sábado, 16 de agosto de 2008

POR SIEMPRE - XXIII

René se tendió para relajar los músculos. Bajó a desayunar a la hora acostumbrada resuelto a traspasar a Sergio la atención de la hacienda. Se encontraron en la mesa del desayuno.

-¡Buen día, papá! ¿No debieras estar descansando? -lo saludó Sergio poniéndose de pie.

-No pude dormir. Además necesitaba hablar con los dos -dijo, incluyendo a don Arturo. Y continuó de un tirón:- Necesito estar libre por unos días para convencer a Celina de que se quede. Así que cuento con ustedes para que me reemplacen.

Don Arturo hizo un gesto de asentimiento acompañado de una sonrisa benévola mientras el hijo aniquilaba sus aspiraciones por amor al padre.

-Ya lo habíamos decidido para que te recuperaras, viejo, pero esta consideración no se me había ocurrido. Te auguro una misión exitosa -manifestó Sergio con generosidad.

La expresión feliz del progenitor atemperaba el estéril paisaje interior del hijo habitado de sueños muertos y una doliente sensación de renuncia. Tras las últimas recomendaciones, René se despidió con un abrazo.

-Que Üenechén1 lo proteja y le dé fortaleza a su domo huinka2 -fue el adiós de Rayén.

El hombre le dio un sonoro beso en la mejilla y salió al encuentro de la oportunidad que su hado le brindaba. Manejó sin apuro dado que recién amanecía y no quería perturbar el reposo de Celina. Se detuvo en el hotel para buscar las llaves del departamento que tenía en el pueblo y tomó un café para hacer tiempo. La tormenta que se preparaba lo trasladó al día en que conoció a la mujer amada. ¿Sería un buen augurio? Se rió de sí mismo al tomar conciencia de que se había puesto un poco supersticioso. El amor le había completado un proyecto de vida al servicio de sus descendientes con la reaparición de anhelos olvidados, la ilusión al despertar cada día, la virilidad exacerbada por la imaginación. Deseaba a Celina con frenesí, pero estaba dispuesto a postergar el momento trascendental para que fuera una experiencia correspondida con el deseo de la muchacha. Dejó algunas instrucciones escritas para Javier y arrancó para la clínica. Las primeras gotas salpicaban el parabrisas cuando se bajó del auto y los truenos y relámpagos pronosticaban un fuerte temporal. El hall del hospital estaba desierto, a no ser por una enfermera que hacía guardia en la recepción.

-Buen día, Marcela. ¿Esteban está descansando?

-Buen día, señor Valdivia. En este momento está en la habitación de la señorita Celina.

Le agradeció la información y caminó, disimulando su prisa, hacia el cuarto adonde la había trasladado en la noche. Golpeó la puerta.

-¡Adelante, hombre impaciente! -la voz del médico sonó complacida.

Entró sorprendido por la ansiedad de verla como si hubieran estado alejados por mucho tiempo. Celina estaba apoyada sobre dos almohadas y el brillo de la conciencia resplandecía en la mirada que le prodigó. Una venda blanca rodeaba su frente dándole el aspecto de una bella india. Como si estuviera sola, se acercó al lecho y la estrujó entre los brazos fundiéndola sobre el pecho hasta que la joven dejó escapar una risa sofocada.

-¡René, debo respirar! -reclamó a su verdugo.

El hombre aflojó la presión con una sonrisa jubilosa y volvió a tenderla sobre las almohadas con un movimiento tan pausado como el beso que no pudo reprimir. Cuando se separaron, reparó en Esteban que observaba la escena cruzado de brazos y con una sonrisa divertida. Se dirigió a él:

-¿Así la ibas a cuidar, dejando entrar a cualquiera? -lo sermoneó.

-Con cualquiera no hubiera corrido el riesgo de morir asfixiada -contestó el médico cachazudamente.

-Me parece que van a ser tus últimos días en este hospital… -amenazó René con una mueca que expresaba todo lo contrario.

-¡Dios lo quiera! Así no tendré que ver tu trastornada expresión de enamorado -retrucó Esteban; y poniéndose serio:- Le estoy firmando el alta a mi linda paciente, así que preparate para llevarla.

-Presumo que están hablando de mí -intervino Celina con soltura, y preguntó:- ¿Adónde se supone que me van a llevar…?

El médico hizo un ademán moderador y le dijo mientras se despedía:

-René te dará todas las explicaciones. ¿Un consejo de amigo? Este patán merece toda tu confianza –se inclinó para besarla en la mejilla, mientras ella lo abrazaba con afecto.

-¡Gracias, querido doctor! Lo tendré en cuenta.

La puerta se cerró aislándolos del mundo. René se sentó mirándola con tanta avidez que la obligó a bajar los párpados para que no leyera el mismo anhelo en los suyos.

-¡Bueno! –le dijo al fin- ¿me dirás qué me depara el destino?

El hombre le levantó la barbilla para enfocar su mirada y le aseguró:

-Un enamorado que te ambiciona tanto que sólo aceptará tenerte cuando estés chalada por él.

Ella rió encantada con la declaración de René y tiempo después le confesó que en ese preciso instante se transformó de seducida en chalada. El estanciero la besó tiernamente y le preguntó:

-¿Podrás vestirte sola?

-Si necesito ayuda, te llamaré –le respondió con desenfado.

René hizo un gesto de escepticismo y le acarició la mejilla sin perder la sonrisa.

-Te espero afuera –le dijo.

Celina se levantó de la cama y buscó la ropa de la que nuevamente se había ocupado María. Se vistió y pasó por el baño antes de salir al pasillo donde la aguardaba su enamorado. Él le pasó un brazo por la cintura y la guió hacia la salida adonde estaba estacionado el auto. La tormenta estaba en crecimiento y René corrió primero al vehículo para moverlo sobre la vereda que estaba rematada por un alero. Celina subió a su lado sin sufrir más molestia que el atropello del viento que le dificultaba el avance. Cuando logró cerrar la portezuela, René le dijo divertido:

-Creí que tendría que salir a rescatarte. Me voy a ocupar de que ganes peso.

-No podrás. Tengo un metabolismo eficiente. Pero te informo que los helados me encantan.

-Hace frío –le avisó el hombre.

-¡En toda temporada! –exclamó eufórica.

-Tendrás tu helado –le prometió; luego la tomó de los hombros y le contó adónde pensaba llevarla:- Vamos a mi departamento del centro. Allí acabarán mis sobresaltos porque te tendré siempre a la vista –la miró un poco inquieto, como si esperara una negativa.

La mujer chalada esbozó una luminosa sonrisa y sólo dijo:

-Me parece bárbaro.

René se quedó un momento en suspenso hasta que asimiló la respuesta y dio de baja a todos los argumentos que tenía preparados. Condujo hacia la ciudad con plena conciencia de la proximidad de Celina, de su perfume, de su calor, de su gracia, y entendió que se avecinaba el momento más glorioso de su vida.

1 (mapuche) Creador de los hombres

2 (mapuche) mujer extranjera

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