Entre mediados de
otoño y principiando el invierno, Gael examinó a Jordi meticulosamente. Ivana,
concentrada en regularizar varias materias, descansó en su amigo la inquietud
que le provocaba la singularidad de su hermano. Se había convertido en una compañera
asidua de Lena y compartían juntas algunos pasatiempos como la jardinería y
caminatas.
—A papá cada vez
le insume más tiempo la sucursal de Buenos Aires —observó mientras recorrían el
circuito de Parque Urquiza.
—Sí. Esta vez se
queda una semana más porque renunció el encargado administrativo y debe buscar
un reemplazo. Ya que no tenés clase por el paro, pensé en que podríamos ir este
fin de semana y darle una sorpresa.
—¡Ay, mami…! —se
lamentó Ivi.— Le prometí a Jordi llevarlo a Temaikén. ¿Por qué no venís con
nosotros?
—Ya tendrás los
pasajes comprados…
—No… Vamos en el
auto de Gael. ¡Vení! —la instó.
—Sí… Me gusta el
programa. Además la única vez que fui era cuando Jordi tenía cinco años. ¿Tu
hermano lo propuso? —preguntó con una curiosidad no exenta de intuición.
—No —dijo Ivana—.
Gael nos invitó porque no conocía la reserva.
Completaron las
tres vueltas en silencio y se detuvieron a beber agua mineral. A la joven le
asombraba la percepción materna porque la excursión la había sugerido el médico
para ampliar el examen de su paciente.
—¿Qué es de la
vida de Gael? ¿Tiene novia? —averiguó Lena.
—No sé, mamá.
Nunca le pregunté. Si querés saber de él a nivel profesional, puedo informarte.
—Supongo que será
excelente con lo responsable que es —opinó su mamá—. Imaginate qué hubiera
hecho otro adolescente al quedarse solo en otro país y sin la presencia de sus
mayores…
—Se quedó a
estudiar.
—Eso lo dicen
muchos y después se dedican a la farra. Está bien que él se integró a nuestra
familia como un hijo más… y creo que entre todos le dimos la contención que
necesitaba, pero todavía no comprendo cómo sus padres pudieron abandonarlo.
—Porque sos
chapada a la antigua. No lo abandonaron, respetaron su elección y lo
sostuvieron económicamente. Además viajan cada tanto para verlo y él también se
hace sus escapadas a Inglaterra. Si no entendí mal, en julio se va por todo el
mes.
Lena no la
cuestionó, pero su gesto renuente lo decía todo. Prosiguió sus apreciaciones
sobre el estado civil de Gael:
—Es raro que no
tenga novia. Es atractivo, inteligente, afectuoso y comprometido con sus
principios. Además ya tiene veintiséis años. La edad que tenía tu papá cuando
nos conocimos.
—No todos siguen
su ejemplo. ¿Te olvidás de que yo tengo veintiocho?
—A tu edad, ya te
tenía a vos y a Diego. Si pensás tener hijos, no esperes demasiado. Es tarea
para gente joven.
—Mamá… Ni
siquiera tengo candidato. Además tengo muchos proyectos entre los que
precisamente no cabe criar niños.
—Serías una buena
madre, hija. Harto lo demostraste con tu hermanito. Y el mismo interrogante me
asalta cuando comparo tu soledad con la de Gael: ¿por qué dos hermosos
ejemplares de la raza humana no encuentran una pareja para sentirse realizados?
—Porque tu idea
de la realización no coincide con nuestras prioridades. Quiero recibirme, mamá,
y te voy a decir que si aparece alguien que me conmueva no lo voy a rechazar de
puro obstinada, pero tiene que reunir un buen puñado de condiciones.
Lena sonrió
imaginando a Ivana presentándole un cuestionario al hombre que quisiera
relacionarse con ella para estudiarlo luego con minuciosidad. Pero soslayaba el
componente instintivo de la atracción. Todavía tenía Ivi catorce años cuando
ella quedó embarazada de Jordi y poco habían hablado de su sexualidad naciente.
