sábado, 30 de marzo de 2013

VACACIONES COMPARTIDAS - III



—¿Tu ídolo se cayó del pedestal? —aventuró su hermana cuando se desplomó ceñudo sobre la silla.
—Podrías ahorrarte la agudeza —gruñó.
Julia abrió la boca para contestarle pero se moderó al ver la expresión de Marisa. A cambio, opinó conciliadora:
—Algo que dijo te molestó. ¿No querrías compartirlo con estas dos mujeres que tanto te quieren? —exageró el tono almibarado de su voz forzándose a no reír.
Rolando se distendió. Por Marisa, con quien ambicionaba compartir una placentera noche de amor, y por el semblante travieso de su hermana. Conjeturó que algunas provocaciones ya no la irritarían:
—El señor, atento a tu seguridad, osó darme lecciones de prevención para acampar. Estuve a punto de proponerle que él se ocupe de vos —terminó con una sonrisa.
—Eso es un invento tuyo. ¿De dónde le preocuparía mi seguridad? —desestimó Julia.
—Debido a mi profesión hay detalles que no se me escapan, como que te miraba con demasiado interés —se volvió hacia su novia—: ¿Vos no lo observaste, encanto?
—Se lo dije cuando te fuiste al baño, pero después pensamos que era porque te conocía a vos.
—Claro, miraba mi silla vacía para reconocerme. No las creía tan ingenuas, mujeres —dijo con tono de suficiencia.
—¿Y qué? ¿Pensás valerte de mi encanto para que te aprueben el trabajo? —lo hostigó Julia.
—¡Qué buena idea, hermanita! —exclamó regocijado—. Sería un buen intercambio, porque confesarás que te llevarías un tipazo... —le dijo a Marisa—: ¿Verdad, amor?
—No está para despreciar, por cierto —Mari le siguió el tren—. Pero no esperaba que te comportaras como un mercenario…
—¡Dejen de chacotear a mi costa! —demandó Julia—. Ahí viene el mozo con la comida y no me quiero indigestar.
Almorzaron de buen ánimo y votaron por recorrer la ciudad dejando el abastecimiento para el día siguiente. El camarero le entregó a Rolo, junto a la cuenta, una guía en nombre del ingeniero Cardozo. El joven la abrió y rió entre dientes. Después se la pasó a Marisa con un comentario:
—Es un hombre perseverante.
Julia mostró una actitud de indiferencia. Su amiga hojeó el manual y le comunicó:
—Un tratado completo de todos los lugares para acampar en la sierra y los mapas para ubicarlos. Estoy por creer en el olfato de mi novio —declaró tendiéndoselo a la muchacha.
—No, gracias. En vez de perder el tiempo, deberíamos buscar un hotel antes de emprender la caminata —dijo desdeñosa.
—Bueno —accedió Mari intercambiando una mirada con Rolando y guardando la guía en el bolso—. Cuando quieras.
La pareja caminó tras los pasos de la decidida joven hasta la cochera adonde estaba su vehículo. Encontraron un buen hotel con estacionamiento cerca de la Plaza San Martín y pasaron por sus habitaciones para refrescarse antes de salir de excursión. Julia fue la primera en bajar y se asesoró acerca de la mejor manera de aprovechar el paseo. Exhibió un manojo de folletos cuando aparecieron Rolo y Marisa:
—¡Atención! —les dijo con aire de maestrita—: Después de un sesudo estudio de estos opúsculos y la ayuda del conserje… —aclaró— quedó armado este fantástico itinerario.
Su hermano, que conocía el centro de la ciudad por haberlo transitado durante su estancia para especializarse, esperó su explicación con tolerancia.
—Un recorrido por las peatonales, la Plaza San Martín, La Manzana Jesuítica, Parque Sarmiento, y para terminar, un paseo por la Cañada —enumeró entusiasta.
—Suena muy interesante —dijo Marisa— pero ¿nos dará el tiempo?
—Si no nos detenemos en los museos ni las iglesias, sí —aportó Rolo.
—Vamos, que estoy ansiosa por comparar nuestro Parque Independencia con el Sarmiento —apuró Julia.
Riendo, salieron a la calle. Recorrieron la Plaza, caminaron por el Pasaje Santa Catalina entre el Cabildo histórico y la Catedral de estilo renacentista, entraron al Archivo provincial de la memoria adonde el nefasto destino de tantos seres les borró la sonrisa, y desembocaron en la peatonal que los sumergió en la Manzana Jesuítica.
