viernes, 20 de septiembre de 2013

VIAJE INESPERADO - XII



—Debe ser por el auto —conjeturó la joven al tiempo que tomaba el teléfono.
Esta declaración dispensó a Irma para quedarse mientras Leonora atendía al muchacho. La charla fue corta y de pocas palabras por parte de la chica. Le devolvió el aparato a la dueña de casa y le comunicó: —Debo ir a la estación. Necesitan el lugar que ocupa mi vehículo, así que lo voy a buscar.
—¿Por qué no esperás a que te lleve Quito?
—Porque no va a venir hasta la noche.
—Son como veinte cuadras.
—Vos decime como llegar, Irma. De paso hago la digestión —agregó con una sonrisa.
La mujer le dio las indicaciones con renuencia y la acompañó hasta la puerta. Leo se despidió y le recomendó que fuera a descansar. Irma presintió que debiera comentarle a Marcos la salida de la muchacha, pero ahuyentó el impulso para no dejarse llevar por su instinto sobreprotector. ¿Acaso él no la censuraba siempre por esa tendencia? Lo más racional, se dijo, sería tomar la siesta y después hablar con su vecino para que la joven pudiera guardar el auto a la noche. Esta decisión la conformó y se fue a dormir.
∞ ∞
Leo caminaba a paso acelerado intentando desentrañar el pedido expreso de Mario: que no comentara con nadie el motivo de la llamada. Alguien quería verla en la estación de servicio. La presencia de Irma le impidió hacer preguntas y contestó solo con monosílabos, de tal forma que su curiosidad la calmaría al llegar a destino. A las quince cuadras topó con la ruta y torció hacia la derecha, desde donde otras cinco la separaban del surtidor. Absorta en su pensamiento no tomó nota de la bochornosa temperatura hasta que entró al local refrigerado. El calor y la sed la acometieron. Se acercó al mostrador tras el cual estaba el hijo de Antonio.
—¡Hola, Mario! —saludó—. Un agua mineral helada, por favor —pidió sin aliento.
—¡Enseguida, Leo! —respondió con entusiasmo.
Ella destapó la botella y bebió con deleite. Secó sus labios con una servilleta que el muchacho había dejado junto al envase y declaró: —te escucho.
—No a mí —dijo Mario. Bajó la voz—: en la trastienda.
Leo dirigió la vista hacia donde había señalado el joven con un movimiento de cabeza: una puerta detrás del mostrador que se hallaba cerrada. Mario deslizó un extremo de la barra y le hizo señas para que pasara. Atravesó la entrada y caminó hacia la puerta que le había indicado. La abrió y contempló al hombre que la esperaba. Lo miró sin sorpresa, reflotando el recuerdo que había relampagueado en el primer encuentro y que ahora descifraba ante el gesto que el muchacho no se cuidaba de disimular. “Anacleto tiene un tic peculiar que su familia condena y reprime: una sonrisa perenne. Es un chico tan bueno y afable que esa mueca no desentona con su carácter y solo la exhibe ante quienes confía: que somos su madre y yo. ¿Sabés por qué le pusieron Anacleto? Porque estuvo muerto unos minutos después de nacer. Significa el resucitado. Tal vez ese tic sea producto del tiempo en que su cerebro se quedó sin oxígeno o, como prefiero pensarlo, de celebrar la alegría de estar vivo”. La confidencia de Camila se actualizó en su memoria como la fugaz visión de la sonrisa que Cleto se apresuró a ocultar cuando lo vio en la clínica. Su amiga lo llamaba por el nombre completo, tal vez por eso tampoco lo evocó cuando lo nombraron. Camila tenía mucho afecto por ese muchachito original, unos años menor, que la rondaba por su aceptación y porque sospechaba que estaba un poco enamorado de ella. Mientras vivió en Vado Seco lo alentó con las actividades que lo apasionaban: la jardinería y su inclinación por el cuidado y rescate de animalitos abandonados. Leo se preguntó por qué había relegado estos intereses por la enfermería.
—Hola, Anacleto —le sonrió—. Me dijo Mario que querías hablarme.
Él mantuvo la sonrisa al estudiarla, lo que Leo evaluó como aprobación.
—¿Usted me conoce? —preguntó al fin.
—Camila me habló mucho de vos y de tu gusto por las plantas y los animales.
—¿Sí? —dijo complacido—. Deben ser muy amigas.
—Como hermanas —afirmó Leo—. Hace años que vivimos juntas.
El enfermero se sumió en un silencio meditativo, con la relampagueante mueca que abría un interrogante acerca de sus pensamientos. Leonora no lo presionó. Vislumbró que no debía apurar sus tiempos para que Anacleto pudiera confiar en ella.
