sábado, 19 de enero de 2013

LAS CARTAS DE SARA – XXI



Pasado el mediodía llevó las carpetas a la oficina de Max y las dejó sobre el escritorio con una nota advirtiéndole que se iba a encontrar con su amiga. No juzgó oportuno despedirse con alguna palabra cariñosa ante el posible espionaje de Carolina. Se cruzaron cuando Sara salía del despacho del médico y la secretaria la interpeló:
—¿Ya vas a almorzar?
—No, me retiro. Dejé todos los comprobantes en la oficina del doctor. Vos sabrás gestionarlos —manifestó mientras caminaba hacia la salida.
Su mente captó los pensamientos coléricos de la mujer y se aisló de ellos. No iba a permitir que nadie le arruinase el encuentro con Nina. Detrás de la puerta automática la estaba esperando Melián. Ella sonrió para responder al saludo del hombre:
—Buen día, señorita Sara. El doctor me pidió que la llevara adonde usted dispusiera.
—¡Gracias, Melián! Vayamos primero al Trust —indicó segura de que Nina y Dante la aguardaban allí.
Cuando llegaron al centro comercial vio a la pareja sentada a una mesa y liberó a su chofer. Nina se levantó no bien se acercó y la abrazó estrechamente. Ella saludó a Dante y compartió una gaseosa con ellos. Mientras estaban charlando la sacudió el llamado de don Emilio: “Necesito comunicarme”. Por un momento percibió el pedido como una invasión a su vida privada. Se sintió tentada a ignorarlo pero después, con una intensa sensación de arrepentimiento, se disculpó con sus amigos y se aisló en el baño. Bajó las barreras para abrir su mente a la demanda del anciano. Te estás descuidando y es peligroso. Usarán a tus amigos para desmoralizarte y debes estar prevenida. No abandones el proyecto que gestaste junto a Ada. Tratarán de anularte como puedan. La voz enérgica le infundió serenidad y la afianzó en el rol que la había conducido a ese pueblo. Se reintegró al salón con todos los sentidos alertas y dispuesta a despejar de su conciencia todo aquello que fuera contrario a la verdadera esencia de los afectos.
—¿Estás bien? —le preguntó Nina cuando volvió.
—¡Sí, sí! Es que salí tan rápido del trabajo que debiera haber pasado antes por el baño…
—Sara —dijo su amiga—. Estuve tan preocupada por vos que vine… Vinimos —se corrigió— con la intención de que volvieras a Rosario con nosotros.
—No puedo irme ahora. Hay mucho trabajo en la clínica y Max me necesita. Supongo que dentro de un mes podré ir a visitarte.
—Pero tus cartas, Sara... Mencionaban hechos extraños y situaciones peligrosas. Y las alucinaciones… Temí que hubieras vuelto a consumir alguna sustancia —dijo pesarosa.
—Quedate tranquila, Nina. El único tranquilizante que tomé me lo dio Max. Las situaciones que describí se deben a mi mente calenturienta afectada por la distancia. Comprendeme… Estaba sola en un lugar desconocido y con gente extraña cuyas costumbres difieren de las nuestras. Todo el entorno era propicio para hacer volar mi imaginación. Lamento haberte perturbado con mis fantasías —trató de que su tono sonara convincente.
—No sé —porfió su amiga—. Pero a nosotros nos pasó algo extraño en el camino. Lo soñé antes de que sucediera. Y fue el encuentro con el perro que te atacó y que espanté usando de escudo el tapiz con la imagen de la pantera. Y yo estaba segura de que lo había tejido para esa ocasión —aseveró.
—Es posible que se hubiera alejado al ver dos personas. No es más que un animal salvaje merodeando por los alrededores…
Nina no salía de su asombro. La despreocupación con la que hablaba Sara le hacía poner en tela de juicio sus aprensiones. Buscó la mirada de Dante que hasta el momento no había intervenido en la charla entre las amigas.
—Sara —dijo el joven—. Vos sabés que nunca me entrometí en las cosas de ustedes; pero debido a la inquietud que manifestaba Nina, también interpreté el contenido de tus cartas como un pedido de auxilio.
