El gesto compungido de Mario cuando la vio entrar lo decía todo. Antes de
que pudiera saludarlo, el muchacho tartamudeó: —¡Leo! Lo… lo siento. No fue mi
intención… pero…
—Tranquilo, Mario —lo calmó—. No pasó nada. Vengo a buscar un cargador
para mi celu. ¿Tenés alguno que sirva? —dijo exhibiendo el aparato.
—Sí. Hay uno universal —sacó una caja de la estantería, la abrió y
conectó el teléfono—. Mientras se carga, te alcanzo un café ¿querés? —ofreció
obsequioso.
—Sí. Gracias —aceptó y se dirigió a una mesa.
El joven le acercó la infusión y enchufó el celular en una toma cercana,
de tal modo que media hora después se comunicaba con su hermano.
—¡Hola, Leona! —la saludó con el apelativo que usaba para hostigarla pero
que esta vez sonó cariñoso—. ¿No era que tenías el aparato fuera de combate?
—Lo estoy cargando. ¿Adónde estás?
—Intentando ponerme al tanto de mi nuevo trabajo. No quiero dejarte mal,
hermanita —acotó.
—Hacelo por vos. Estoy segura de que no vas a desaprovechar esta
oportunidad —argumentó convencida, y con acento cómplice—: ¿te resulta muy
complicada la tarea?
—Tengo los mejores maestros. Ya te contaré esta noche. ¿Vos, cómo estás?
—Bien. ¿Nos vamos a ver esta noche?
—Así parece. Te paso con Marcos para acordar. Chau, Leo.
—Chau… —murmuró.
—Buen día, Leonora —la voz grave del hombre la turbó.
—Hola, Marcos —se repuso y preguntó con inflexión risueña—: ¿Qué
posibilidades tiene el alumno?
—Me sorprende. Creo que avanzará muy rápido a juzgar por su entusiasmo.
Avisale a Irma que cenaremos en su casa, así podrás charlar con tu hermano —y
en tono más intimista—: ¿Cómo pasaste la noche?
—Como pude —contestó evasiva.
—Leo… —pronunció como una caricia—, ¿acaso no confiás en que pueda
ayudarte?
—No es eso. Es… que no soporto la incertidumbre. ¡Pero no me hagas caso!
—se apresuró a tranquilizarlo—. Ya me estoy reponiendo.
—Quisiera verlo —deslizó él con recelo; y, como si presintiera que no
estaba en casa de su nana—: Hablaremos más tarde. ¿Me das con Irma?
—Estoy en la estación de servicio —dijo al fin.
—¿Tan temprano?
—Vine a comprar un cargador para el celular —decidió que no quería
contestar más preguntas—. Corto porque se está agotando la batería. Nos vemos
—se despidió y cerró el aparato sin escuchar la respuesta.
Marcos le estiró el teléfono a Toni con expresión pensativa.
—¿Pasa algo? —preguntó el muchacho.
—No sé… —sacudió la cabeza— tal vez son aprensiones mías—. Espoleó su
caballo y manifestó—: Sigamos.
Antonio se emparejó con él y continuaron controlando la integridad de los
alambrados.
∞ ∞
Arturo había acordado reunirse con el escribano López a las nueve de la
mañana. Lo esperó en la confitería que estaba enfrente del despacho. Esa mañana
había arribado a la estancia el hermano de la muchacha que su hijo pretendía;
él esperaba que la buena predisposición de Antonio cubriera las expectativas de
Marcos. A ambos los beneficiaría tener una persona competente y de confianza.
La aparición de López interrumpió su cavilación.
—¡Buen día, Arturo! —saludó el profesional ofreciéndole la diestra.
—¡Buen día, Andrés! —se incorporó tendiendo la suya.
Después de estrecharse las manos, quedaron ubicados uno frente a otro.
—¿Qué vas a tomar? —le preguntó al escribano.
—Un café grande y tres medialunas. Todavía no desayuné —explicó.
Arturo hizo una seña a la camarera y ordenó el pedido. Esperó a que lo
acercara antes de hablar con López. Se conocían desde niños y se respetaban
mutuamente. Si Andrés conocía el contenido del testamento, se lo revelaría.
