domingo, 26 de abril de 2009

LAS CARTAS DE SARA - XI

Dante trató de razonar con las mujeres. Veía que estaban entrando en un cono de interrogantes extraños y quería mantener la lucidez para el viaje que se avecinaba.

-Creo que hasta ahora son todas casualidades y que debemos analizar racionalmente los relatos de Sara. Por el momento, además de esa logia que no es inusual en un pueblito que vive su propio ostracismo, hay declaraciones de una persona un tanto mística y una muchacha con la sensibilidad a flor de piel, arrojada de su vida cotidiana y en contacto con otras costumbres. Amén de que se está enamorando.

-Nada de lo que dice Sara me hace dudar de su equilibrio… -dijo Nina a la defensiva.

-Ni siquiera lo he insinuado –aclaró Dante.- Sólo digo que terminemos de leer las cartas para completar la situación de análisis y después saquemos conclusiones. ¿Puedo leer la siguiente?

Nina se la extendió. Él la estudió por un momento y arrancó:

-“Querida amiga: No hace falta que te mencione que aún no funcionan los teléfonos. Esta nueva carta es prueba de ello. Hoy, aprovechando el feriado, le pedí a Analía que me acompañara a concluir mi exploración. Para mi sorpresa, aceptó sin objeciones. Pusimos en la mochila una cuerda gruesa, un cuchillo grande, un botiquín de emergencias y la radio móvil que me comunica con la guardia de la Clínica (SÓLO PARA EMERGENCIAS). Hasta ahora no había hecho uso de ella y tampoco lo esperaba en esta oportunidad. También llevamos unos panecillos, que Mercedes había horneado temprano, para reforzar el desayuno. Un día caluroso y soleado. Avancé por la senda con seguridad, seguida por Analía que cargaba la mochila en ese primer tramo. Íbamos en silencio, rindiendo tributo a la inconfundible atmósfera del lugar. Evoqué el regocijo que sentía entre los brazos de mi madre. Estaba tan presente en ese paraje, que mitigó el dolor de la pérdida. Caminábamos confiadas, entre la fresca vegetación que parecía celebrar nuestro paso. El entorno cambió perceptiblemente a medida que nos acercábamos al barranco. Antes del encuentro con el puma, un cosquilleo de intranquilidad había sustituido al bienestar inicial. El animal surgió delante de nosotros como una aparición. Analía y yo nos quedamos pegadas al camino, sin atinar a respirar ni movernos. Era un puma enorme, de pelaje casi dorado que, atravesado en la senda, nos miraba fijamente. Penetrando la burbuja de sorpresa que nos mantenía paralizadas, una idea me llegó claramente: “¡RETROCEDE!” En realidad, no era una idea. Era una demanda imperiosa. Cuando vi que el puma se mantenía estático, recuperé el dominio y alargué el brazo para tranquilizar a Analía que temblaba del susto. Yo no sentía temor sino, ahora puedo apreciarlo, una enfermiza curiosidad que me llevó a disparar mentalmente “¡NO!”, a la orden, y a la irracional seguridad de reconocer la voz de mi madre. Enfrenté al animal y caminé hacia él. Casi lo tocaba, ante la mirada aterrada de mi compañera, cuando se arrojó velozmente al terraplén. Corrí hasta el borde y ya no lo divisé. O se había despeñado de la cornisa o la había rodeado. Ni siquiera la segunda presunción inhibió mis planes. Una muda Analía escuchó mis recomendaciones antes de asegurar la soga al tronco de un árbol cercano y comenzar el descenso. Me llevé la mochila con el cuchillo y el botiquín, y le dejé la radio y los panecillos. Aunque siempre ejercité la destreza de mi cuerpo, esta situación estaba muy lejos de las rutinas habituales. Me raspé manos, brazos y piernas con la soga y la cara con la maleza, pero al fin puse mis pies en la cornisa. Sosteniendo la cuerda, caminé hacia derecha e izquierda hasta confirmar la solidez del suelo. Decidí seguir hasta donde el camino se bifurcaba. La saliente se iba estrechando. Antes del recodo, muy a mi pesar, tuve que asegurar el final de la soga a una dura raíz. Me pegué a la pared y avancé con precaución hasta superar la curva. Te confieso que tenía un estado de excitación e indefensión al mismo tiempo. Excitación por develar lo que se ocultaba a la mirada desde arriba, e indefensión por perturbadoras imágenes de pumas dorados acechando a la vuelta del camino. Pero no había más que el sendero que terminaba en un claro despojado de hierba. Casi defraudada, (¿quién no se decepciona por no tener un puma apócrifo apostado a la vuelta?) examiné el lugar. Un espeso matorral se incrustaba como una faja a lo ancho del contorno. Lo recorrí varias veces con la vista porque distinguía una sutil diferencia de textura en la franja. Tomé una rama larga y, con cautela, fui punzando la maraña hasta que no encontré la resistencia del barranco. Una andanada de imágenes retrajo mi brazo. La guarida de la bestia. El interior del féretro de mi madre. La boca de un pozo insondable. Recuerdo que sacudí la cabeza como para expulsar esas visiones inquietantes y abrí la mochila buscando el cuchillo. Corté el tejido vegetal hasta despejar una brecha de mi altura y constaté, al resplandor del sol, que el presunto pozo era la entrada de una cueva. La sensatez de la primera expedición me había abandonado. Penetré unos pocos pasos hasta que mis ojos se amigaron con la penumbra. Unos débiles rayos perforaban más adelante la oscuridad. Lamenté no haber traído una linterna. Como el paso se veía libre, me adentré pensando en llegar hasta donde se enredaban los rayos de sol. Si volteaba, veía la entrada claramente iluminada. Era imposible perderse caminando en línea recta. Con una tranquilidad que a la distancia me sorprende, decidí continuar el reconocimiento. A medida que me iba habituando a la oscuridad, tomé conciencia de que el espacio se agrandaba, y al llegar a la zona connotada por el sol, la oquedad se transfiguró en la antesala de una bóveda mayor. Una débil fosforescencia se desprendía de las estalactitas y resaltaba el contorno de las fantasmagóricas formaciones rocosas. El silencio era abrumador. Por mi cuerpo comenzaron a circular señales de alarma. Una intensa sensación de ser observada me hostigó. La fluorescencia era insuficiente para seguir internándome y mi porfía se había consumido. Experimenté una irreflexiva urgencia por salir. Giré hacia la luz y resonó un trueno. Como presagiando una tormenta, bajó la claridad hasta suponer un sol sepultado tras las nubes. La repentina oscuridad me desorientó. Mi corazón latía aprisa y me acometió entre tinieblas el recuerdo de la tumba del explorador extraviado. ¡Cómo imaginar las aterradoras evocaciones que lo acompañaron hasta su siniestro final! Con los brazos extendidos, avancé arrastrando los pies y temiendo una caída fatídica. ¡Cuánto deploré mi osadía! Me figuré que me quedaría en ese antro para siempre. Los relámpagos iluminaron súbitamente la cámara otorgándole movimiento a las formas inertes. Descubrí que el fogonazo venía de mi izquierda, no del frente adonde presumía caminar. Rectifiqué mi marcha esperando un nuevo resplandor que certificara la salida. El silencio se pobló de un inquietante murmullo polifónico, ilegible a mi comprensión. No entendía, pero rechazaba instintivamente lo que exhortaban. Las formas parecían haberse acrecentado y formaban un frente fantasmagórico que me atraía hacia las entrañas de la gruta. Un fuerte destello alumbró la entrada y una figura sinuosa atravesada en la boca. ¿Morir en solitaria agonía o en la brevedad de unas fauces poderosas? Corrí hacia la fiera deliberadamente. Te juro que toqué su cuerpo antes de que un rayo, que zigzagueó en la cúpula de la súbita noche, delimitara la entrada libre de obstáculos. Cuando estuve afuera, pensé en Analía sola en la oscuridad. Estaba aterida porque la temperatura había bajado bruscamente y ya comenzaban a caer las primeras gotas de lluvia. Volví a pegarme a la cornisa para dar la vuelta y encontrar la soga. El viento amenazaba desbarrancarme y me aferré a los arbustos que envolvían la pared. Sorteado el escollo, oí voces transportadas por las ráfagas. Estos sonidos eran reconocibles. Mi nombre, por ejemplo. Grité una respuesta y bajo una lluvia cegadora, traté de encontrar la cuerda que había asegurado a la raíz. El agua había diluido la oscuridad y pude distinguirla a pocos metros. La sujeté como a un salvavidas y comencé la fatigosa subida. A pesar del diluvio, las plantas y el barranco seguían firmes. Alcancé unos brazos extendidos hacia mi detrás de un rostro serio, y poco después las manos de un hombre retuvieron las mías y me izaron sin esfuerzo. Analía corrió a abrazarme y me contó atropelladamente que cuando se desencadenó la tormenta había llamado a la guardia por radio, temiendo por mí seguridad. Enfrenté a mi reciente protector y le agradecí, preguntando su nombre. Dijo llamarse Melián y que trabajaba a las órdenes del doctor. Es un joven de asombrosa complexión física, pelo largo hasta los hombros y rasgos aquilinos (ya ves que aún puedo admirar un buen ejemplar). La lluvia comenzó a amainar y cuando llegamos a la casa, brillaba de nuevo el sol y estaba todo seco. Sólo había llovido en el barranco. Si no tuviera la certidumbre de mi experiencia, debiera despedirme no con 'tu perturbada amiga' sino con 'tu alienada amiga'. Sólo trato que mi mente sea lo suficientemente permeable para aceptar sucesos nunca registrados; y que no los niegue porque no pueda explicarlos racionalmente. Sé que si pudiéramos hablar de estos acontecimientos los trocaríamos en una razonable vivencia. Mientras la ansiedad por vernos me consume, te envío todo mi cariño. Sara”