—Usted es tan buena como Camila —expresó al fin—. Se molestó cuando el doctor me retó.
—Ese doctor no me gusta —se sinceró Leo—. Me preocupa que la atienda, aunque debo agradecer que vos estés cerca de ella.
A Leonora se le atragantaban las preguntas que deseaba hacerle a Cleto ya que no quería que su impaciencia le provocara alguna prevención. Decidió tomar el riesgo.
—Anacleto —principió—, ¿sabés cómo se enfermó Camila?
El muchacho negó con un movimiento de cabeza: —Ya la ví internada.
—¿Alguna vez pudiste hablar con ella?
—No —la sonrisa contrastaba con el tenor de la charla—. Las drogas la tienen siempre dormida. Después que el doctor me despidió fui a verla. Estaba intranquila y me pareció que intentaba decir algo. Acerqué el oído a su boca y la escuché murmurar. Al principio no entendí nada, hasta que reconocí su nombre. Repetía una y otra vez: Leo, Leo…
—No estaba equivocada… —dijo la joven con voz quebrada—. Me reconoció… —la angustia le cerró la garganta pensando en la imposibilidad de su amiga para emerger de la parálisis medicamentosa y la impotencia para comunicar su tormento.
—¡Anacleto! —demandó—. Quiero saber por qué me hiciste llamar.
—Porque Camila pidió hablar con usted.
—Tengo prohibido el ingreso al sanatorio hasta que Matías lo autorice —señaló con desánimo.
—Yo puedo hacerla entrar de noche —manifestó Cleto—. Camila la necesita.
Leonora se cruzó de brazos y frunció el ceño. Aunque el enfermero le franqueara el ingreso, Cami no estaba en condiciones de razonar. Se acordó de la prima de su mamá, internada durante años en un psiquiátrico. Le bajaban las dosis de antisicóticos cuando la iban a visitar los fines de semana para que pudiera alternar.
Necesito que Camila esté medianamente lúcida para conocer el origen de su descompensación. Si Cleto pudiera inmiscuirse en la administración de medicamentos…
—¿Quién le suministra la medicina, Anacleto?
—El doctor me entrega las jeringas y yo las inyecto en el suero.
—¿Entendés que mientras esté tan dopada será imposible que podamos hablar?
—Sí. El doctor se va a un congreso por tres días. Le voy a disminuir a Camila la ingesta en forma gradual para evitar un shock y para que pueda comunicarse con usted.
—Vas a tomar un riesgo enorme. Lo único que te pido es que no pongas en peligro su salud.
—Quédese tranquila. He manejado muchas veces la supresión de drogas —afirmó con su sonrisa inquietante—. No debe hablar con nadie de este plan —le pidió—. Aquí las paredes oyen.
—¡Señor Silva…! —el tono potente de Mario los hizo mirarse con alarma—. ¿Qué lo trae por acá?
—Me voy por la puerta trasera —bisbiseó Cleto—. Le mando un aviso con Mario.
Leo no alcanzó a responder cuando el muchacho había desaparecido.
¿Y ahora qué hago? ¿Me quedo escondida hasta que Marcos se vaya? ¿Qué puedo explicar de mi presencia en esta oficina? ¿Me voy por atrás y aparezco por la entrada…?
Miró a su alrededor y vio una puerta contigua a la que había usado el enfermero para salir. La abrió y encontró un pequeño baño ocupado por envases y cajones. Es una buena excusa, pensó.
Los Silva la contemplaron sorprendidos cuando asomó detrás de Mario.
—¡Gracias por prestarme el baño, Mario! —dijo con una sonrisa. Se fijó en los hombres y los saludó—: ¡Hola a los dos!
—Confieso que con semejante empleada vendría más a menudo a tu boliche —declaró Silva padre.
—Arturo… que me lo voy a creer —regañó ella con gracia a la vez que se dirigía al extremo del mostrador que Mario se apresuró a correr.
Quedó enfrentada a Marcos que la observó con recelo. Soportó el escrutinio sin alterarse hasta que él señaló: —Te hacía descansando en lo de Nana.
—Vine a buscar mi auto. Ya he abusado en exceso de la amabilidad de Mario —enfocó la vista en Arturo—. ¿Están en plan de trabajo?
—Lo estamos; pero a tu disposición si se te ofrece algo —declaró el hombre.
—¡Ah…! Solo me preguntaba si podían compartir un café conmigo. Una pequeña retribución por tantas atenciones —aclaró con un mohín que trastornó a Marcos.
—¿Hacemos un alto, hijo? —preguntó al embelesado retoño.
—Sin duda —aceptó conciente de la oportunidad de verla antes de la noche.
Ella se volvió hacia Mario y le pidió con deferencia: —¿Nos preparás un café?
El muchacho, aliviado por haber sorteado el comprometido trance, le respondió: —Tomen asiento que ya se los alcanzo.

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