—Dada la hora
—dijo Bob— tendrán que elegir entre el museo de cera o el de Holmes.
Ivana miró el
rostro afable de su amigo y el expectante de su padre y decidió no poner
obstáculos a la invitación.
—Que decida Jordi
—resolvió.
—¡El de Sherlock!
—contestó su hermano sin dudar.
—Que así sea —rió
el dueño de casa.
—¿Quieren darse
un baño y cambiarse? —intervino Anne—. En cada dormitorio tienen teléfono y una
PC para conectarse con su casa. Úsenla a discreción —los exhortó.
—Son demasiado
bondadosos —agradeció Ivi desbordada por tantas atenciones.
—Querida —dijo
Anne tomándola de la mano—: demasiado es poco para agradecer los cuidados que
le dispensaron a Gael al integrarlo como parte de su familia. Ahora Bob y yo
deseamos que ustedes se sientan en su propia casa.
La mirada
afectuosa de la mujer invitaba al abrazo que Ivana no vaciló en dispensar. Al
separarse, Anne declaró:
—Los acompaño a
sus habitaciones porque tengo una sorpresa para ambos. Vamos.
Los invitados
siguieron a la vivaz anfitriona que primero se detuvo frente al cuarto de
Jordi. Le hizo un gesto para que abriera la puerta y cuando estuvieron adentro
el chico emitió una exclamación de deleite. Sobre la cama resaltaba un elegante
piloto gris y su correspondiente paraguas.
—¡Es fantástico!
—dijo Jordi y se lo midió ante la mirada divertida de las mujeres.
—Te queda
perfecto —opinó su hermana y se volvió hacia la madre de Gael—. Estoy abrumada,
Anne. No sé cómo retribuir los favores que nos dispensan.
—Aceptándolos con
la misma alegría que nos da el hacerlos. ¿Sabes cuál es el valor de los regalos
para mí? —dijo tomándola del brazo para conducirla hacia su dormitorio—: La
satisfacción de quien lo recibe —franqueó la entrada y la joven encontró sobre
su cama una hermosa gabardina color verde agua con cinturón, sombrero y
paraguas.
—Después de tu
declaración no me animo a oponer ningún reparo —rió Ivana dándole un beso.
—Creo que Gael
los tiene muy presentes, porque es el artífice de la elección —reconoció Anne—.
Pruébatelo.
Ivi se calzó la
prenda que le sentaba a la perfección. Las capas del abrigo destacaban su
figura y el sombrero de lluvia de ala caída y levemente ondulada, le confería a
su rostro un aire adolescente. Anne la miró complacida y consultó al
despedirse:
—¿Estará bien
salir dentro de una hora?
—Más que
suficiente —afirmó la chica.
Antes de llamar a
Lena le recomendó a Jordi que estuviera listo en una hora. Charló diez minutos
con su madre y después se dio una ducha rápida porque había olvidado preguntar
por el uso racional del agua. Se calzó un pantalón negro, un suéter blanco y
botas cortas. Bajó a la sala con la gabardina colgada del brazo y el sombrero y
paraguas en la mano. Sólo estaba Gael en la estancia y su expresión de
complacencia la ofuscó. No me mira como
antes. ¿Desde cuándo me perturba su presencia? Son sus insinuaciones. Pero ¿yo
le doy espacio para que confiese lo que realmente siente? No. ¡Y no lo quiero
saber! Necesito a mi amigo de la infancia, al adolescente que me escuchaba sin
juzgarme porque no se interponía ningún interés personal…
—¿Te quedó bien?
—la pregunta la sacó de su marasmo.
—Fue idea tuya.
—La afirmación sonó acusadora.
—¡Juro que no! Es
una antigua costumbre de mamá que procura que nadie se vaya de este país sin un
piloto inglés. Yo sólo colaboré con las medidas —dijo él con fingida modestia.
Ivana le dirigió
una mirada socarrona que estimuló una franca carcajada en el hombre. Ella se
aflojó y opinó con una sonrisa:
—Tenés un sentido
de las proporciones poco común…
—Es que a vos te
tengo grabada a fuego —declaró él con gesto solemne.
—¿Y eso qué
significa, si se puede saber? —lo retó.
Gael caminó
lentamente hacia ella escrutando los ojos que lo desafiaban. La joven se
conmocionó como si estuviera a las puertas de una revelación deseada o temida.
Sin dejar de mirarla, extendió los brazos y descansó las manos sobre sus
hombros. En ese rostro grave que se acercaba al suyo no reconoció al amigo que
su razón demandaba. Percibió en las pupilas varoniles el irrevocable designio
de un beso que se hubiera concretado de no ser por la aparición de Bob que
interrumpió su parálisis. El hombre, contrito, contempló cómo la muchacha se
apartaba de su hijo quien bajó los brazos con expresión contrariada. Sabía de
la pertinaz pasión del muchacho que defendió su permanencia lejos del hogar
paterno cuando era apenas un adolescente. El motivo fue un secreto entre ellos
porque ambos dudaban que Anne lo comprendiera. Y ahora, se dijo, no pudo ser
más inoportuna mi presencia.
