domingo, 27 de enero de 2008

POR SIEMPRE - II

Celina miró risueñamente a Sofía que dormía con la boca abierta. Un audible ronquido acompañaba su respiración. ¡Menuda sorpresa se llevaría su refinada amiga si pudiera escucharse! En cambio, ella no podía apartar la mirada del paisaje. Un terreno escabroso de abundante vegetación despertaba su febril imaginación. ¿Habría hollado algún pié humano ese suelo aparentemente virgen? Este paisaje exacerbadamente elemental la atraía como el abismo. Alucinaba con vivir encubierta por el verde profuso y la hospitalaria tierra. Las incomodidades derivadas de sus costumbres urbanas no alteraban la placidez de su fantasía, así como la satisfacción de las necesidades corporales básicas no viciaban ningún relato de amor. La proximidad de una tormenta resaltaba los contornos del paisaje contrastando con la opacidad de la atmósfera. Celina echó un vistazo al reloj que le indicó que apenas eran las tres de la tarde. El viento sacudía el desplazamiento del ómnibus y un sonido creciente la llevó a inclinarse sobre la cabina de conducción para preguntarle a los choferes su significado. Le contestaron, bastante alterados, que así había sonado unos años atrás el desborde del río Aucan. Con el objeto de alejarse de esa zona de tierras bajas le imprimieron mayor velocidad al vehículo. El conductor la tranquilizó asegurándole que llegarían sin dificultades a la próxima parada. Celina volvió a su asiento y a pesar de su intranquilidad, no despertó a Sofía que seguía durmiendo plácidamente. Se dedicó a observar el exterior con una concentración dolorosa. Como si la vigilia pudiera suprimir el peligro. Así viajaron media hora más bajo un cielo encendido de relámpagos. El espectáculo que otrora la fascinara, ahora la llenaba de presagios sombríos. La mayor parte del contingente dormía después del copioso almuerzo. Sólo unos chicos jugaban con naipes de héroes y una joven pareja intercambiaba ardientes besos y abrazos. Los contempló con la nostalgia de la soledad y luego apartó la mirada decorosamente. Cuando se volvió hacia la ventanilla, vio una combi casi volcada sobre la cuneta y varias figuras que hacían desesperadas señas con los brazos. Corrió hacia la cabina para avisar al conductor. El chofer y su acompañante le dijeron que no podían detenerse porque no llegarían a la parada. Celina, indignada por la falta de caridad, los conminó a viva voz para que volvieran. La discusión despertó a los pasajeros y entre ellos, a Sofía. Medio dormida, se acercó a la cabina para ver que pasaba. Celina había obligado con su escándalo a disminuir la velocidad del ómnibus y varias personas intervinieron en la controversia. Como la mayoría apoyaba a los choferes, ella exigió bajarse del vehículo porque no podía desoír el pedido de auxilio. La tildaron de insensata pero detuvieron el coche. Recomendó sus pertenencias a una Sofía abrumada por su determinación y recuperó -de la bodega del ómnibus abierta a regañadientes- la mochila de exploradora y un abrigo impermeable. La mirada culposa de su amiga y el respingo del autobús al partir, fueron las últimas imágenes que fijó antes de volverse hacia el coche siniestrado. Corrió contra el viento mientras las figuras, que acortaban la distancia hacia ella, se convertían en niños llorosos y aliviados a la vez. Abrazó a dos pequeños mientras intentaba aprehender el borbollón de voces dispersadas por el vendaval. Uno de los chicos más grandes tomó la palabra y le explicó que había estallado una cubierta y el ómnibus se había volcado al costado de la ruta. Que el conductor estaba herido y no podía caminar, y que había que alejarse inmediatamente de ese lugar antes de que llegara el agua. No lo habían hecho antes porque no podían dejar al chofer. Celina se apresuró hacia el coche y comprobó que el conductor estaba inconsciente. Andrés, el portavoz del grupo, le dijo que debían dirigirse hacia la zona arbolada que estaba a nivel superior a la carretera. Cuanto más se internaran entre la vegetación, menos expuestos estarían a la inundación. Celina abrió su mochila y sacó la hamaca paraguaya que había cargado antes de salir. Con la ayuda de los muchachos mayores trasladaron al conductor sobre ella y encomendó a seis de ellos que sostuvieran la improvisada camilla por ambos extremos. Ella se dedicó a reunir y contar a los más pequeños. Eran siete en total. Cuatro nenas y tres varones. Hurgó en la mochila y sacó dos sogas y la linterna. Formó dos grupos de chiquillos tomados de cada soga. Uno comandado por ella y otro por Andrés. Como él conocía el lugar, le cedió la linterna y le pidió que encabezara la marcha. Avanzaron con dificultad debido a la resistencia del viento y al terreno en ascenso. Continuamente recordaba a los niños que no soltaran la cuerda. Atrás cerraban filas los voluntariosos camilleros con el chofer desmayado. A