Después de
adquirir los nuevos celulares para reponer los robados, Ivana y Lena pasaron a
buscar a Jordi por el local de video juegos. Estaban a pocas cuadras de la
costa, por lo que almorzaron en un restaurante con vista al río. Volvieron a
las tres de la tarde y, mientras el chico se instalaba con sus hermanos a mirar
un partido de fútbol, las mujeres se retiraron a descansar. Lena, a solas en su
dormitorio, intentó comunicarse con Julio pero su teléfono parecía estar fuera
de servicio. Le dejó un mensaje de voz advirtiéndole del cambio de numeración.
Una intensa desazón la perturbó impidiéndole dormir. Sentía que su marido
estaba cada vez más lejos de ella y de su casa. A las cinco bajó después de
ímprobos esfuerzos por conciliar el sueño. Bebió un café y media hora después
la despertó a Ivana.
—¡Qué cara, mami!
¿No descansaste?
Lena evaluó la
posibilidad de comentar con Ivi su inquietud, pero la desechó por no
mortificarla considerando el percance pasado.
—No mucho —sonrió
desvaídamente—. ¿Vas a salir esta noche?
—No. Podemos
comer temprano y ver una película, ¿qué te parece?
—Buena idea. ¿Me
acompañás a regar las plantas?
Subieron a la
terraza que había diseñado Julio César mientras cursaba la carrera de
arquitectura. Había transformado el amplio espacio en un vergel donde convivían
enredaderas y distintas especies de plantas ornamentales y floridas. Un quincho
totalmente equipado y de considerables dimensiones le proporcionaba a la
familia un lugar de esparcimiento y de encuentro los fines de semana. Encendieron
los faroles y, mientras su madre recorría los setos con la manguera, Ivana cayó
en la cuenta de que el último asado lo habían comido en verano. Su papá estaba
tan exigido con el trabajo que rehuía cocinar los fines de semana. Y Diego y
Jotacé siempre tenían algún compromiso. Observó la dedicación de Lena delante
de cada planta y una oscura intuición de angustia la sacudió. Se acercó a su
mamá y en silencio la ayudó a desmalezar los arbustos. Cuando terminaron, eran
más de las siete. Diego anunció que salía con Yamila, y Jotacé con Arturo y
Ronaldo. Ellas cenaron con Jordi a las nueve y a las diez se acomodaron en la
sala para ver una película. Esa noche Lena tomó un ansiolítico y, por
asociación, pudieron descansar ella y su hijo menor.
Gael tocó timbre
a las ocho y cuarto. El cielo nublado las sorprendió al compararlo con el
atardecer límpido del día anterior. Lena e Ivana volvieron a la casa en busca
de ropa de mayor abrigo, pilotos y paraguas, y a las ocho y media salían para
Escobar. La lluvia se desató a mitad de camino por lo que el médico propuso un
alto para tomar algo caliente y esperar a que mejorara el tiempo. Se detuvieron
en un parador y poco después degustaban chocolate con churros.
—¿A qué fue idea
de Jordi? —adivinó Ivi.
Su hermano rió
mientras saboreaba el chocolate caliente. Ella miró el cielo encapotado a
través de los cristales de la ventana y preguntó:
—¿Iremos igual
aunque llueva?
Su amigo, que no
estaba dispuesto a privarse de su compañía por el mal tiempo, respondió con
seguridad:
—No creo que el
temporal dure todo el día; además hay muchos lugares para recorrer a cubierto.
Iremos.
—Estoy de acuerdo
—intervino Lena—. Ya hicimos más de la mitad del camino y a lo mejor llegamos
sin lluvia.
A las doce, bajo
los paraguas, ingresaron al parque temático. Decidieron almorzar en una
parrilla con la esperanza de que amainara la lluvia. Antes de que terminaran de
comer, el aguacero se transformó en fina llovizna. Cuando abandonaron el
restaurante, Lena se sorprendió ante la porfía de Ivi de elegir un itinerario
distinto al de los varones, pero no dudó en acompañarla. Visitaron el acuario,
asistieron a la proyección de cine 360º, admiraron distintas especies de aves,
recorrieron la chacra adonde Ivana se extasió alimentando terneros y aves de
granja, y Lena se dejó seducir por la extensa huerta. De tanto en tanto
avistaban a Jordi y Gael, momento en que la hija proponía un lugar que los
alejaba del dúo. A las cuatro y media de la tarde y después de haber alternado
con murciélagos, lémures, suricatas, pumas, canguros y otros animales ignotos,
Lena se declaró en rebeldía y exigió merendar. Ivana la guió hasta una
confitería adonde eligieron una porción de torta casera que acompañaron con
café.