Sara intentó desmontar los argumentos de sus amigos para no exponerlos a un enfrentamiento que los dañara. ¡Si pudiera lograr que abandonaran el pueblo ese mismo día…! Sería un instrumento menos de intimidación con que contarían sus oponentes. Debía provocar una reacción de rechazo hacia su persona.
—Miren, chicos —expresó con suficiencia—. No sé qué historias imaginaron alrededor de mis cartas, pero lo cierto es que llegaron en un momento inadecuado. No puedo atenderlos como desearía porque tenemos un asunto pendiente con Ada que requiere que nos ausentemos del centro. Ni siquiera puedo decirles que los veré a la noche —Nina la miraba incrédula y Dante inexpresivo—. Por lo tanto —siguió— será mejor que vuelvan a Rosario y, como les dije, apenas pueda viajaré a verlos.
—¿Me parece o nos estás echando? —observó su amiga.
—No lo tomes así. Gantes no es un lugar turístico y me apena que malgasten el dinero en un hotel para no tener nada que ver.
—No te reconozco, Sara. No sé quien habla por tu boca pero no es mi amiga. Y hasta aquí vinimos para darle una mano a ella. De modo que aunque te opongas nos quedaremos —afirmó Nina con dulzura no exenta de firmeza.
—¡Por favor, Nina! ¡Podría soportar cualquier cosa menos arriesgarlos contra unos adversarios cuya fuerza aún no conozco! —casi sollozó.
Su amiga se acercó y la abrazó impetuosamente. Apoyada contra el pecho de Nina, escuchó sus palabras de aliento:
—Oíme, Sara. Vos dijiste en una carta que no estabas aquí por casualidad. Yo creo que nosotros tampoco, que coincidimos en este lugar con algún objeto —expresó convencida.
Ella se apartó suavemente y la miró con una mezcla de agradecimiento y pesar. El discurso de Nina sonó terminante y supo que ningún argumento la persuadiría de lo contrario. Si iban a participar de la cruzada, debía sincerarse con ellos. A medida que les relataba todas las vicisitudes que no figuraban en sus cartas los rostros de la pareja adquirían una gravedad acorde a lo narrado. Cuando terminó, quedaron en silencio por un rato.
—Tendrías que confiarte con Max —dijo al fin Dante—. Esta contienda es desmedida para una mujer sola. Te ayudaremos en todo lo que esté a nuestro alcance, pero si él cumple un rol fundamental es necesario que esté al tanto.
—No lo sé —manifestó la joven—. Yo misma no entiendo por qué no le es dado conocer su participación. Ni siquiera don Emilio pudo aconsejarme —terminó con desaliento.
—¡Max te ama! —intervino Nina—. ¡Te escuchará!
—Supongo… —aceptó—. Aunque nunca me lo haya confesado. Escuchen —anunció —: Debo ir a casa de Ada para compaginar la reunión aplazada. Es una buena oportunidad para que ustedes conozcan la otra parte del pueblo.
—Y para no perderte de vista —aprobó Nina.
El recorrido en auto se le hizo breve comparado con su trayecto en bicicleta. Dante detuvo el coche cerca del potrero central y, antes de que se apearan, varios niños los rodearon con curiosidad. Cuando Sara bajó, una niñita corrió a saludarla. Riendo, la abrazó y le dio un beso. Se volvió hacia sus amigos y les dijo con una sonrisa:
—Les presento a María, la nieta de Ada.
La pareja besó a la pequeña y después Sara la tomó de la mano para caminar hacia la casa de su amiga. La mujer salió antes de que golpeara a su puerta como si la estuviera esperando. Se abrazaron sin palabras y luego los invitó a pasar. Adentro esperaban algunos conocidos -Mirta, Benito, Roxana y Dora- y tres hombres más que la dueña de casa presentó como José, Miguel y Mauro. Se acomodaron en las sillas que Ada acercó, a continuación de lo cual se dirigió a Sara:
—Don Emilio nos puso al tanto de tu llegada y nos pidió que representáramos al resto de los habitantes para transmitirles lo que aquí se decida.
