miércoles, 23 de enero de 2013

LAS CARTAS DE SARA – XXII



Eran las cinco de la tarde cuando regresaron al centro. Nina y Dante volvieron al hotel y dejaron a Sara en el Trust en compañía de Ada. La mujer insistió para que la joven tomara algún refrigerio antes de retirarse. Sara fluctuaba entre la duda y la convicción de restituirle a Max la memoria de su implicación en la contienda. Intentó comunicarse con don Emilio pero su llamado se extravió en un vacío inquietante. A las siete, se dirigió al encuentro de Max. Lo esperó sentada en el último escalón, acurrucada contra la puerta del edificio y vigilando a los costados con nerviosismo, alerta a un nuevo ataque del can. El médico la distinguió antes de bajar del auto que conducía Melián. Observó preocupado la carita tensa y el crispado movimiento lateral y se preguntó a qué le temía. Recién lo vio cuando estuvo a su lado. Se levantó de un salto y, aliviada, lo abrazó por la cintura. Él subió los brazos y la apretó contra su cuerpo.
—Te fui a buscar al Trust —le dijo cuando percibió que la tirantez aflojaba.
Sara se apartó, azorada por su reacción. ¿Cómo iba a convencer a Max de que era la elegida para luchar contra la oscuridad si buscaba su amparo como una minusválida?
—Necesito hablar con vos —declaró con gravedad.
—Entremos —invitó él abriendo la puerta del edificio.
Sólo cuando entraron al departamento el hombre la interpeló:
—¿Qué pasó, Sara? Te noté asustada.
Ella lamentó ser tan transparente a los ojos masculinos. Se dijo que debía recuperar el control y hacerse cargo de las atribuciones que poseía y la tarea encomendada. Se sentó en el sillón que habían compartido la noche anterior dispuesta a revelarle el designio que la había conducido a Gantes. Max se instaló a su lado y no la apremió. Comenzó por recordar el aviso que contestó mucho después de que fuera publicado, su extrañeza ante pequeños detalles que constataba en el pueblo, los símbolos que ostentaban los habitantes del lugar, su incursión al barranco, la confidencia de Ada, su visita a la biblioteca y al museo, las visiones y la conexión con don Emilio con la posterior revelación de su cometido en la contienda. La impotencia la golpeó a medida que avanzaba en el relato por no poder interpretar en el rostro hermético de Max algún signo de aceptación o rechazo a sus palabras. Difirió advertirle su condición de Enviado, develamiento que reservaba esperando que el médico asimilara su exposición. El silencio cobró una cualidad de censura tal que Sara no necesitó descifrar la mente del hombre para comprender.
—Veamos —recapituló Max—: lo del aviso tiene una clara explicación. Llegaste después de varias postulantes que no eran idóneas para el puesto. Si no hubieras satisfecho los requisitos, otras hubieran llegado después de vos.
Ella se encogió de hombros.
—Es posible que alguna desesperada respondiera un aviso seis meses después de publicado… —murmuró.
—La gente del pueblo es muy clasista —siguió Max desmantelando su testimonio—. Es posible que intenten diferenciarse de los otros residentes con algún símbolo que los identifique. Hay múltiples ejemplos de emblemas de pertenencia a lo largo de la historia. Sin ir muy lejos, los escudos de los colegios que fortalecen la identidad con la institución y con sus pares.
Sara lo miró anonadada. ¿Intentaría cuestionar cada uno de sus argumentos con su lógica cartesiana?
—¿Y qué opinás de la falta de descendencia de los integrantes de la Orden? Porque seguramente no habrás atendido ningún parto entre los habitantes del pueblo… —le rebatió.
—No. Pero no es mi especialidad como tampoco la pediatría. Hay una clínica a cincuenta kilómetros que está preparada para esa función —arguyó.
—Max, al paso que vamos vas a demoler cada una de mis palabras —dijo mortificada—. Yo esperaba tu comprensión solidaria, no una autopsia de cada interrogante.
—Me gusta tu sentido del humor —manifestó él con una sonrisa— lo que me anima a pensar que podrás seguir razonando cada episodio que has descrito como un hecho sobrenatural.
—¡Yo no aluciné la pantera ni las voces de los que estaban en la reunión! ¡Ni el ataque del perro cuyos dientes desgarraron mi brazo! —se indignó. Concluyó con voz calma— tampoco el vínculo con don Emilio.
Max intentaba dilucidar del relato de Sara la posibilidad de que estuviera bajo el efecto de alucinógenos. Recordó la estadía en el motel y los sobresaltos que sufrió producto de su imaginación. Ella estaba convencida de los sucesos que narraba y entendió que la única posibilidad de rebatirlos era demostrarle su falacia.
—Bien —consintió—, te pido que le comuniques a don Emilio que ahora iremos a visitarlo.
La muchacha lo miró con reproche pero se sometió a su demanda. Intentó establecer contacto con el anciano pero su llamado quedó flotando en el vacío.
—Desde esta tarde que no responde —dijo alterada—. Temo que le haya pasado algo.
El médico no hizo ningún comentario. Se limitó a solicitarle otra evidencia:
—Dijiste que podés leer la mente, decime qué estoy pensando ahora.
Sara se desesperó al comprender el propósito de Max que la estaba arrastrando al terreno de la enajenación. Otro sondeo que no podría superar.
—No tengo acceso a tus pensamientos —concedió resignada—, pero es imposible que no reconozcas por mi descripción las figuras que adornan la entrada del museo ni el prehistórico animal embalsamado.