Después, las demandas giraron alrededor de la salud del niño. Cuando Jordi se
estabilizó, Ivana cumplía diecinueve años y ya guardaba los anticonceptivos en
el cajón de la mesita de luz.
—Hay algo de lo
que nunca hablamos, porque ya era tarde cuando pude dirigir mi atención hacia
vos —dijo la mujer sirviéndose el resto de agua mineral—. Y tiene que ver con
el sexo. Puedo inferir algunos requisitos que le exigirías a tu pareja como ser
honradez, inteligencia, buen carácter, respeto por el otro, etcétera, etcétera.
¿Pero qué lugar ocupa el amor entre estos requerimientos?
—Mamá, el sexo se
puede disfrutar estando o no enamorada. Basta que alguien te atraiga y tengas
algo en común. Mis experiencias fueron pocas, algunas satisfactorias y otras
intrascendentes, de esas que te preguntás cuando terminan ¿qué hago yo acá? Por
lo tanto archivé este aspecto hasta que la ocasión lo merezca. No me va a
matar, mami. Además, ahora que me sobra el tiempo, estoy pendiente de mi
carrera y del mayor acercamiento a mi familia. Eso se llama sublimar, ¿sabés?
—explicó con un dejo de suficiencia.
—Ya lo sé,
sabelotodo. También tomé algunas clases de sicología. Pero mejor que sublimar
es dirigir la pulsión sexual hacia el hombre que ames. Te garantizo que no hay
experiencia más gratificante —atestiguó Lena.
—Y he aquí a
madre e hija incursionando por el tema tabú de la sociedad victoriana —rió
Ivana.- Ya ves que nunca es tarde, mamita. Te puedo garantizar que no soy
frígida ni que detesto al sexo opuesto, pero la ansiedad de comer el fruto prohibido
ya me la quité. Ahora espero la manzana más deliciosa que pueda ofrecerme el
árbol de la vida. ¿Te quedarás tranquila? —le acarició el rostro con ternura.
—Me sacás un peso
de encima, querida —declaró Lena—. Siempre me mortificó el pensamiento de no
haber podido tener con mi única hija la charla típica entre mujeres. —Miró a su
alrededor y comentó—: se está haciendo tarde. Deberíamos salir más temprano.
¿Adónde está el mozo?
—Vamos a pagar
adentro —dijo Ivi levantándose—. Hace rato que no lo veo.
Las mujeres
caminaron hasta el bar atravesando la línea sombría de los árboles; tan
abstraídas habían estado en la conversación que no advirtieron que la luz y los
paseantes menguaban. Ivana no tuvo tiempo de retroceder. Un encapuchado la tomó
del brazo y la hizo ingresar al local trastabillando. Su madre arremetió contra
el hombre para liberarla y fue empujada con rudeza contra el dependiente que
las había atendido y que estaba con los brazos alzados.
—¡Contra la
pared, todos! —gritó el delincuente que tenía un arma en la mano—. ¡Vos
también! —dijo soltando a la muchacha.
Ivana obedeció y
se puso junto a Lena. Le apretó el brazo esperando calmar el temblor de su
madre. Desde esa posición observó que los ladrones eran tres y dos estaban
armados manteniendo amenazadas a varias personas. Si nos hubiéramos ido sin pagar la cuenta esto no estaría pasando. ¿Qué
digo? Nunca lo hubiéramos hecho. ¿Y ahora? Estos tipos parecen drogados. Y
nosotras no tenemos nada de valor más que unos pesos para pagar la consumición…
-La plata, el
celular y todo lo que tengas –el de capucha le apoyó el revolver en la cabeza
mientras el cómplice desarmado mantenía abierta una bolsa.
Lena emitió un
gemido y ella, sin moverse, le pidió:
—Tranquila, mamá…
Por favor. —Sacó el cambio de su bolsillo y lo arrojó al bolso—. No tenemos más
que esto entre las dos. Y salimos sin celulares ni alhajas.
