jueves, 28 de noviembre de 2013

VIAJE INESPERADO - XIX



—Creo que Leonora se indispuso porque la contradije —comentó Marcos preocupado.
—Es posible, hijo —coincidió Arturo—. Ella está convencida de que hay un complot contra su amiga y descree de la idoneidad de Matías.
—Racionalmente, papá, nada indica una conspiración para privar a Camila de sus derechos. Los antecedentes familiares son determinantes para aceptar que tuvo una crisis como explicó Matías.
—Leo se tranquilizaría si otro médico coincidiera con el diagnóstico —intervino Irma.
—Posibilidad ilusoria siendo su pariente un psiquiatra reconocido —aportó Marcos.
—Como habrán observado —tomó parte Antonio— mi contacto con la vida al aire libre es precario, no así con las actividades nocturnas. Ello me ha valido algunas amistades que podrían ayudar en este caso. El hijo del ministro de salud de la provincia es mi amigo y no me negará su colaboración. Mañana me comunicaré con él y veremos si puede terciar para que Camila sea examinada por otro profesional.
—¡Eso sería excelente, Toni! Si otro psiquiatra concuerda con el dictamen, le bajaría la ansiedad a tu hermana.
—Y a uno que yo me sé —dijo Arturo mirando a su hijo con sorna.
Antonio no pudo evitar una risa divertida. Marcos ignoró el comentario de su padre aunque coincidiera con su apreciación.
—Imaginemos por un momento que la suposición de Leo es verídica —arriesgó Toni— ¿qué motivaría a tan reconocido profesional precipitar al paciente en un cuadro sicótico?
—Algún interés personal —opinó Irma.
—Impedir que la chica se haga cargo de la herencia. Es muy claro —afirmó Arturo.
—Lo que no me cierra es que corra semejante riesgo cuando sus ingresos superan el rendimiento que podrían tener los campos —refutó Marcos—. No obstante, para no descartar la intuición de Leonora, propongo abocarnos a obtener algún tipo de información —se dirigió puntualmente a Irma y Arturo.
—¡Contá conmigo, Quito! —se pronunció la mujer.
—Yo me voy a dar una vuelta por el boliche —decidió el padre—. A esta hora estarán entonados y será fácil tirarles de la lengua.
—Llevate la camioneta —indicó Marcos—. Después nos pasás a buscar.
—De acuerdo —Arturo se levantó y salió a cumplir su cometido.
El bodegón estaba a unas diez cuadras atravesando la ruta. Estacionó el vehículo a la entrada e ingresó al local. El primero en verlo fue Saverio, el dueño de la taberna, acomodado tras el pringoso mostrador.
—¡Don Arturo! ¿A qué debo el placer de su visita?
—Extrañaba tu impoluto salón —contestó con una carcajada que su par imitó.
—¿Qué va a tomar?
—Una ginebra, y mandale una ronda de mi parte a los amigos que hace tanto no veo —saludó con un gesto a los hombres que ocupaban una mesa y que le devolvieron el ademán. Si Saverio fallaba como informante, alguno de los parroquianos podría tener algún dato esclarecedor. 
El dueño del local entregó el pedido en la mesa y, al volver, abrió el camino a la confidencia: —¿así que la Camila se desgració como su madre?
—Parece. Pero Matías la tiene bien cuidada. No cualquiera se preocuparía de un pariente que nunca los vino a visitar. ¿No creés…? —dejó la pregunta en suspenso.
El hombre agachó la cabeza en actitud de meditar. Arturo no lo apuró. Los lugareños tenían sus tiempos y él los conocía. Al cabo, como conspirando, habló en voz baja.
—Don Nicanor fue poco cuidadoso con su testamento. Doña Teresa lo leyó antes de que se lo llevara a López y le dio un soponcio. ¡Imagínese! ¡Fuera de la casa donde nació! —lo miró esperando que compartiera su arrebato.
—A ver, Saverio —dijo con parsimonia—, ¿qué decía el testamento para sacar a Teresa de la casa?
—Que todo iba a parar a la Camila. Los campos y la casa.
—¿Y vos cómo te enteraste?
—Por la Mercedes que estaba de limpieza cuando doña Teresa apareció descompuesta en el comedor. Lo llamó a don Nicanor y él, al doctor. Cuando la señora se recuperó, la Merce estaba lustrando el pasillo. Doña Teresa le contó al doctor que su hermano le había dejado a Camila toda su fortuna, incluida la casa. La Merce no pudo escuchar más porque el doctor cerró la puerta del dormitorio. Entonces ella siguió con la oficina de don Nicanor. Él salió con un sobre grande, subió a la rural y se fue sin preguntar siquiera por su hermana.
Un compartido silencio se instaló entre los hombres. Arturo iba sintetizando la información. Era Teresa la que leyó el testamento y se lo comunicó a Matías… Sin duda ser arrojada de la casa fue lo que más la impactó, porque esa figuración postergó la revelación de la verdadera noticia: la filiación de Camila. Se lo debe haber dicho después de cerrar la puerta, caso contrario sería vox populi en el pueblo. Ahora falta relacionar este descubrimiento a la repentina descompensación de la heredera.
—Con lo que gana Matías como médico, podría comprarle la casa a Camila —opinó a la postre—. En cuanto a la tierra, no creo que le interese explotarla.
Saverio volvió a bajar la cabeza. Arturo esperó.
—Por ahí andan diciendo que al doctor le gusta jugar. No hay semana que no vaya al casino de Victoria —dijo el cantinero—. Pero a lo mejor son habladurías de los peones, porque a ninguno le da la paga para entrar a ese lugar. Oyen los comentarios de los patrones y se los pasan entre ellos. Y ya sabe… de una migaja hacen un pan.
—Aunque también dicen que cuando el río suena, agua trae —incitó Arturo.
Saverio señaló: —Usted conoce a don Hernández. Su capataz fue el que desparramó el cuento… —dicho lo cual, calló.
Silva padre hizo un gesto de asentimiento, bebió su ginebra y poco después se despidió del tabernero y de los hombres que prolongaban la tertulia. Hora de pasar a buscar a los muchachos, se dijo. Mañana iría a la hacienda de Hernández. Tal vez el rompecabezas se completara.
∞ ∞
Irma se ocupó de la cocina sin permitir que Marcos ni Toni ayudaran. Les pidió que se acomodaran el la sala mientras ella concluía la limpieza. Después sirvió café y unas masitas que compartió con ellos.
—Nana —pidió Marcos—, asomate para ver si Leo necesita algo.
La mujer asintió y, mientras caminaba hacia los dormitorios, se congratuló por el interés que su Quito exteriorizaba hacia la muchacha. Ella le había caído bien y estaba segura de que sería la pareja ideal para su ahijado. Abrió la puerta de la habitación con sigilo para no interrumpirle el descanso y esperó a que sus ojos, enfocados en la cama, se adaptaran a la penumbra. Primero pensó que a su vista gastada le costaba reconocer el relieve de la figura que suponía acostada; después, agitada, encendió la lámpara que colgaba del techo para descubrir la cama perfectamente tendida como estaba por la mañana. Caminó por el pequeño cuarto alrededor del lecho y entró al baño con agitación, temiendo encontrarla descompuesta. Regresó aturdida al comedor y se paró delante de Marcos buscando la manera de comunicarle la desaparición de la joven. Él se incorporó de un salto al ver su rostro demudado.
—¿Qué pasa, Nana?
—Leo no está —dijo con voz estrangulada.

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