—¿Saben que en el dos mil la manzana fue declarada patrimonio de la humanidad? —preguntó Rolo.
Las chicas asintieron. La austera fachada de la iglesia de los jesuitas contrastaba con el barroco estilo de la capilla doméstica y la arquitectura colonial del colegio Montserrat. El día despejado invitaba a tomar contacto con la naturaleza. Se encaminaron hacia el Parque Sarmiento a través del paseo del Buen Pastor con su fuente de aguas danzantes y la iglesia de los capuchinos de magnífico estilo neogótico.
—Algo que no voy a poder rebatir es la carencia de construcciones anteriores a mil ochocientos —dijo Julia fastidiada, observando los detalles de la espléndida iglesia.
—Bueno, nena —dijo Mari—. No te olvides de que Rosario era lugar de tránsito. Por allí pasaba el Camino Real que unía Buenos Aires con Asunción del Paraguay. Nuestra arquitectura es tan ecléctica como los inmigrantes que nos poblaron.
—Me resta calificar su pulmón verde —porfió ella—. Sigamos.
Se internaron en el parque adonde Julia no pudo más que admirar la espléndida vegetación, los árboles floridos, el polícromo rosedal –aunque a su criterio tenía mejor diseño el de su parque natal-, el coniferal y su mirador para apreciar una amplia vista de la ciudad, y el lago surcado por puentecitos y dos islas en el medio. Tras recorrer el Teatro Griego, decidieron tomar un refrigerio. Eligieron una mesa resguardada del sol por una profusa vegetación y las mujeres pidieron una gaseosa que acompañaron con un alfajor regional de dulce. Rolo prefirió un café y un sándwich de miga.
—¿Trajiste la guía? —le preguntó a Marisa.
La joven asintió y la rescató de su bolso. Él la estudió un rato y se dirigió a las chicas:
—Vamos a contentar a dos aprensivos —declaró al fin—: a mamá y a Cardozo que tanto se preocupó por la seguridad de las damas. Haremos la primera escala en Mina Clavero. Allí hay un camping llamado Las Moras. Cuenta con todos los servicios y seguridad permanente.
—¿Y del entorno que me decís? —indagó su hermana con una mueca.
—Por las fotos parece muy atractivo —señaló Mari que las estaba examinando.
—Lo único que nos faltaba —rezongó Julia—. Nos libramos de una timorata en Rosario y nos ligamos otro en Córdoba. ¿Para qué alquilaste esta costosa casa si para instalarse en un campamento basta con una carpa?
—A ver, hermanita —pronunció Rolando con paciencia—: Que te moleste la persecución de mamá, lo entiendo. ¿Pero qué ves de malo en la actitud de Alen que se ha interesado por nuestro bienestar?
—Que con su guía haya determinado los lugares en los que debemos parar. Eso veo de malo —lo desafió.
—Termínenla —pidió Marisa—, parecen dos críos. ¿Piensan arruinarme las vacaciones?
Julia se mordió el labio inferior y se llamó a silencio. Rolo abrazó a su novia e hizo otro tanto.
—Mañana —siguió Mari— si el lugar no nos gusta, decidiremos qué hacer. ¿Te parece bien? —le preguntó a Julia.
—Sí. Perdoname —respondió contrita—. Me estoy transformando en el tercero en discordia.
Su hermano la miró con aire pensativo y estiró la mano para alborotarle el pelo. Marisa pensó que en ese momento Rolo había asumido el papel de hermano mayor.
—¿Qué tal si seguimos? —propuso.
Recorrieron el zoológico y el museo de ciencias naturales. En medio del parque, el Paseo Bicentenario ornamentado por círculos de colores correspondientes a cada año transcurrido desde mil ochocientos diez, ponía una nota de color. Ya saliendo, dejaron atrás los museos de arte Emilio Caraffa y del Palacio Ferreyra. Volvieron al hotel por el paseo de la Cañada, arroyo encausado por una muralla de piedras blancas y que serpenteaba por el centro de la ciudad. Numerosos puentes cruzaban de una orilla a otra y enormes árboles de la especie tipa adornaban su trayecto a lo largo de tres kilómetros. La caminata bajo la fronda sosegó los inquietos pensamientos de Julia mientras caía la tarde y las sombras eran ahuyentadas por las farolas. A las nueve y media de la noche entraron al hotel acordando encontrarse en la recepción una hora después para cenar. Rolando sugirió una picada y las jóvenes probaron la famosa mezcla de fernet y cola. A la una Julia estaba durmiendo.
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