—Ya voy a ver qué
hago con ustedes, turra. Y cuidá a la veterana para que no se coma un confite
—intimó pasando al siguiente.
Ivana no necesitó
un intérprete para entender que el asaltante advertía que no se resistieran.
Los vio recorrer la fila y encañonar a uno por uno para amedrentarlos. Al
llegar al último lo obligó a pasar detrás del mostrador.
—Abrí la caja y
pasame la guita. ¡Guarda con apretar cualquier botón!
El hombre,
nervioso, encajó la llave en la cerradura y tiró de una manija para hacer
deslizar la bandeja de la registradora. Sacó billetes y monedas y los puso en
la bolsa que sostenía el otro individuo.
—¡La guita grande
que tenés aparte, también! —vociferó el encapuchado.
—¡Esto es todo!
¡Lo juro! El negocio se movió poco… —el golpe propinado con el arma le hizo
sangrar la boca y le arrancó un alarido de dolor.
-¡Callate,
marica! Sabemos que la plata grande la escondés. A ver… ¿Adónde está tu mina?
—¡Ahí! —señaló a una mujer que su cómplice apartó de la fila. Cuando la tuvo al
lado le puso el arma en el estómago—: Si no la querés boleta, decí donde
escondés la guita.
La mujer lloraba
aterrada balbuciendo que no la mataran. El que la sostenía le dio un puñetazo
para que se callara y ella quedó gimoteando en el piso. Ivana no pudo soportar
tanto atropello. Con el rostro congestionado por la ira, lo increpó al de la
capucha:
-¡Sos un cobarde!
¡No es de hombres golpear a una mujer indefensa! ¿Acaso no tenés madre o
hermana o pareja? —se atropelló con las palabras.
El sujeto volteó
para mirarla, levantó el arma e hizo fuego. Lena se arrojó al piso y arrastró a
su hija con ella. El estampido las ensordeció y creyeron escuchar muy a lo
lejos una sirena policial. La reacción de los maleantes les confirmó la
suposición: salieron de estampida llevándose la bolsa y el encapuchado, en
represalia, efectuó varios disparos antes de desaparecer tras la puerta.
Siguiendo el ejemplo de la mujer, los demás cautivos habían hecho cuerpo a
tierra a partir del primer fogonazo por lo que nadie resultó herido. Ivana
apartó a su madre que la había cubierto con el cuerpo al tiempo que dos
uniformados ingresaban al bar.
—¡Mamá! ¿Estás
bien? —se inclinó sobre ella.
—¡Sí! ¿Y vos?
—preguntó Lena conmocionada.
La chica asintió.
Se levantó izando a su madre con ella y miró a su alrededor tratando de salir
de su aturdimiento. Salvo el dueño del bar y su mujer, los demás estaban de
pie. Se acercó a los caídos que estaban concientes, pero advirtió que el hombre
sangraba profusamente.
-¡Llamen a una
ambulancia! —exigió a los policías.
-Ya lo hicimos,
señorita. Mientras tanto vamos a tomar nota de sus identidades —dijo uno.
Después de dar
sus datos de filiación, Lena se acercó al teléfono que estaba sobre la barra y
llamó a Diego. Cuando colgó, le comunicó a Ivi:
—Tus hermanos
están en Roldán. No los quise inquietar pero no quiero volver a casa ni en taxi
ni en remís. Estoy paranoica, sí —declaró antes de que su hija se lo hiciera
notar—. Llamalo a Gael.
Ella no protestó.
El incidente había mellado esa frágil seguridad en la que había transitado
hasta el presente. Marcó el número de su amigo y se dio a conocer:
—Estamos en
camino, Ivi —escuchó del otro lado.
—¿Estamos?
—balbuceó.
—Con Jordi.
Estamos a diez cuadras —repitió—. ¿Están bien?
—Sí —dijo, y
colgó.
¿Acaso Jordi…?
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