—Se invirtieron
los papeles, mami. Yo tendría que haberte atendido a vos.
—Cariño, poder
brindarte un mimo es la mejor terapia para mí —declaró Lena acariciando su
mejilla.
Mientras la chica
tomaba el café con leche, la puso al tanto de las actividades del día:
—Julio César ha
organizado un asado en la casa de Funes de Ronaldo y quiere que vayamos todos.
El día está nublado y con amenaza de lluvia, pero asegura que en el chalet
tendremos todas las comodidades.
—Creí que faltaba
terminarlo.
—Está listo.
Están esperando el final de obra.
—Bueno. No vamos
a desairar a los muchachos que se preocupan por sus mujeres. Porque esta
cortesía es consecuencia de la ruptura con papá, ¿verdad?
—De mi ruptura,
Ivi. Quiero que disciernas que tu padre no ha cortado con ustedes sino con la
relación de pareja que tenía conmigo. Y que yo estoy de acuerdo con esa
decisión —dijo con firmeza.
—Sí, mamá.
Perdoname. Me va a costar adaptarme a la nueva situación, de modo que tendrás
que tenerme paciencia.
—Toda la que haga
falta, querida. Pero que te quede claro: no sufras por mí ni por vos. El afecto
de papá no ha variado con sus hijos —se levantó del borde del lecho—. Son las
diez. ¿Estarás lista para las once? Nos pasarán a buscar Diego y Yamila.
—Ya empiezo a
prepararme. Y gracias, mami —dijo tendiéndole los brazos.
Lena respondió al
reclamo y después salió llevándose la bandeja. Antes de las once bajó Ivana y
Jordi corrió a besarla.
—¡Buen día, Ivi!
¡Vamos a conocer la casa que proyectó Jotacé! —exclamó con entusiasmo.
—¿Qué tiene de
especial? —sonrió.
—¡Qué está toda automatizada!
Tiene un cuarto con cinco computadoras que controlan los ingresos de la puerta
principal, del parque, la entrada de servicio, la cochera y el fondo.
—¡Cielos! Espero
que no monitoreen los baños —rió Lena.
Ivana subió a la
terraza para aquilatar el clima. Viento helado, nubarrones y presagio de
tormenta. Puso algunas plantas a reparo ante la contingencia de granizo y bajó
cuando Jordi le avisó que había llegado Diego. Su hermano la abrazó con cariño
y se interesó por su estado de ánimo. En el auto esperaba Yamila y poco después
partieron para Funes. Jotacé y el dueño de casa les dieron la bienvenida y, una
vez acomodados, los invitaron a recorrer la pequeña mansión. Estaba enclavada
en medio de un predio arbolado con ejemplares centenarios, según explicó
Ronaldo. El terreno había pertenecido a una familia por generaciones y los
últimos descendientes lo habían vendido con la casa que Jotacé había reciclado
y modernizado. Después de la gran reja perimetral se abría un amplio jardín al
frente con cochera pasante al garaje cubierto con capacidad para cuatro autos.
Detrás de la casa se destacaba la amplia piscina, ahora vacía, alrededor de la
cual retozaban los dos perros guardianes. Las primeras gotas de lluvia los
encaminaron al porche para ingresar al interior calefaccionado con estufa a leña.
En la planta alta, cuatro dormitorios en suite, dos de los cuales tenían balcón
con vista al parque trasero. Bajaron por fin, a decir de Jordi, para
inspeccionar el cuarto de control adonde estaban instaladas las computadoras.
Lo dejaron delante de los monitores mientras el resto se instalaba en el
living. Los hombres pasaron al quincho cubierto para ocuparse del asado en
tanto las mujeres se dedicaban a charlar.
—¡Me encanta esta
casa! — alabó Yamila contemplando los coloridos vitraux de los paneles laterales—.
Jotacé hizo un trabajo espléndido al conservar los detalles originales de la
fachada y del interior.
—Es cierto. Hay
un ensamble armonioso entre el estilo inicial y los complementos modernos. Creo
que confiaré en Julio César el día en que pueda construir mi casa —afirmó Ivi
con gesto de entendida.