—¿Están todos
listos? —preguntó su hijo.
—Anne y Jordi vienen
detrás de mí —asintió Bob.
Los nombrados
ingresaron a la estancia con los abrigos puestos. Ivana se colocó la gabardina
y cubrió su cabeza con el sombrerito.
—¡Ivi, qué linda
que estás! —exclamó Jordi—. Parecés una modelo de Vogue.
La salida de su
hermano la hizo reír, pero no se atrevió a mirar a su amigo cuyo semblante
manifestaba una total aprobación de los dichos del muchachito. Robert cambió
una mirada con Anne y se apresuró a decir:
—¡Sherlock nos
espera! ¡Partamos!
Gael abrió la
puerta del acompañante para que subiera Ivana y la de atrás para que se
acomodaran sus padres y Jordi. El trayecto hasta el museo fue breve. Caminaron,
bajo los paraguas, hacia la famosa casa de Baker Street en cuya entrada estaba
apostado un guardia con uniforme de época. Robert se le acercó soslayando la
fila de turistas que esperaban para comprar sus billetes.
—¡Doctor Connor!
—reconoció el agente—. Aquí tengo las entradas que reservó, y la pipa y la
gorra para la fotografía.
—Gracias, John
—dijo el médico recibiendo los objetos.
Su hijo se
apropió de la pipa y la gorra y, sonriendo, se las ofreció a Ivi. Ella se
atavió para la foto reemplazando su sombrero impermeable y simulando inhalar
por la boquilla.
—¡Pónganse junto
al policía! —pidió Jordi enarbolando su cámara.
Después de sacar
esa foto Ivi le pasó el atuendo y el chico le solicitó a Bob que lo tomara
junto a Gael y su hermana para enviárselas a su familia.
Sortearon la
tienda de recuerdos para pasar a la amplia sala que constituía el despacho del
detective con todos los objetos que contribuían a su investigación y algunos
efectos personales de su biógrafo, el doctor Watson. Jordi no paraba de
perpetuar cada momento con su cámara: Gael sentado en el sillón de Holmes con
su gorra y su pipa; Ivi con capa y lupa intentando desentrañar unos símbolos;
él tocando el Stradivarius; Anne y Bob departiendo con Watson. Pasaron por el
dormitorio que parecía aguardar el regreso de su dueño. En la segunda planta
curiosearon los dormitorios de Watson y de la casera para subir luego, por una
angosta escalera, al tercer piso adonde aparecían algunos personajes y escenas
famosas recreados en cera. El cuarto de baño de estilo victoriano no concordaba,
según Ivi, con el resto de las dependencias. Se asomaron al desván y, antes de
recorrer el negocio de souvenir, bajaron al subsuelo adonde encontraron al
mismísimo Holmes en la amplia biblioteca. Jordi le tendió la cámara a su
hermana y se acercó al actor que personificaba al detective para sacarse una
foto con él. Terminaron el paseo en la tienda adonde Ivana y Jordi adquirieron
regalos para su familia.
—El museo está a
punto de cerrar —advirtió Bob—. He reservado una mesa en el pub de Sherlock
para que lo conozcan y volvamos a casa cenados.
La lluvia había
concluido. Caminaron por los alrededores antes de dirigirse hacia el
restaurante. Un camarero los guió hasta su mesa desde la cual se podía apreciar
la galería dedicada a la memoria del detective. Toda la decoración estaba
orientada a inducir la sensación de habitar el Londres victoriano. Pidieron
platos típicos y los acompañaron con cerveza. Después de comer, Ivana se sintió
totalmente relajada. La conversación amena de sus anfitriones, la charla vivaz
de su hermano y la actitud serena de Gael obraron como un sedante. Ahogó un
bostezo tras su mano lo que provocó la reacción de Bob:
—¡Oh, querida
Ivi! Somos unos desconsiderados al no tener en cuenta el trajín del viaje. Ya
mismo volvemos a casa —le hizo señas al camarero para que trajera la cuenta.
El fresco
nocturno apenas la sacó de su letargo. Antes de subir a sus habitaciones, Gael
les comunicó que saldría con Jordi a la mañana temprano.
—¿Ivi se queda?
—preguntó Anne.
—Sí. Jordi y yo
vamos a estar ocupados —contestó su hijo.
—Entonces —dijo
la mujer dirigiéndose a Ivana— si te parece bien, me convertiré en tu cicerone.
Tú decides qué conocer y yo te acompaño.
—Me dará mucho
gusto —sonrió la muchacha—, siempre que no te aparte de tus obligaciones.
—¡De ninguna
manera! Está todo previsto para que pueda dedicarte todo el tiempo —afirmó Anne.
Ivi le agradeció
con un beso y se despidió de padre e hijo. Por primera vez desde que salieron
cruzó la mirada con la de Gael. Había un reclamo en sus pupilas que no se
atrevió a descifrar.
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