domingo, 21 de diciembre de 2008

LAS CARTAS DE SARA - III

Nina: Hace una hora que acabo de cenar. Ya me bañé (prefiero quedarme un ratito más en la cama por la mañana) y ahora paso a contarte los últimos sucesos. (¿Sabés que Freud le escribió a su novia 1.500 cartas? Esto lo menciono porque te imagino rodeada de papeles y desesperada por tener que leerlos todos. YO no voy a escribirte ni la décima parte. Espero poder visitarte en poco tiempo). En primer lugar, ayer me levanté apenas sonó el despertador (si no lo hubiera puesto creo que hubiera dormido más tranquila, sin la horrible duda de si sonaría), me duché en el bañito de enfrente de mi cuarto (la bata que me regalaste el año pasado le encantó a Mercedes) y me vestí cuidadosamente antes de sentarme a desayunar. A esa hora ya estaban levantados Antonio, el dueño de casa, Francisco, el hijo mayor, y Analía, la hija del medio. Los chicos tienen 17 y 15 años respectivamente, según me informé mientras tomaba el mate cocido con leche. El más pequeño, Daniel, aún dormía (tiene 7 años y va a la escuela de tarde). Noté que la familia me observaba con curiosidad. Seguramente se preguntaban qué extraordinario acontecimiento habría empujado a una mujer de la ciudad a refugiarse en un lugar tan aislado. Ningún motivo romántico, por cierto. Cuando solicité indicaciones para llegar hasta mi lugar de trabajo, Francisco me aclaró que lo podía hacer de dos formas: mediante un ómnibus local que pasaba por la ruta cada media hora, o a través de una senda que nacía o moría (conforme se iba o se venía) en los fondos de la casa. Era una vía directa, de no más de cinco cuadras (¡de campo! según descubrí más tarde), que llegaba hasta la Clínica. Se ofreció para acompañarme para que aprendiera el camino y a las ocho y media partimos. Tendría que haber renunciado a seguir cuando los primeros ripios se guarecieron en mis zapatos. Cada tanto me paraba a devolverlos al camino, pero las medias ya habían sufrido las consecuencias. Después de cruzar la ruta, el pedregullo se convirtió en tierra. Debo confesar que el camino era espléndido, entre pinos fragantes y olmos imponentes que desflecaban al sol. Ya caminaba más confiada y apretando el paso para recuperarme de las detenciones, cuando miré mis zapatos. ¡Estaban blancos de tierra! Francisco, ante mi exclamación de disgusto, me aseguró que podría sacudirme el polvo apenas cruzáramos la carretera. Así que seguí caminando sin tregua. Pronto dejamos el bosquecillo atrás. Avisté el moderno edificio que se levantaba al otro lado de la ruta, rodeado de árboles y cortejado por enredaderas florecidas. No se parecía en nada a un hospital. La vereda de la entrada y el camino de acceso eran de lajas verdes que se fusionaban con el césped. Allí me detuve a limpiar mis zapatos y a componerme para el primer contacto. Me acerqué a la puerta de ingreso que se abrió en forma automática y me dirigí hacia una ventanilla para identificarme y preguntar por el doctor Moreno con el cual había tratado mi puesto. La empleada me miró, me evaluó, y luego habló por teléfono. Me indicó que siguiera por el pasillo y esperara a ser llamada desde el consultorio número cinco. Mientras caminaba, me vi reflejada en un espejo. Me acomodé el traje, el pelo, (las medias no tenían remedio), y seguí hasta el lugar indicado. Aguardé sentada en un confortable sillón tratando de apaciguar el torbellino de ideas. ¿Cómo sería este nuevo empleador? ¿Respetaría lo acordado verbalmente? ¿Podría desarrollar mi trabajo en libertad y confianza? ¿Tendría buenos modales? La puerta del consultorio se abrió y un hombre de apariencia joven me indicó que pasara. Era el doctor Moreno. Para resumir: me dio carta blanca para organizar todos los aspectos administrativos y contables de la clínica siempre que no le planteara a él ningún ´fastidioso asunto de papeles’ (sic). Tendría la colaboración de todo el personal para orientarme en los primeros tiempos y aquí fue donde me aclaró cuánto y cómo sería la modalidad de pago. Creo que la entrevista duró tan poco como la paciencia del doctor. Me derivó a su secretaria y mientras la instruía para que se pusiera a mi disposición, me dio un veloz apretón de manos y desapareció. Espero que no haga lo mismo con sus pacientes. Carolina –la secretaria- es una mujer joven