo de la neurología y su interés práctico en la sicología le indicaron que aún tenía barreras que derribar para lograr el consentimiento de la mujer. Cuando llegó hasta ella le tendió la rosa que escondía a sus espaldas. No intentó ningún otro acercamiento más que la mirada suspendida en sus facciones. Ivana recibió la flor escarlata mientras el sonrojo arrebataba sus mejillas.
—Gracias… —balbuceó oliendo la perfumada ofrenda.
—¿Querés esperarme mientras paso por el baño? Después podemos ir caminando hasta Regent’s Park y almorzar allí.
—Está bien —aceptó ella.
Gael entró a la casa combatiendo su deseo de arrebatarla en los brazos y rendirla a fuerza de besos y caricias. Había quedado detenido en la escena de la despedida e ilusionado con la bienvenida que codiciaba; pero la distancia, que obraba sobre él como un afrodisíaco, había debilitado la convicción de la muchacha. El punto de inflexión se había producido el día en que le manifestó sus sentimientos. La urgencia lo había desbordado y sumió a Ivi en una suerte de contradicción que aún no había resuelto. Él había ostentado su condición de macho conquistador desplazando sin prudencia al hombre amistoso en quien ella siempre había confiado y el resultado de esa precipitación era la inseguridad que exhibía la joven. Iré con cautela, Ivi. No voy a perderte por irreflexivo porque mi vida dejaría de tener sentido. Te voy a seducir con la misma intensidad con que te voy a hacer el amor y vas a buscar mis brazos sin que te reclame.
Ivana acomodó la rosa en un florero con agua y volvió al pórtico aguardando al médico. Su actitud la había tranquilizado al mismo tiempo que la desconcertaba. Esperaba estar en guardia y él se había mostrado juicioso y atento.
—¿Lista? —el tono entrañable la apartó de su disquisición.
—Ajá —asintió.
Gael abrió la reja y caminaron hacia el parque en cordial silencio. Ivi disfrutaba de la caminata bajo el cálido sol de una atípica mañana inglesa. Percibía con intensidad la presencia de su acompañante realzada por el vacío de palabras. Recién cuando ingresaron en el Regent le habló:
—¿Paseamos un rato o preferís sentarte en algún bar?
—Caminemos. El tiempo está espléndido.
Circularon entre la verde fronda cerca de dos horas charlando amigablemente mientras los recelos de Ivana se iban disolviendo. Alredor del mediodía Gael le propuso buscar un sitio para almorzar. La guió hasta un atractivo restaurante de los alrededores y mientras esperaban la comida Ivi se interesó en saber cómo había conocido a los O’Ryan.
—Te voy a dar mi versión porque ellos siempre exageran la circunstancia —accedió el hombre—. Estaba por embarcar en el aeropuerto de Heathrow hacia York, cuando escuché la voz alterada de una mujer pidiendo un médico. La vi arrodillada junto a un hombre tendido en el piso mientras lo sacudía intentando que reaccionara. Me acerqué y tras revisarlo concluí que sufría un infarto. Le practiqué una secuencia de reanimación cardiopulmonar aguardando el auxilio y entretanto mi vuelo partió. Así que cuando llegó la ambulancia y la mujer me rogó que acompañara a su marido hasta el hospital, no tuve inconveniente. Estuve con ella hasta que informaron que el hombre estaba fuera de peligro y durante la espera no cesó de agradecer mi participación. Nos despedimos después de haberle dejado mis datos ante su insistencia. En breve aparecieron por casa. Yo estaba en la clínica, de modo que aturdieron a mis padres con mi hazaña. Se quedaron a cenar y nos comprometieron a visitarlos ese fin de semana. Viven en Kilcock, en los suburbios de Dublín, en una antigua casa de diez habitaciones rodeada de una espesa vegetación. No tienen hijos pero sí una colección de perros abandonados a los que ellos dan asilo. Son dos personas encantadoras que, como te dije, te van a gustar —concluyó.
—¡Ya me gustan! —exclamó Ivi—. Porque son agradecidos y aman a los animales.
Gael rió de la candorosa declaración de la muchacha y provocó la risa de ella. La miró embelesado en su abandono risueño hasta que el sonido cristalino se fue transformando en una tenue sonrisa.
—¿Nos alojarán en su casa?
—No me perdonarían que reserve un hotel. Nos estarán esperando en el aeropuerto a pesar de que les avisé sobre la marcha. Espero que no nos acaparen tanto que no pueda hacerte conocer al menos dos maravillas de Irlanda.
—¿Cuáles? —preguntó Ivana con ansiedad.
—El parque de Killarney y los acantilados de Moher.
La aparición del camarero con la comida interrumpió la charla. A las dos de la tarde se levantaron para volver a la casa.
—Tendremos que salir de inmediato, Ivi. Hay que presentarse en el aeropuerto dos horas antes –explicó Gael.
—Por mí está bien y ya tengo el bolso listo.
Anne, para su sorpresa, los estaba esperando.
—No pensarían que los iba a dejar partir sin despedirlos —argumentó con una sonrisa.
—Entonces, mamá, nos ahorrarás el taxi —dijo Gael abrazándola.
Salieron alrededor de las tres de la tarde. Después de registrarse se quedaron con Anne hasta último momento. Cuando Gael fue a despachar el equipaje Anne abrazó a Ivi.
—Espero que mi hijo colme todas tus expectativas —expresó emocionada.
La joven la besó y le confesó:
—Y yo, estar a su altura.
La risa diáfana de Anne dio por sentadas ambas esperanzas.

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