—¿Me querés decir
por qué te escapás cada vez que nos cruzamos con Gael? Creí que veníamos a una
excursión de cuatro.
—Eso no significa
que recorramos el parque del brazo. Además no me escapo de nadie. Ellos tenían
otros intereses. Será más divertido cuando nos juntemos a intercambiar
impresiones —dijo despreocupada.
—¿Y adónde se
supone que nos vamos a juntar? —preguntó la madre.
—Presumo que me
mandará un mensaje —se quedó callada—. ¡Ay, mami! No le dí el número de
teléfono nuevo.
—Llamalo vos,
entonces.
—No me acuerdo de
memoria —dijo contrariada.
Lena suspiró y
miró hacia el exterior. Gruesos nubarrones empañaban la poca claridad del
ocaso. Un trueno distante presagió un temporal.
—Tendremos que
buscar el auto en el estacionamiento y esperarlos allí —discurrió la mujer.
—Caminaremos un
poco más. Si no los encontramos, esperaremos en la entrada bajo techo. A las
seis terminan las actividades.
Se marcharon de
la confitería a las cinco. Las primeras gotas las golpearon anticipando la baja
temperatura. Las luces del parque se habían encendido para disipar la
oscuridad. El viento les impedía usar los paraguas y los impermeables no
evitaban que el agua se filtrara. Lena extendió el brazo para frenar la marcha
de su hija:
—¡Ivi! Nos
estamos empapando. Volvamos a la entrada.
La joven no se
opuso porque estaba aterida. Antes de retroceder, vibró su celular.
—¡Gael! —gritó
para hacerse escuchar sobre el ulular del viento—: ¿Adónde están?
—Buscándolas.
¿Por dónde andan?
—Yendo hacia el
ingreso. Los esperamos ahí.
Cuando se
refugiaron de la lluvia, Lena señaló:
—¿No era que no
le habías dado el número a Gael?
—Así es. Nunca se
lo dí —señaló un sillón—: ¿Nos sentamos?
Se quitaron los
impermeables y se acomodaron para aguardar a los muchachos. En el hall el
movimiento de visitantes era continuo. La mayoría abandonaba las instalaciones
y otros hacían sus compras de último momento.
—Esta vez no
disfruté del paseo como cuando era chica —dijo Ivana—. Los animales estarán
bien cuidados, pero esto no es más que un cautiverio de lujo. Me dio mucha
tristeza.
—Es cierto lo que
decís. Pero con tanto daño al ecosistema, hasta los que están aquí hubieran
desaparecido —opinó Lena.
Jordi y el médico
no demoraron más de cinco minutos en llegar. El chico abrazó a las mujeres y le
pidió a su madre comprar un recuerdo. Cuando Ivi quedó a solas con Gael, lo
apremió:
—Tenemos que
vernos sin testigos. Quiero detalles del paseo con Jordi —y cambiando de tema—:
¿Cómo supiste mi nuevo teléfono? No alcancé a dártelo.
El hombre sonrió
ante la ráfaga de palabras disparadas por la joven. Respondió a su pregunta:
—Jordi memorizó
tu número y el de Lena. Ya los tengo ingresados. Con respecto a tu propuesta,
podríamos ir a cenar cuando lleguemos a Rosario —ofreció, encantado de la
posibilidad de un encuentro más intimista.
—¿A qué hora
estaremos de vuelta?
—No antes de las
diez si la tormenta persiste.
La observó hacer
un mohín de contrariedad que le confería a su rostro el talante de la niña
voluntariosa que lo había cautivado. Esperó la conclusión de la muchacha.
—Bueno —dijo por
fin—. Si llegamos a laz diez, dame una hora para cambiarme. ¿Te parece?
—Tomate el tiempo
que quieras. Cuando estés lista, me llamás.
—A las once te
estaré esperando en la puerta —insistió.
Él rió
francamente ante la tozudez de la chica. Y ella, tomando conciencia de su conducta,
lo imitó.
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