—Debe ser por el
auto —conjeturó la joven al tiempo que tomaba el teléfono.
Esta declaración
dispensó a Irma para quedarse mientras Leonora atendía al muchacho. La charla
fue corta y de pocas palabras por parte de la chica. Le devolvió el aparato a
la dueña de casa y le comunicó: —Debo ir a la estación. Necesitan el lugar que
ocupa mi vehículo, así que lo voy a buscar.
—¿Por qué no
esperás a que te lleve Quito?
—Porque no va a
venir hasta la noche.
—Son como veinte
cuadras.
—Vos decime como
llegar, Irma. De paso hago la digestión —agregó con una sonrisa.
La mujer le dio
las indicaciones con renuencia y la acompañó hasta la puerta. Leo se despidió y
le recomendó que fuera a descansar. Irma presintió que debiera comentarle a
Marcos la salida de la muchacha, pero ahuyentó el impulso para no dejarse
llevar por su instinto sobreprotector. ¿Acaso él no la censuraba siempre por
esa tendencia? Lo más racional, se dijo, sería tomar la siesta y después hablar
con su vecino para que la joven pudiera guardar el auto a la noche. Esta
decisión la conformó y se fue a dormir.
∞ ∞
Leo caminaba a
paso acelerado intentando desentrañar el pedido expreso de Mario: que no
comentara con nadie el motivo de la llamada. Alguien quería verla en la
estación de servicio. La presencia de Irma le impidió hacer preguntas y contestó
solo con monosílabos, de tal forma que su curiosidad la calmaría al llegar a
destino. A las quince cuadras topó con la ruta y torció hacia la derecha, desde
donde otras cinco la separaban del surtidor. Absorta en su pensamiento no tomó
nota de la bochornosa temperatura hasta que entró al local refrigerado. El
calor y la sed la acometieron. Se acercó al mostrador tras el cual estaba el
hijo de Antonio.
—¡Hola, Mario!
—saludó—. Un agua mineral helada, por favor —pidió sin aliento.
—¡Enseguida, Leo!
—respondió con entusiasmo.
Ella destapó la
botella y bebió con deleite. Secó sus labios con una servilleta que el muchacho
había dejado junto al envase y declaró: —te escucho.
—No a mí —dijo
Mario. Bajó la voz—: en la trastienda.
Leo dirigió la
vista hacia donde había señalado el joven con un movimiento de cabeza: una
puerta detrás del mostrador que se hallaba cerrada. Mario deslizó un extremo de
la barra y le hizo señas para que pasara. Atravesó la entrada y caminó hacia la
puerta que le había indicado. La abrió y contempló al hombre que la esperaba.
Lo miró sin sorpresa, reflotando el recuerdo que había relampagueado en el
primer encuentro y que ahora descifraba ante el gesto que el muchacho no se
cuidaba de disimular. “Anacleto tiene un tic peculiar que su familia condena y
reprime: una sonrisa perenne. Es un chico tan bueno y afable que esa mueca no
desentona con su carácter y solo la exhibe ante quienes confía: que somos su
madre y yo. ¿Sabés por qué le pusieron Anacleto? Porque estuvo muerto unos
minutos después de nacer. Significa el
resucitado. Tal vez ese tic sea producto del tiempo en que su cerebro se
quedó sin oxígeno o, como prefiero pensarlo, de celebrar la alegría de estar
vivo”. La confidencia de Camila se actualizó en su memoria como la fugaz visión
de la sonrisa que Cleto se apresuró a ocultar cuando lo vio en la clínica. Su
amiga lo llamaba por el nombre completo, tal vez por eso tampoco lo evocó
cuando lo nombraron. Camila tenía mucho afecto por ese muchachito original,
unos años menor, que la rondaba por su aceptación y porque sospechaba que
estaba un poco enamorado de ella. Mientras vivió en Vado Seco lo alentó con las
actividades que lo apasionaban: la jardinería y su inclinación por el cuidado y
rescate de animalitos abandonados. Leo se preguntó por qué había relegado estos
intereses por la enfermería.
—Hola, Anacleto
—le sonrió—. Me dijo Mario que querías hablarme.
Él mantuvo la
sonrisa al estudiarla, lo que Leo evaluó como aprobación.
—¿Usted me conoce?
—preguntó al fin.
—Camila me habló
mucho de vos y de tu gusto por las plantas y los animales.
—¿Sí? —dijo
complacido—. Deben ser muy amigas.
—Como hermanas
—afirmó Leo—. Hace años que vivimos juntas.
El enfermero se
sumió en un silencio meditativo, con la relampagueante mueca que abría un
interrogante acerca de sus pensamientos. Leonora no lo presionó. Vislumbró que
no debía apurar sus tiempos para que Anacleto pudiera confiar en ella.
—Usted es tan
buena como Camila —expresó al fin—. Se molestó cuando el doctor me retó.