poco de marchar, comenzaron a caer las primeras gotas que se transformaron en lluvia fría. El agua se filtraba por el cuello de su impermeable y la mochila era un peso que le torturaba la espalda. En medio del aguacero que convertía la tierra en barro, treparon penosamente un empinado barranco. Esta nueva superficie estaba poblada por grandes árboles. Andrés señaló que convenía encaramarse entre las ramas más altas. Con la soga, aseguraron entre sí a cada grupo de pequeños que se acomodó en sendos árboles, auxiliados por los mayores. Andrés escaló sin dificultad el árbol seleccionado para guarecerse con Celina y el conductor. Ayudó a subir a la joven y luego, entre los dos, recibieron al herido de manos de los chicos más grandes y lo aseguraron a una rama horquillada. Finalmente, los ex-camilleros, se repartieron con cada grupo de niños. A pesar de que estaba cada vez más aterida, Celina pensaba con claridad. Andrés coincidió con ella en que debían combatir sin tregua el estado de hipotermia. Tenían que impedir que los niños se durmieran para no caer del refugio. A viva voz, se turnaron para instruir a los encargados de grupo. La consigna era cantar para que todos pudieran participar. Aunque costó arrancar, los niños mayores estimularon a los pequeños con una actitud firme y cariñosa. Poco después todos entonaban las canciones infantiles propuestas por los niños. El diluvio fue decreciendo junto a la temperatura. Un sonido amenazante los puso en guardia. Andrés gritó que se venía la crecida. Alertó a sus compañeros para afrontar el embate de las aguas y asegurar cuidadosamente a los más chicos. Le dijo a Celina que se sujetara con fuerza, indicación que ella obedeció de inmediato. Andrés apuntó la linterna hacia abajo y vieron que el suelo barroso se había metamorfoseado en una corriente marrón que se abalanzaba sobre los árboles. Celina había rodeado con su brazo derecho la rama que la sostenía, mientras amarraba con el otro al conductor que no se había reanimado en ningún momento. El torrente estremeció a sus anfitriones que parecieron someterse al embate. Celina rogaba no sabía a quien que el aluvión no los arrastrara, y tal vez alguien la escuchó y permitió que los árboles permanecieran firmemente arraigados al suelo. El nivel del agua ascendió rápidamente lo que la precipitó en un nuevo estado de ansiedad. ¿Llegaría hasta esa altura y los expulsaría? La imagen de cuerpos infantiles y del propio flotando inertes en el turbio arroyo la convulsionó y unas lágrimas ardientes abrasaron sus mejillas frías. Estaba convencida que prefería ahogarse con los chicos a soportar el cargo de conciencia de haberlos abandonado a su suerte. ¡Pero ella no quería morir ahora, con veintinueve años y sin haber conocido el AMOR con mayúsculas! La tensión por la injusta posibilidad la hizo recuperarse y la movilizó para conectarse nuevamente con los otros refugiados. Organizó una rueda de repetición de nombres para aventar el sueño. Los pequeños, temblorosos y cansados, se abandonaron al llanto. Ella siguió hablando en voz alta con Andrés y los chicos mayores esperando que no se durmieran y guardaran a los otros. Mientras, su mente deambulaba por los oscuros dominios del miedo. Sabía que si tenían que esperar hasta la mañana por ayuda, no resistirían. ¿Pero qué certeza tenía? Si alguien le hubiese preguntado horas atrás acerca de su comportamiento en esta situación, no hubiera sabido responderle. Todo lo hizo por impulso, de manera instintiva. La única convicción que tenía era que coincidía con su sector irracional. Andrés le reiteró que su abuelo saldría a buscarlos apenas fuera posible. Celina suspiró en la oscuridad. Tenía tanto frío que la tentaba la idea de cerrar los ojos y sosegar su pensamiento. Siguió llamando a todos por su nombre para resistirse hasta que la disfonía y el sopor la fueron ganando. Se sobresaltó cuando Andrés la sacudió para impedir que soltara su amarra. Creyó escuchar un motor a lo lejos pero comprendió que alucinaba porque ningún vehículo podría recorrer la carretera inundada. Andrés volvió a zarandearla y vociferó llamando a su abuelo. Los pequeños empezaron a gritar alentados por los mayores mientras el ronquido del motor se intensificaba. Innegables voces masculinas voceaban los nombres de los chicos y con sus últimos chispazos de razonamiento, la joven dedujo que se acercaba una lancha de salvamento dirigida por el abuelo de Andrés. El progresivo resplandor aumentó hasta que un reflector la encegueció. Venían tres embarcaciones a motor que se dirigieron a cada árbol una vez evaluada la situación. Sintió que alguien liberaba su brazo del cuerpo del herido. Mientras se sumergía en la inconciencia junto a las voces, comprendió por qué los seres humanos necesitaban dioses para afrontar el inescrutable comportamiento de la Naturaleza.

No hay comentarios: