jueves, 4 de noviembre de 2010

LA HERENCIA - XXXVI

La brusca maniobra de Mariana lanzó a Julián al costado derecho de la cama. A la izquierda la muñeca, incorporada, blandía el puñal que poco antes estaba sobre la mesita de la sala de estar. El joven atrajo a la muchacha hacia su lado y, a pesar de la incongruencia de la situación, arrojó el acolchado sobre la figura y se abalanzó sobre ella para despojarla del arma. Después, presa de una furia incontrolable, la pateó hasta desmembrarla y reducirle la cabeza a un residuo de astillas y pelo artificial. Mariana, arrodillada sobre la alfombra, miraba con estupor el arranque del hombre. Antes de que pudieran reaccionar, entraron Emilia y Luis. La mujer, sin mediar palabra, se lanzó sobre su hija y la abrazó.

-Escuchamos el grito de Mariana –explicó Luis- y creímos que estaban en peligro. –Miró los restos de la muñeca:- ¿Qué pasó aquí?

-Una manifestación más abarcativa – puntualizó Julián.- Esta vez fui testigo de un fenómeno sólo reservado para Mariana.

-¡Dios mío! –exclamó la madre.- ¿Qué otras cosas nos amenazarán?

-No lo sé, Emilia –dijo el muchacho.- Pero esto prueba de que podemos luchar con ellas si estamos juntos.

-¡Vaya! –Insistió Luis.- Esta era la muñeca, ¿no? Parece que le pasó una aplanadora por encima.

Julián, repuesto, largó una carcajada. No sabía si su ensañamiento se debía a impedir el ataque irracional o a resarcir la impotencia de su frustrado acto de amor. La daga amenazante volvió a su memoria y la buscó sobre el piso. Cuando la encontró, la recogió y la guardó en un bolsillo. Acomodó los despojos de la muñeca sobre la colcha, anudó los extremos e indicó al resto:

-Salgamos. Creo que debemos destruir este artefacto para que no interfiera más.

Ya en el exterior, colocó su carga sobre la parrilla, la roció con un poco de combustible que extrajo del auto de Mariana y le prendió fuego. Los cuatro se quedaron mirando las llamas hasta que no quedó más que un residuo negro y aglutinado. Sólo entonces regresaron a la casa y se acomodaron en la salita. Julián volvió a guardar la daga en el estuche que descansaba, abierto, sobre la mesa. Afuera, el firmamento se oscurecía a medida que una formación de nubes oscuras ocultaba el sol.

-Va a llover –dijo Emilia en tono neutro.

Luis le rodeó los hombros con un brazo y ambos quedaron observando la gradual desaparición de la luz. Julián salió a la galería y encendió los faroles. Emitió un potente silbido para llamar a Goliat. No había visto al perro desde que le había acercado el alimento. Mariana, que lo había seguido, lo tomó del brazo y él se volvió a mirarla con una sonrisa. Aguardaron en la entrada hasta que una espesa lluvia empujada por el viento los obligó a entrar.

-Seguro que Goliat encontró un lugar para refugiarse –dijo el joven reservándose la sensación de inquietud que lo ganaba por la desaparición del mastín.

-¿Estás preocupado? –preguntó Mariana, intuitiva.

-¡No! Es un animal inteligente y fuerte. Vendrá apenas amaine la tormenta. –Sus palabras pretendían transmitir una tranquilidad que no sentía porque pensaba que no podía agregar más motivos de alarma al grupo.

Los mayores habían iluminado el interior de la casa y se los escuchaba trajinar en la cocina. Julián, con semblante grave, observaba a Mariana. Ella esbozó una sonrisa, un poco nerviosa ante la profunda mirada del hombre con el cual, hacía pocas horas, habría hecho el amor.

-¿Hubieras pensado hace unos días que por mi culpa estarías enfrentando todas esta calamidades? –le preguntó.

Él se aproximó y sus manos ciñeron sus brazos. Muy cerca, le respondió:

-Hace pocos días ni siquiera me acordaba de la joven arisca que encontré en el súper mercado. Sólo cuando invadiste mi casa volví a recordarte y en ese momento supe que no podría vivir sin vos. La única calamidad es esta larga espera para amarte –terminó con un susurro apasionado.

-¡Eh, chicos! –llamó Luis.- Vengan a comer algo.

Julián le dio un beso leve y la tomó de la mano para acercarse a la cocina. La pareja mayor estaba acomodada frente a la mesa adonde habían distribuido varias fuentes con bocadillos. Comieron con apetito y luego de asear la cocina pasaron a la sala para tomar un café. Julián dirigió varias veces la mirada hacia el exterior con la esperanza de ver a su perro. Hablaron de cosas intrascendentes sin querer mencionar ninguno de los atípicos hechos relacionados con la casa. Mariana y Emilia, acomodadas en el sillón grande, dormitaban a veces bajo la atenta mirada de los hombres mientras la noche avanzaba encubierta por la tormenta.

-Me gustaría haber traído el arma que tengo en el negocio –admitió Luis.- Pero ¿quién iba a pensar que la podría necesitar?

-No creo que sirva en esta situación –replicó Julián.- La única cosa concreta fue la muñeca y ya nos ocupamos de ella. Tenemos que organizar la vigilancia esta noche. Si estás de acuerdo, yo velaré las primeras cuatro horas y vos me relevarás hasta la mañana.

-Me parece bien –dijo Luis. Se incorporó y se desperezó. Mientras se dirigía a la cocina anunció:- Voy a preparar un mate así despertamos a las bellas durmientes.

Julián miró la hora. Las ocho de la noche y sin noticias de Goliat. Temió lo peor para el pobre animal expuesto a las amenazas de las criaturas nocturnas. Recordó el relato de Mariana cuando estuvo por última vez en la cabaña. Tal vez sí hubiera venido bien tener el arma de Luis, se dijo. Deseó fervorosamente que a su perro no le hubiera pasado nada.

Emilia abrió los ojos y se levantó con cautela para no despertar a su hija. Entró al baño de la planta baja y después fue en busca de Luis. Al poco, ambos volvieron con el equipo de mate y un recipiente con galletitas. Mariana salió lentamente de su sopor y se unió a la rueda.

-¿Goliat no volvió? –le preguntó a su dueño.

-Todavía no.

Ninguno intentó una explicación racional a la ausencia. En su fuero íntimo temían lo peor. Emilia pensó que lo lamentaba por el perro y su amo, pero también por la confianza que le brindaba la compañía de la noble bestia. Si no hubiera sido por él, se hubiera perdido en la niebla. Una baja para nuestro frágil ejército, pensó. Apretó los labios para no lagrimear por la profunda congoja que le despertó esa reflexión. Se llevó la mano a la garganta agarrotada por la angustia y sus dedos rozaron el crucifijo que le había dejado Edmundo. Una oleada de esperanza la reanimó. Alguien cuidaría a Goliat como el animal había cuidado de ellos. A las diez de la noche, sin que calmara la borrasca, se retiraron a dormir sin cenar. Mariana, acomodada de costado en el lecho, murmuró:

-No me busquen en la oscuridad. Ella me preservará.

-¿Qué…? –emitió Emilia sofocando el volumen de su voz. Pero la joven ya dormía.

A las once, Julián comenzó la vigilia.

3 comentarios:

Maricela dijo...

Hola Carmen aqui sigo al pie del cañon pero habia tenido problemas con mi internet. por fa ya termina la novela que muero de ansias por conocer el final, esta mega genial!
y mil grax por compartirnos tu Don de escribir!

Maricela dijo...

Carmen ya me la hiciste mucho de emocion,por fis ya sube el sig. capitulo!!!!!!!!!

Carmen dijo...

Querida Maricela: gracias por seguir y por tus comentarios. Te mando un fuerte abrazo.