Los rostros del lector y sus oyentes habían adquirido gravedad a medida que avanzaba la lectura. Nina fue la primera en reaccionar sintiendo la compulsión de justificar a su amiga.

-No voy a permitir una sola observación sobre el estado mental de Sara. Yo no dudo de la veracidad de su narración. Insisto en que está expuesta a una experiencia anormal y que es necesario sacarla de ese ambiente.

Dante la abrazó hasta sentir que el cuerpo de la joven se aflojaba. Después, le dijo con tono calmo:

-Nadie desea juzgar a Sara ni insinuar que está loca. Queremos ayudar, ¿de acuerdo?

Nina asintió y desplegó la última misiva.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

HOLA CARMEN, ME PERDI PERO YA ESTOY DE VUELTA, YO PENSE QE YA HABIAS ACABADO LA NOVELA, TU SI QUE ME DEJAS EN SUSPENSO,
SALUDOS.

Carmen dijo...

¡Hola! Estoy tratando de reconstruir la historia. Unos cacos me dejaron sin la notebook y sin los capítulos de Las Cartas, amén de los últimos trabajos de los cuales no tenía respaldo. Ya que no me olvidaste, te pido un poco más de paciencia porque en breve subiré algunos capítulos. Gracias y cariños.

Blanca dijo...

buen dia Carmen, que bueno que dices que pasó. yo estaba preocupada por qe ya no escribias, bueno estare al pdte.
abrazos