—Es lo menos que
podrías hacer —rió Lena ante la apreciación de su hija—. Confiar en tu hermano.
—¿Este Ronaldo
tiene novia? —preguntó Yamila.
—No sé. ¿Andás
pensando en cambiar a Diego? —contestó Ivi burlona.
—¡Para vos,
tarada…! —exclamó su cuñada.
—No es mi tipo.
Los amigos de mis hermanos son buena gente pero no califican como posibles
candidatos.
—Es que vos sos
muy exigente. Decime qué cualidades deben reunir así evalúo a los que conozco.
—Sin ofender, esa
selección corre por mi cuenta.
—No me ofendo,
Ivi, pero no comprendo el por qué de tu soledad.
—Que no tenga
pareja no implica que esté sola. Tengo a mi familia y buenas amigas con las
cuales comparto estudios y salidas —dijo Ivana apacible.
—Como tu madre es
una mina piola, puedo precisarte que hay momentos que sólo se comparten con un
hombre —insistió Yamila.
Lena, que tenía
claro qué compañía deseaba para su hija, intervino en el intercambio:
—Estoy segura de
que Ivi encontrará a la persona indicada. —Se levantó e instó a las chicas—:
¿Vamos a ver qué hacen los muchachos? Tal vez necesiten una mano.
Las jóvenes
intercambiaron una mueca antes de acoplarse a la mujer que caminaba hacia el
acceso interior al quincho. La lluvia, empujada por el viento, golpeaba las
puertas de vidrio y las ventanas realzando el cálido interior. Ronaldo y Jotacé
charlaban cerca de la parrilla esperando a que se encendiera el carbón mientras
Diego condimentaba la carne. Exhibió una amplia sonrisa cuando divisó a trío
femenino y se ladeó para recibir el beso de Yamila en la boca.
—¿Aburridas,
hermosas? Pueden preparar la ensalada, si quieren.
Lena revisó la
heladera y sacó las verduras que ya estaban limpias. Poco después estaban
cortadas y distribuidas en dos recipientes. Ivana se acercó a los custodios del
fuego y aceptó la copa de vino que le tendió su hermano.
—¿Así que dentro
de una semana viajás a Inglaterra? —preguntó Ronaldo.
—Sí. Nos vamos
con Jordi.
—Yo estuve el año
pasado y también paré en la casa de los padres de Gael. De primera, los viejos.
Transmitiles mis saludos.
-Dale, Roni
—aceptó la joven—. Me tenés que decir qué lugares a tu criterio merecen ser
visitados.
Ronaldo se
explayó especialmente sobre los pubs y prometió enviarle por mail los nombres y
características. Cuando se interrumpió para poner la carne en la parrilla, Ivi
volvió con su madre y Yamila para colaborar en el tendido de la mesa. A las
ocho de la tarde, aún con lluvia, se despidieron del dueño de casa.
—¿Y? —preguntó
Jotacé al regreso—. ¿Cómo la pasaron?
Madre y hermana
respondieron que muy bien.
—Mañana las vamos
a llevar a la estancia de Arturo a pasar el día —les anunció.
Ivana se acercó
para abrazarlo y rebatirle cariñosamente:
—Gracias por tu
preocupación, hermanito. Quedate tranquilo porque estoy bien y no me voy a
derrumbar, pero esta etapa la tengo que afrontar sin aturdirme.
—¡Eh… que no te
invito por compasión, dulzura! —arguyó Julio César.
—Lo sé, lo sé…
Hoy la pasé fantástico, pero mañana pienso dedicarme a organizar mi guardarropa
y listar las cosas que me faltan.
—De acuerdo, pero
ustedes se lo pierden —dijo el muchacho decepcionado.
Lena lo consoló
prometiéndole que los acompañarían en la próxima salida. Cenaron frugalmente y
se retiraron a descansar. El domingo, un viento helado reemplazó la lluvia.
