jueves, 9 de agosto de 2012

AMIGOS Y AMANTES - XXXI




El hombre, que había experimentado más de una escalada, la siguió a buen paso pero sin extremar la velocidad. A medida que ascendían la senda se estrechaba y se elevaba ofreciendo en varios puntos bancos para tomar un respiro. Se fue acercando cuando faltaban los últimos doscientos metros porque la testaruda mujercita, como él suponía, desdeñó los puntos de descanso que le brindaba el camino. Cuando la vio desfallecer, inclinada hacia delante para aliviar sus músculos acalambrados, la cargó entre sus brazos y se impulsó hasta la cima. Ivana, luchando por recuperar el aliento, ni siquiera tuvo ánimo para oponerse. La depositó en un banco próximo a la entrada del observatorio y se sentó junto a ella.
—Vos sabías… —reprochó ella con un hilo de voz.
—Te advertí —dijo él—. Pero los consejos no entran en tu cabezota. ¿Estás bien?
—Cuando se me pase el dolor en la cintura te digo.
—¿Querés que te haga un masaje? —ofreció él con gentileza.
—¡No…!
Gael sonrió y se dedicó a revivir las sensaciones de tenerla acaparada sobre su cuerpo. Claro que él no la quería extenuada por la fatiga sino de amor. Este pensamiento lo envolvió en una ola de sensualidad de la cual emergió al llamado de su amada:
—Ya estoy en condiciones de seguir —declaró poniéndose de pie.
—Vamos, entonces.
Visitaron el observatorio, recorrieron el museo, se sacaron una foto conjunta con los pies apoyados sobre cada lado del meridiano y abordaron el último barco para volver a la ciudad. Instalados en butacas adyacentes, Ivana le confió la relación que su madre había iniciado con Wilson:
—¿Pensás que Alec es una persona confiable? —le preguntó.
—Totalmente —afirmó—. Lo conozco desde que era niño y si se involucró con ella es porque no duda de sus sentimientos. Creí que nunca iba a superar la pérdida de su mujer y me alegro tanto por él como por Lena. No podría encontrar mejor compañero.
—Parece que ya das por hecho el vínculo.
—Es que, chiquita, no todos los hombres son tan pacientes como yo —dijo comiéndosela con los ojos.
Ivana apartó los suyos y, hasta que atracaron, se mantuvo en un silencio que su pretendiente acató.
—Vamos a cenar antes de volver —fue lo primero que dijo él cuando desembarcaron.
La guió hasta un restaurante a orillas del Támesis adonde se instalaron en una galería cubierta con vista al río. Mientras esperaban la comida, Gael se dedicó a observar a su linda acompañante. Ivi, turbada, lo hostigó:
—¿Qué mirás tanto?
—Me encanta mirarte… —dijo arrastrando las palabras—. Me encanta que estés conmigo y me encanta tu tozudez que me permitió tenerte entre mis brazos.
—Dijiste que no me ibas a perseguir —le recriminó.
—Vos me preguntaste.
—Hablemos de otra cosa —alegó ella esquiva.
—¿De qué te parece que podamos hablar? —indagó su amigo con placidez.
Ivana examinó cuidadosamente los posibles motivos de charla y encontró que, tanto ella como él, se conocían lo suficiente para no poder recrearse el uno para el otro. Ese aspecto del intercambio estaba reservado para extraños.
—Qué sé yo… —expresó al fin—. De cualquier cosa que no nos involucre. No hay nada que ignores de mí como yo de vos.
—No estoy de acuerdo —declaró él—. Todavía me estoy preguntando a qué se debió tu reacción la noche en que viniste con Lena a mi departamento.
—¡Estaba alterada por el encuentro con papá! —dijo indignada.
—Entiendo. ¿Pero por qué hiciste extensiva tu bronca hacia mí?
La muchacha frunció los labios y se dijo que no tenía por qué contestarle. ¿Sería el momento de sincerarse? Lo que temía era el modo en que él tomaría su franqueza. Decidió desnudar sus sentimientos para esclarecerlos.
—Me sentí tan engañada como mamá —reconoció—. Yo esperaba encontrar alivio entre tus brazos y resulta que los tenías ocupados con otra mujer.
Gael la miró con adoración.
—No sabés cuánto lamenté ese infortunado incidente que entorpeció el consuelo que deseaba brindarte…
—¿Incidente, lo llamás? —interrumpió ella—. ¿Éso son las mujeres en tu vida?