y agraciada. Me precedió hasta una oficina interna con vista al parque trasero. Muy luminosa, con una vista soberbia, y absolutamente desordenada. Me dijo que hacía más de un año que no se actualizaban los archivos, que había papelería pendiente de despacho, que sólo se había gestionado lo imprescindible. Mientras mis ojos sobrevolaban el caos, mi estómago se contraía invadido por una primitiva sensación de impotencia. Aspiré con fuerza y le pedí a Carolina que me indicara las categorías de formularios, libros y documentos que allí se manejaban. Tomé nota cuidadosamente y apunté descongestionar el escritorio para hacer uso de la PC. Cuando hube estrujado toda su información, le agradecí y le manifesté que podía quedarme sola y que si la necesitara, la llamaría. Comencé a separar papeles y a guardarlos según similares. Carolina, alrededor de las trece, me escoltó hasta el comedor y me presentó a otros integrantes de la clínica. El almuerzo consistió en pollo a la parrilla con guarnición de verduras crudas y cocidas, frutas y gaseosas o agua mineral. Me aclaró que podía pedir café si lo deseaba, o esperar hasta más tarde cuando Juanita, la empleada de limpieza, lo distribuyera. Opté por lo último. Volví a mi oficina (apenas ordenada, ya sentía haberle impreso mi sello) y proseguí con la tarea de higiene. A las dieciséis, Juanita trajo el café y nos conocimos. Vos sabés cual es mi concepto acerca del personal de maestranza. A los diez minutos me contó la historia de su vida e hizo ingentes esfuerzos por enterarse de la mía. Yo le respondí a todo sin decirle nada y la incorporé a mi lista de ‘buenas relaciones’. A las dieciocho volvió para avisarme que era el horario de salida. Antes de irme y cerrar la puerta, eché una mirada satisfecha a mi alrededor. Le había dado la primera lección de esperanto a esa torre de babel. En el pasillo me crucé con Carolina que me saludó cordialmente (imagino su alivio por no haber sido molestada) y rebasé la puerta automática pensando en cómo volvería a la casa. Afuera me esperaban dos sorpresas: Francisco y Daniel. El más chico de los Biani es un gordito agradable y perspicaz. Diría que el más sagaz de la familia. Regresamos caminando por la misma senda, mientras charlábamos animadamente. Daniel quedó deslumbrado por mis conocimientos de computación, mi cinturón negro de judo y mi pasión por los relatos de terror, que comparte. Estos temas fueron apareciendo en ese orden. El primero y el segundo, exhortados por la andanada de preguntas del chico, cuya locuacidad contrasta con la moderación del hermano mayor. Y el tercero, convocado por el ocaso. El bosque luminoso de la mañana se apaga. Los árboles se condensan con las sombras crecientes y los sonidos se hacen inquietantes. ¿Qué mejor recurso que hablar del miedo para ahuyentarlo? Te confieso que me confortó divisar las luces traseras de la vivienda. Francisco me mencionó en ese momento la conveniencia de tener una bicicleta para mis futuros traslados. Me aseguró que podía conseguirme alguna prestada. ¿No dirías que percibió mis temores? Tanto Mercedes como Antonio parecieron satisfechos cuando les aseguré que efectivamente trabajaría en la clínica y seguiría hospedándome en la casa. Sólo Analía se mostraba un tanto reticente. Estimé que estaba un poco celosa. Resolví usar alguna estrategia para romper el hielo. A las veinte y treinta me llamaron a cenar. Comimos pescado y verduras al vapor. No estuvo mal. Lo mejor, el budín de pan casero. Me excusé prontamente para venir a mi cuarto, y ahora, sin excusas, me despido con un beso de vos. ¡Llamame! Sara”.
Madre e hija se miraron.
-¡Normal! –dijeron al unísono. Nina la colocó sobre la carpeta y tomó la siguiente. Un estruendoso fogonazo las sobresaltó. Rosa inspeccionó el cierre de la ventana y separó las cortinas para mirar hacia el exterior.
-Llueve torrencialmente. ¿Viajarán con esta tormenta?
-Mami, faltan dos días hasta el lunes. Habrá un sol que rajará la tierra y echaremos de menos la tormenta –acotó Nina pacientemente.
-Si yo soy dramática, vos pecás de fantasiosa. Espero que tu pronóstico se cumpla mejor que el del Servicio Meteorológico. -Volvió a sentarse en la butaca y la exhortó:- seguí leyendo que por ahora no encuentro nada extraño.

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