Julio César salió con Jordi y las mujeres se quedaron a solas. La madre
colaboró con Ivana en la selección del vestuario y la confección de un listado
de faltantes que al día siguiente pensaba adquirir. Enfrentaron la melancolía
poniéndoles palabras a sus sentimientos y salieron confortadas por las
confidencias mutuas. Al mediodía encargaron la comida y ante la inclemencia del
tiempo optaron por dormir la siesta. Por la tarde Lena se dedicó a sus plantas
e Ivana a la lectura y a revisar su correo. Cenaron mirando una película y
todavía estaban de pie cuando regresaron los muchachos cansados de su día de
campo. Jordi les contó, mientras subían a los dormitorios, que habían comido
asado con cuero y montado a caballo. Tras una buena noche de descanso, Ivana se
levantó excitada por la proximidad del viaje. Recuperaba el hábito previo a
cada partida que consistía en proyectarse a cada destino y articularlo a la
experiencia misma. La frontera entre lo imaginado y lo concreto era tan sutil
que aumentaba la extensión de cada itinerario con su particular anticipación.
Agotar la guía le llevó toda la mañana y cuando terminó con las compras se
sentó a tomar un café. Al bajar del taxi, Jordi la estaba esperando en la
puerta y la auxilió con las bolsas.
—¿Cómo adivinaste
que necesitaba una mano? —preguntó guasona.
—Tu cabeza
parecía un remolino —le dijo riendo—. Además te quería decir que tenemos
visita.
La imagen de su
papá chispeó un momento en su conciencia.
—No —aclaró su
hermano—. El dueño del restaurante.
—¿Alec? —moduló
Ivi perpleja.
—Sí. Mamá lo
invitó a almorzar y creo que él quiere darte algo para Gael. Te espera desde
las diez.
—Ayudame a subir
los paquetes así no los dejo por el medio —pidió.
Después de
descargarlos en su dormitorio, se dirigió a la cocina. Antes de hacerse notar
contempló el cuadro de su mamá departiendo con Wilson. Lo escuchaba risueña, la
melena dorada enmarcando un rostro que había recuperado la frescura de la juventud.
¿Tan mal estaban las cosas con papá? Hace tiempo que
no te veía tan distendida. ¡Ay, mami! Me siento tan egoísta por no haber
prestado atención a esa sombra de tristeza que siempre te acompañaba. Me duele
la ausencia de papá, pero siento que así estarán mejor los dos.
—¡Ivi! —la
descubrió su madre—. Vení a saludar al señor Wilson.
—¡Qué sorpresa,
Alec! Me encanta verte por aquí —le dijo cordialmente.
—El placer es mío
—manifestó el hombre—. He osado acercarme a tu casa para pedirte un favor ante
la inminencia del viaje.
—Lo haré con
mucho gusto.
Él sonrió y le
entregó una caja envuelta en papel metalizado que descansaba sobre la barra.
—Es para Anne, la
madre de Gael. No tenía el regalo en mi poder antes de que el muchacho
partiera, así que pensé en recurrir a ti.
—Hiciste bien. Me
dijo Jordi que estás esperando desde las diez. Lamento haber demorado.
—Me has permitido
disfrutar de la compañía de tu mamá y he sido beneficiado con una invitación a
comer. ¿Qué más puedo desear? —dijo risueño.
Ivana asintió y
se unió a la pareja para colaborar con los preparativos. Antes y después de
comer se conmovió ante la inédita locuacidad materna que, sin premeditación, revelaba
una sensibilidad reprimida por la apatía sentimental. Wilson no ocultaba su
atracción por la mujer que descubría detrás de la charla compartida y la comprometió,
cuando lo acompañó hasta la puerta, a aceptar una cena después de que sus hijos
se hubieran marchado.
Ivi pasó por la
habitación de Jordi antes de acostarse. Sin preámbulos, le preguntó:
—¿Cómo está mamá?
—De diez —afirmó
Jordi.
—¿Él es un buen
hombre?
—De lo mejor
—aseguró.
Las declaraciones
le valieron un abrazo y un beso de parte de su hermana quien restañó la herida
de la pérdida con la ilusión del bienestar materno.
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