—No me chicanees, Ivi. Vos sos la mujer de mi vida, pero soy un hombre normal con necesidades que satisfacer. Nunca hice promesas que no iba a cumplir y cada mujer con la que estuve sabía muy bien hasta dónde llegaba la relación.
—Sexo sin amor… —dijo reprobadora.
—Vos también lo experimentaste, si mal no recuerdo.
—¡Yo creí estar enamorada! —se defendió.
—Creo que todavía no sabés lo que es estar enamorada —señaló con suavidad.
—¿Vos sí? —preguntó con ironía.
—Cada día desde que te conozco y que no puedo acceder a la plenitud de tu persona. Cada noche que no puedo tenerte en mi cama. Cada mañana que no puedo contemplarte al despertar. Cada momento en que quiero besarte y decirte cuánto te amo —dijo bajamente inclinándose hacia ella.
Ivana se sintió atrapada por las palabras del hombre que aceleraron su ritmo cardíaco. La manifiesta revelación de los deseos masculinos la sujetó a las ardientes pupilas que demandaban su consentimiento. Reaccionó cuando el cálido aliento de Gael anunció la inminencia del beso.
—No me hagas esto… —gimió, apartándose del acto irrevocable que sellaría el fin de la idealizada amistad.
Él se enderezó y respiró hondo. Tomó la mano de la atribulada muchacha y la refugió entre las suyas.
—Ivi, Ivi… —murmuró—. Perdoname si te ofendí. No te pongas así que me destruís, querida.
Ivana giró la cabeza hacia el ventanal y fijó la mirada sobre el río para reponerse. Tenía conciencia de su actitud pueril ante un avance masculino que en otra circunstancia hubiera rechazado sin sentirse amenazada. Miró al hombre de expresión preocupada que sostenía su mano y le dedicó una débil sonrisa:
—Perdoname vos —pronunció con suavidad—. Nunca me he sentido tan tonta.
Él besó la mano que retenía y dijo con tono alegre:
—Vamos a pedir un postre, ¿querés?
Ivi asintió y terminaron su cena compartiendo un enorme trifle de chocolate y cerezas. Como en los viejos tiempos, se divirtieron cuando las cucharas chocaban al disputarse una fruta o un trozo de chocolate. El médico, en medio de risas, le cedió a la joven la última cucharada.
—Mmm… Estuvo delicioso —suspiró Ivi.
Deliciosa eres tú, pensó Gael.
A las once volvieron a Marylebone. Ivana, soñolienta, se durmió contra el hombro del conductor. Después de ingresar a la cochera él se tomó un tiempo para contemplarla. Si fueras mía te cargaría hasta nuestra cama para despertarte con besos y caricias y después te amaría hasta desfallecer. Intuyo que va a ser pronto, mi vida. Es tanto lo que te quiero que no es posible que permanezcas indiferente…
—Ivi, querida, llegamos —llamó suavemente.
La chica entreabrió los ojos con aturdimiento hasta comprender las palabras de Gael. Se apartó de su flanco y tanteó la puerta buscando la manija.
—Yo te abro —dijo él descendiendo del vehículo.
Le tendió la mano para ayudarla a bajar y juntos subieron la escalera que conducía a los dormitorios. La casa silenciosa indicaba que sus habitantes estaban entregados al descanso. Al llegar a la puerta del cuarto de Ivi, él desasió su cintura y esperó a que abriera la puerta. Quedaron frente a frente y el hombre se inclinó para rozar con sus labios la mejilla ardorosa. Ivana elevó la cara con los ojos cerrados y la boca entreabierta como esperando un beso. Gael comprendió que, enervada por el cansancio y el poderío de sus sentimientos, podría tenerla esa misma noche. Pero él la quería totalmente conciente de sus emociones y convencida de su entrega amorosa. Por eso, se limitó a estrecharla brevemente contra él y acariciar su pelo antes de voltear hacia su habitación. La joven, sentada al borde del lecho, valoró la renuncia del hombre ante su capitulación y lo amó por haber interpretado la fragilidad del momento. Soltó las amarras de su contención y se dejó arrastrar por la vorágine de sus sensaciones. Comprendió que su aparente intransigencia no era más que una excusa ante un hecho irrebatible: estaba enamorada de Gael y había deseado que se quedara con ella.

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