La muchacha asintió. Se ordenó mentalmente para luego dirigirse al grupo:
—Todos están al tanto de la expoliación que la gente del pueblo ejerce contra su trabajo y sus descendientes, de la falta de garantías mínimas para que puedan aspirar a un destino distinto que no sea servir a los intereses de los poderosos. Sé que quizá piensen que es imposible modificar esta situación, pero quiero recordarles que no hace mucho un cambio se ha producido en esta comunidad y fue la instalación del dispensario.
—Este cambio te pertenece —opinó Mirta—. El doctor lo decidió al escuchar tu reclamo porque antes no existíamos para él.
—Es verdad —coincidió Sara—, como también lo es que ustedes nunca se ocuparon de hacerse oír. ¿No creen que sea hora de exigir los cambios a los que tienen derecho?
—No nos escucharán y perderemos nuestros empleos —dijo Mauro—. Yo tengo hijos que mantener.
—Y que perder si son cooptados para suplir la falta de los que no pueden concebir —sentenció la joven.
—Los instruimos para que no acepten sus arteras promesas —se defendió el hombre.
—Pero no pueden evitar que algunos de sus descendientes se dejen tentar por un proyecto de vida que ustedes no les ofrecen. Hasta que no resuelvan esto, seguirán perdiendo hijos y viviendo a la sombra de los amos del pueblo. 
—¿Qué nos propone? —la desafió Miguel—. ¿Una revuelta armada? No tenemos ni sabemos manejar armas.
—Ni ellos. No es a tiros que se resolverá esta contradicción. Se trata de recuperar la solidaridad, de ponerse en el lugar del otro, de pensar en el bienestar común. Ellos dividen para vencer. Ustedes tienen la fortaleza de la unión.
—Sara tiene razón —intervino Ada—. Hasta que no me separaron de mi Cordelia conservé la misma esperanza que ustedes: que se llevaran a cualquiera menos a mi hija. Y después me uní al silencio cobarde de los desfavorecidos, porque tampoco hablé cuando la pérdida fue ajena.
Sara comprendió que siglos de adaptación pasiva gravitaban sobre esas vidas amenazadas permanentemente por el castigo de los poderosos. Las mentes de los interpelados se refugiaban en la estrecha seguridad que les brindaba la esperanza de no ser las próximas víctimas del despojo. Se preguntó cómo podría motivarlos.
—Hoy podrán rehuir la apropiación de un hijo pero nada les garantiza evitar el dolor de la pérdida de un nieto. ¡Amigos! —los arengó—. Hay una sola manera de salir del cono de sombra al que están acostumbrados: brillar con luz propia. Ellos los necesitan porque la molicie los ha ganado y no sabrían autoabastecerse. Ustedes tienen la fuerza del trabajo y la descendencia. Deben reparar la redes de identificación que centurias de engaños han deshecho y descubrir que la verdad también es patrimonio de esta aldea.
Nina y Dante asistían asombrados a la prédica de Sara que les descubría una faceta ignorada de su carácter. Su rostro irradiaba autoridad y sus ojos brillaban con el fervor de sus palabras. Las mujeres parecían impresionadas por su discurso y los hombres, reticentes. Mirta tomó la palabra:
—Creo que Sara tiene razón. Es hora de romper el aislamiento que nos caracteriza. Ella nos ha dado el ejemplo con su actitud fraterna que logró un bienestar para todos nosotros.
—Estoy de acuerdo —apoyó Roxana quien oficiaba de enfermera en el dispensario y en la clínica—. Yo me comprometo a transmitir nuestra charla a quienes consulten en la enfermería.
Dora y Ada coincidieron con las que habían hablado al igual que Benito. Los dos que habían cuestionado a Sara no asumieron ningún compromiso y se retiraron en compañía de José quien no aportó ningún juicio. Ada acompañó hasta la puerta al grupo y cuando regresó, la muchacha miró desalentada a sus amigos y a la dueña de casa:
—Temo no haber sido lo suficientemente persuasiva —dijo abatida.
—Sembraste una semilla —afirmó Ada— y, aunque no lo creas, en tierra fértil. Hay que darle tiempo a que se arraigue.
—¡Oh, Sara…! —exclamó Nina abrazándola—. ¡Fuiste tan elocuente que me dieron ganas de sacudir a esos hombres de su apatía!
Dante volvió a insistir:
—¿No te parece que es el momento de involucrar a Max?

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