Él se levantó y le tendió la mano. Sara lo miró interrogante mientras se incorporaba.
—Vayamos al museo —dijo él con acento decidido.
Se puso tensa. ¿Enfrentarse de noche con la criatura de pesadilla?
—Es tarde —alegó—. Tiene que estar cerrado.
—Está abierto hasta las diez de la noche. Y quiero que juntos comprobemos algo.
Lo siguió hasta la cochera y no cambiaron palabras hasta encontrarse frente al edificio cultural. El primer indicio de la distorsión de su realidad fueron los bajorrelieves que guarnecían la entrada: unos sencillos arabescos que nadie podría confundir con panteras ni dragones. Se eternizó ante las inocuas imágenes de las aberturas hasta que la voz de Max la sacó de su abstracción:
—Estos grabados son los que siempre ví. Entremos, querida —su tono sonó piadoso.
Ella caminó tras él como una autómata. Por cierto que no remodelaron la entrada, se dijo. Habían jugado con su percepción para hacerle ver lo que no existía y ahora se transformaba en una muestra más de su paranoia. No esperaba encontrar a la misma empleada ni los mismos animales disecados. Los salones no estaban atestados como en su visita y la puerta de madera era tan lisa como las paredes estucadas. Estiró la mano para abrirla y esta vez nadie se lo impidió. Quedó frente a un oscuro recinto en cuya profundidad creyó distinguir bultos de distinto tamaño.
—Es un depósito —aclaró una voz femenina al tiempo que iluminaba la sala.
Sara volteó su mirada entre la solícita empleada municipal y las cajas que ahora apreciaba al fondo del salón. Se retiró sin agradecerle y buscó la salida. Max la alcanzó en la puerta adonde llegó traspasada por la frustración. Sus contendientes se habían asegurado de hacer fracasar sus acusaciones. Pero lo que más la atormentaba era la incredulidad del hombre del que estaba enamorada. Tranquila, Sara. No has podido comprobar ninguno de tus dichos. Él no tiene la culpa. Vos también te resististe ante las distintas evidencias hasta conocer a don Emilio. Por algo el Enviado no es conciente de su significación. Ningún conocimiento previo debe afectar su decisión. Tanto puede inclinarse hacia la luz como hacia la oscuridad. Siempre pensé que no había fuerza más poderosa que el amor, pero el poder seduce con la misma intensidad. Y la supremacía de mis contrincantes se acrecienta ante un puñado de seres quebrantados por su historia. ¿Qué puedo lograr sola? ¡Ay, don Emilio…!  ¿Por qué no puedo oírlo?
—Volvamos, Sara —la exhortación de Max la apartó de su debate interno.
Obedeció de manera mecánica. Dentro del departamento, el hombre la abrazó con ímpetu.
—Sara… Querida… No era mi intención mortificarte. Pero cuando me describiste el museo, pensé que la única forma de enfrentarte a tus temores era demostrarte que la realidad no coincide con tu recuerdo. Quiero ayudarte, pequeña. Desentrañar esta trama que te amenaza en Gantes.
La voz de Max rebosaba cariño y sinceridad. Ella se dejó estar sobre su pecho tentada de renegar de la causa que la había convocado a ese pueblo. Si él debía elegir entre ella y Cordelia, ¿por qué no forzar su decisión? Ella lo amaba y sabía que no le era indiferente. Una vez consumada la unión alteraría el orden natural de los sucesos. Rodeó el cuello del hombre con sus brazos y se adhirió a él:
—¡Oh, Max…! Lo único que me parece real es lo que siento por vos… —murmuró acariciando su rostro con los labios.
Él atrapó su boca con un beso profundo explorando el cálido interior con su lengua, conciente del cuerpo femenino abandonado al frenesí de sus deseos. Su mente pragmática claudicó en la hoguera de la pasión reprimida y con un clamor bronco la condujo hasta el dormitorio. Se desnudaron con apremio, como si ese momento formara parte de un sueño del cual podrían despertar. Sara gimió las caricias que Max sembraba por su cuerpo aprestándolo para la unión. Colmada de voluptuosidad, sus manos palparon los músculos tensos de los glúteos varoniles y su pujante erección. El hombre, con un sonido gutural, se acomodó sobre ella para penetrarla modulando su nombre como un conjuro. Fue el timbre de voz lo que le hizo abrir los ojos. Por encima de ella se balanceaba el administrador con una mueca obscena. Con un grito de espanto y repulsión lo empujó con todas sus fuerzas arrojándolo fuera del lecho. Se cubrió con la ropa de cama y se arrastró contra el respaldo. Simultáneamente escuchó el juramento de sorpresa de Max:
—¡Maldición, Sara! ¿Qué nueva locura es ésta? —la observaba consternado, tendido en el piso adonde había caído.
Ella lo miró devastada por la convicción de su derrota. Habían alterado su comprensión valiéndose de un estado emocional que la puso a su merced. ¿Cómo explicarle a ese hombre humillado por su arranque que había alucinado una suplantación en el momento culminante? Sin responderle, buscó sus ropas y se vistió. Max la imitó mudamente y después le preguntó con brusquedad:
—¿Qué querés hacer ahora?
—Volver a lo de Biani —articuló.
Él no hizo ningún esfuerzo por disuadirla. La dejó en la puerta de la casa y arrancó el auto antes de que entrara.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

cuando retoma la historis??

Carmen dijo...

Lo tengo agendado. Gracias por el comentario. Saludos.