—Están en camino. Calcule veinte minutos.
—Vamos a entretenerlos, hijo —ordenó mientras se dirigía a la puerta—. Y
vos —le indicó a Toni—, si ves que ingresa algún auto antes de que llegue el
médico, dejate guiar por Irma hasta el refugio adonde se ocultarán.
Padre e hijo salieron sin esperar respuesta. Leo los alcanzó a medio
camino de la camioneta: —¡Voy con ustedes!
Marcos la miró indeciso. Los ojos de la muchacha irradiaban un brillo
categórico. Iba a ir. Todavía tenemos
asuntos pendientes, jovencita. Como por ejemplo tu ardid para escabullirte.
Pero podrías ser de ayuda para distraer al pelotón de la entrada.
—Adelante —abrió la puerta del vehículo.
Leonora se acomodó al lado de Arturo y Marcos subió tras ella. Estaban un
poco apretados y el hombre no se preocupó en amoldar su continente al reducido
espacio, de modo que quedaron en estrecho contacto. Su cercanía la perturbó y
la ojeada que le echó la disuadió de pedirle que se ciñera contra la puerta,
tal era el fulgor regocijado de sus pupilas. Se concentró en su contribución
para demorar la requisa y se lo comunicó a los hombres.
—Préstenme atención —solicitó—. Adivino que conocen a todos los
integrantes de la partida, por lo cual no podrán negarse a que cumplan con el
procedimiento. Como yo no conozco a nadie, salvo a Matías y al comisario, podré
retrasarlos con formalidades legales si ustedes me presentan como su apoderada
legal.
—Me parece apropiado —declaró Marcos y, susurrando, al tiempo que pasaba
el brazo izquierdo sobre su hombro—: Acepto que te apoderes de mí legal o
ilegalmente.
—Hablo en términos jurídicos —esclareció ella con formalidad—. ¿Estás más
cómodo así? —refiriéndose al brazo que se estiraba a su espalda.
—Sí, gracias. Me estaba acalambrando —alegó con aire candoroso—. ¿Te
molesta? —era obvio que la estaba provocando.
—No —se volvió hacia el conductor—. ¿Estás de acuerdo, Arturo, en que
solo hable yo?
—Totalmente, hija. Seré mudo como una tumba.
—Ni aunque los provoquen, ¿eh…? —insistió.
—Salvo que seas vos… —perseveró Marcos en su rol de conquistador.
Giró hacia él, enfadada: —¿Sabés que te estás portando como un pendejo?
¡No es momento de bromas! —apretó los labios y fijó la vista en el parabrisas.
—No te enojes, bonita —le dijo él con dulzura—. Quería desviarte de tu
preocupación. Todo va a salir bien. Palabra —se comprometió.
Arturo estaba estacionando la camioneta lo que obvió su respuesta. Marcos
bajó y esperó a que ella hiciera otro tanto. Sin aguardar a padre e hijo, se
dirigió hacia la tranquera, detrás de la cual esperaban los visitantes. Conocía
a Matías y al comisario. Infirió que el individuo robusto de mediana edad,
trajeado, y flanqueado por dos policías, debía ser el juez.
—Buenos días. Soy la doctora Castro, apoderada de los señores Silva —dijo
en tono competente—. Quisiera que me pongan al tanto del motivo de su
solicitud.
—En respuesta a la denuncia efectuada por el doctor Ávila, yo, como juez
de este departamento, he librado una orden de allanamiento para revisar la casa
y retirar a la señorita Camila Ávila para que continúe su tratamiento en la
clínica.
—¿Sería tan amable de presentarme su identificación? —fue la respuesta de
Leo al pomposo discurso.
—¿Cómo? —se encolerizó el juez.
—Debo verificar su identidad.
—¡Aquí todo el mundo me conoce, especialmente el dueño de la finca! ¿No
es así, Arturo?
El nombrado hizo un gesto de disculpa y no contestó.
—Si usted exhibe sus credenciales, nos ahorraremos tiempo. No creo que
deba recordarle las disposiciones del código procesal penal sobre
allanamientos… —la voz de la joven tuvo un dejo peyorativo.
—¡Están tratando de ganar tiempo, juez! —gritó Matías—. ¡Nadie pondrá en
tela de juicio su identidad ni la del comisario! ¡Proceda ahora o tendrá que
hacerse cargo de la desintegración sicológica de mi paciente!
El juez estaba lo suficientemente enfadado esa mañana. El médico, en
compañía del comisario, lo había despertado a las siete y ahora, sin medir sus
palabras, lo desairaba delante de testigos. ¡Y esa abogadilla presuntuosa…! Lo
que supuso una operación de rutina se estaba transformando en un oprobio.
Aunque tuviera los hombres necesarios, no podría ingresar a la finca por la
fuerza. Él era un hombre de ley y se había confiado en el conocimiento que
tenía con sus vecinos sin imaginar que habría un intermediario. La joven no
parecía perturbada por los exabruptos del médico y mantenía la mirada fija en
él.
—Doctora —dijo con calma e ignorando el desplante de Ávila—, sabe que con
su actitud solo postergará el registro. Sus propios clientes, si les permite
expresarse, avalarán mi identidad. Esto evitaría roces innecesarios entre pares
—terminó conciliador.
Marcos miraba la escena con aire divertido. Su muchachita parecía muy
segura en el rol de encargada y esperó su respuesta al llamado del juez.
—Lejos de mi intención está malquistarme con un colega —expresó ella con
deferencia—, pero hasta usted me censuraría si no observara el protocolo.
Podrán cumplir con la orden tan pronto verifique las identidades de los que
ingresarán en la propiedad.
El juez comprendió que la chica no daría su brazo a torcer por lo que
decidió no seguir polemizando: —Usted gana, abogada. Volveré con mi credencial
y el requerimiento que identifica a los funcionarios, pero quedarán los agentes
para garantizar que nadie abandone el predio.
Mientras ella asentía con un gesto, volvió a escucharse la protesta de
Matías: —¡Les da la oportunidad de que la saquen por cualquier lado de la
finca! ¡No puedo creer que se preste a esta artimaña!
—Si no deja de vomitar estupideces —amenazó el juez—, tendrá que
solicitar auxilio legal en el pueblo próximo. Ahora volvamos a mi despacho —le
demandó.
El médico caminó hacia su auto sin proferir palabra, seguido por el
magistrado y el comisario. Mientras se alejaban hacia la ruta, se entrevió en
el horizonte la lejana silueta de un helicóptero.
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