—Ese doctor no me
gusta —se sinceró Leo—. Me preocupa que la atienda, aunque debo agradecer que
vos estés cerca de ella.
A Leonora se le
atragantaban las preguntas que deseaba hacerle a Cleto ya que no quería que su
impaciencia le provocara alguna prevención. Decidió tomar el riesgo.
—Anacleto
—principió—, ¿sabés cómo se enfermó Camila?
El muchacho negó
con un movimiento de cabeza: —Ya la ví internada.
—¿Alguna vez
pudiste hablar con ella?
—No —la sonrisa
contrastaba con el tenor de la charla—. Las drogas la tienen siempre dormida.
Después que el doctor me despidió fui a verla. Estaba intranquila y me pareció
que intentaba decir algo. Acerqué el oído a su boca y la escuché murmurar. Al
principio no entendí nada, hasta que reconocí su nombre. Repetía una y otra
vez: Leo, Leo…
—No estaba
equivocada… —dijo la joven con voz quebrada—. Me reconoció… —la angustia le
cerró la garganta pensando en la imposibilidad de su amiga para emerger de la
parálisis medicamentosa y la impotencia para comunicar su tormento.
—¡Anacleto!
—demandó—. Quiero saber por qué me hiciste llamar.
—Porque Camila
pidió hablar con usted.
—Tengo prohibido
el ingreso al sanatorio hasta que Matías lo autorice —señaló con desánimo.
—Yo puedo hacerla
entrar de noche —manifestó Cleto—. Camila la necesita.
Leonora se cruzó
de brazos y frunció el ceño. Aunque el enfermero le franqueara el ingreso, Cami
no estaba en condiciones de razonar. Se acordó de la prima de su mamá,
internada durante años en un psiquiátrico. Le bajaban las dosis de
antisicóticos cuando la iban a visitar los fines de semana para que pudiera
alternar.
Necesito que Camila esté medianamente lúcida para
conocer el origen de su descompensación. Si Cleto pudiera inmiscuirse en la
administración de medicamentos…
—¿Quién le
suministra la medicina, Anacleto?
—El doctor me
entrega las jeringas y yo las inyecto en el suero.
—¿Entendés que
mientras esté tan dopada será imposible que podamos hablar?
—Sí. El doctor se
va a un congreso por tres días. Le voy a disminuir a Camila la ingesta en forma
gradual para evitar un shock y para que pueda comunicarse con usted.
—Vas a tomar un
riesgo enorme. Lo único que te pido es que no pongas en peligro su salud.
—Quédese
tranquila. He manejado muchas veces la supresión de drogas —afirmó con su
sonrisa inquietante—. No debe hablar con nadie de este plan —le pidió—. Aquí
las paredes oyen.
—¡Señor Silva…!
—el tono potente de Mario los hizo mirarse con alarma—. ¿Qué lo trae por acá?
—Me voy por la
puerta trasera —bisbiseó Cleto—. Le mando un aviso con Mario.
Leo no alcanzó a
responder cuando el muchacho había desaparecido.
¿Y ahora qué hago? ¿Me quedo escondida hasta que
Marcos se vaya? ¿Qué puedo explicar de mi presencia en esta oficina? ¿Me voy
por atrás y aparezco por la entrada…?
Miró a su alrededor
y vio una puerta contigua a la que había usado el enfermero para salir. La
abrió y encontró un pequeño baño ocupado por envases y cajones. Es una buena
excusa, pensó.
Los Silva la
contemplaron sorprendidos cuando asomó detrás de Mario.
—¡Gracias por
prestarme el baño, Mario! —dijo con una sonrisa. Se fijó en los hombres y los
saludó—: ¡Hola a los dos!
—Confieso que con
semejante empleada vendría más a menudo a tu boliche —declaró Silva padre.
—Arturo… que me
lo voy a creer —regañó ella con gracia a la vez que se dirigía al extremo del
mostrador que Mario se apresuró a correr.
Quedó enfrentada
a Marcos que la observó con recelo. Soportó el escrutinio sin alterarse hasta
que él señaló: —Te hacía descansando en lo de Nana.
—Vine a buscar mi
auto. Ya he abusado en exceso de la amabilidad de Mario —enfocó la vista en
Arturo—. ¿Están en plan de trabajo?
—Lo estamos; pero
a tu disposición si se te ofrece algo —declaró el hombre.
—¡Ah…! Solo me
preguntaba si podían compartir un café conmigo. Una pequeña retribución por
tantas atenciones —aclaró con un mohín que trastornó a Marcos.
—¿Hacemos un
alto, hijo? —preguntó al embelesado retoño.
—Sin duda —aceptó
conciente de la oportunidad de verla antes de la noche.
Ella se volvió
hacia Mario y le pidió con deferencia: —¿Nos preparás un café?
El muchacho,
aliviado por haber sorteado el comprometido trance, le respondió: —Tomen
asiento que ya se los alcanzo.
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