—Comé tranquilo mientras te pongo al tanto de los motivos de este
encuentro —le dijo.
El hombre asintió con un gesto y escuchó, mientras daba cuenta del
refrigerio, la historia de las amigas desencontradas por el repentino cuadro
sicótico de Camila, convocada a la lectura del testamento de Ávila. Como
pensamiento propio, expuso la conjetura de que esta descompensación estuviera
provocada por el tenor del legado.
López había terminado la ingesta antes de que Arturo finalizara el
relato. Se inclinó sobre la mesa para acercarse a Silva y expresó en voz baja:
—Imposible. Nadie más que yo conoce las cláusulas del testamento. Y te aseguro
que son del todo favorables para Camila Ávila.
—Su amiga la invocó con ese apellido, seguramente para centrar la
atención en Camila, pero ambos sabemos que su padre era Ramos.
—Craso error, amigo —cuchicheó Andrés con una mueca de suficiencia—.
Camila es Ávila de padre y madre. Nicanor la reconoce en su testamento y la
declara heredera de todos los bienes. También dejó una carta lacrada que solo a
ella está destinada.
—¿Alicia y Nicanor…? ¡Le doblaba la edad! —le sorprendió su tono de
censura.
—Fue una pasión reprobable desde todo punto de vista, pero inevitable. A
pesar de su carácter introvertido, Nicanor y yo teníamos una relación amistosa.
Fui su confidente cuando Alicia quedó embarazada y más tarde lo asesoré cuando
dispuso de sus bienes —hizo una pausa y afirmó—: Se querían, Arturo, pero
Nicanor sabía que Alicia no resistiría el escándalo social ni la condenación de
su madre.
—¿De modo que sentenció a esa pobre chica a casarse con otro?
—Fue una alternativa acordada. Por ese entonces Pablo Ramos había
instalado su empresa de bienes raíces en el centro y cortejaba a Alicia. Él
deseaba conectarse con las familias destacadas del pueblo y ella, calculo, lo
usaba como pantalla para ocultar el vínculo prohibido. La boda se decidió de
súbito, y aunque Dora sospechara de la posible preñez de su hija, resolvió
disimularlo porque el responsable cumpliría con su obligación. Camila nació
antes de los ocho meses y como fue un bebé muy pequeño que pasó varios días en
la incubadora, no generó ninguna murmuración.
—No tuve mucho trato con Nicanor —reconoció Arturo—, pero no comprendo
como pudo desentenderse de su hija y de la mujer que decía amar.
—Era un tipo muy especial y le costaba expresar lo que sentía —coincidió
Andrés—. Además, por pertenecer a una generación de acendrados conceptos
morales, vivió con culpa la relación con su sobrina. Tal vez ese sentimiento lo
alejó de su hija y acentuó el trastorno psicótico de Alicia.
—Caro lo pagó, por cierto —discurrió Arturo—. Separado de su mujer y
excluido de la crianza de Camila. Debió ser una experiencia muy dolorosa.
—Tanto que lo fue marchitando por dentro acentuado por la temprana
desaparición de Alicia en un accidente que, se rumoreó, provocó ella. Dora
murió dos años después y Teresa se hizo cargo de la niña. Consagrada como
estaba a Matías, poco tiempo le dedicó a la pequeña. Una de las mujeres que más
tiempo pasó con ella fue la madre de Anacleto.
—Hubiera sido la oportunidad para que Nicanor forjara un lazo con la niña
—estimó Arturo.
—No sé —dudó López—. Para él la destrucción de su pareja estaba
relacionada con la concepción de Camila.
—¡Qué pedazo de miserable! ¿No se le ocurrió usar un forro antes de
repudiar a su hija? —dijo Arturo indignado.
Andrés hizo un gesto con las manos como disculpándolo: —Ése era Nicanor.
Trató de compensar con la carta y el testamento.
—¿Quién más conocía el legado?
—Yo y los testigos, que son mi mujer y mi hijo. Es un testamento ológrafo
que está guardado en mi caja fuerte ensobrado y lacrado —lo miró con prevención—:
¿No dudarás de la discreción de mi familia?
—Jamás se me hubiera ocurrido. Pero si Leo tiene razón, alguien más lo
leyó —consideró Arturo.
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