Salieron a las nueve,
pertrechados para una larga caminata. Las mujeres con abrigos livianos y los
hombres cargando el equipo de mate. Alen los condujo por un hermoso camino de
tierra bordeado de añosos árboles hasta el poblado, desde donde pudieron apreciar
una vista espectacular de las Sierras Grandes. El sol porfiaba por desparramar
a las nubes que lo ocultaban y el aumento de temperatura hizo que las muchachas
se despojaran de las chaquetas. Julia caminaba al lado de Alen quien iba
ilustrando a sus acompañantes sobre la historia de las zonas que transitaban.
Sintió que iba dejando por el camino los resabios de su etapa frustrada y se
asombró de la sensación de comodidad que le transmitían la voz y la presencia
del hombre.
—Hay un mesón cerca. ¿Paramos
a tomar unos mates? —preguntó el guía.
—¡Sí! —dijeron a coro.
Se ubicaron en una de las
mesas que estaban fuera de la construcción y Marisa se ocupó de cebar.
—¿Está permitido ocupar este
lugar sin consumir? —indagó Julia.
—No. Pero soy amigo del dueño
—contestó Alen.
Como si lo hubieran invocado,
un hombre bajo y regordete se acercó a la mesa.
—¡Ingeniero! ¿Cómo no me
avisaste de tu visita? —lo regañó tendiéndole la mano.
—Porque ya sabía que ibas a
salir a correr intrusos —bromeó Alen apretando su diestra—. Estoy con unos
amigos de Rosario y les propuse hacer un alto en el camino. Les presento a
Carlos Braun, propietario de la posada —lo introdujo.
—Los amigos de Alen pasan a
ser los míos —declaró Braun estrechando las manos de cada uno—. Pero no puedo
permitir que estén a la intemperie. Pasen que llegaron a tiempo de probar la
exquisita torta de Marta —les hizo un gesto y caminó de prisa hacia el
interior.
—Sigámoslo —dijo Alen—. Marta
es un encanto y su torta famosa. Las cocina una vez a la semana por encargo.
Una mujer los esperaba apenas
ingresaron. Abrazó al joven y lo besó con cariño. Julia observó que era más
alta que su marido y un poco menos rellena. Destilaba simpatía.
—¡Alen! ¡Querido! ¡Nos tenías
olvidados! Me dijo Carlos que traías a unos amigos —se dirigió al grupo—. Sean
bienvenidos y ubíquense donde gusten que enseguida los atiendo.
Volvió a poco con una bandeja
que lucía un vistoso pastel. Lo cortó en trozos y les deseó: —¡Que lo
disfruten!
Cardozo la detuvo tomándola de
la mano: —De aquí no te vas sin probar un mate.
Marisa le ofreció el recién
cebado. La mujer se sentó para tomarlo y aprovechó para examinar a los amigos
del ingeniero. A su mirada perspicaz no escapó la atención con que el hombre
miraba a Julia. Identificó las señales de una pareja en la interacción entre
Rolo y Mari mas no pudo descifrar indicio legible en el rostro de la otra
muchacha. Marta conocía a Alen y a sus padres desde que se había radicado en
Nono con su marido, huyendo de la contaminación ambiental y humana de Buenos
Aires. Instalaron el parador con sus últimos ahorros y resistieron la demora
del asentamiento. Etel, en el comienzo, fue la mejor promotora del negocio
recomendándola a sus conocidos y amigos. Esta actitud solidaria generó un lazo
que trascendió lo servicial para transformarse en amistoso. Alen tenía diez
años cuando la pareja pasó por su establecimiento por primera vez, de modo que
lo vieron crecer y convertirse en el hombre que ahora era. Los visitaba con
regularidad hasta que la vorágine de su profesión fue distanciando las pasadas
pero no el afecto. Marta, que le conocía otras compañías femeninas, nunca lo
vio tan pendiente de una mujer como en este momento. “¡Lástima! Me encantaría
que ella comparta sus sentimientos. El muchacho lo merece” —pensó.
—¡Gracias! —dijo devolviendo
el mate—. Espero que no dejen ni una migaja —recomendó, y se alejó hacia la
barra.
Estuvieron mateando media hora
luego de lo cual retomaron la caminata. Alen los encaminó hasta la licorería
cuya fama trascendía a la localidad. Instalada en una casa de ladrillos de
adobe adonde funcionaba antiguamente una pulpería, no imaginaron que su
interior albergara tantas delicias. Mirta, la dueña, los ilustró acerca de las
bebidas alcohólicas y los invitó a degustar los licores artesanales de su
fabricación. Las chicas, amantes de lo dulce, cataron y compraron exquisiteces
que probaban por primera vez. Rolando y Alen, que no gustaban de licores, les
cedieron su porción. Ellas salieron con la risa fácil y un poco inestables,
mientras que los hombres cargaron las bolsas al tiempo que las apuntalaban.
Alejo observó al grupo jocoso
y a los estuches que portaban los jóvenes, y anticipó: —No me digan nada.
Vienen de Eben Ezer.
Julia y Mari intentaron
recobrar la compostura que habían perdido entre los irresistibles vasitos de
licor. Se sentaron en la escalinata aún acometidas por la risa bajo la mirada
divertida de los varones. Alen quedó definitivamente prendado de esa muchacha
festiva que, enervada por la ingesta, había olvidado el férreo control con que
ocultaba sus emociones.
—Será mejor que nos demos un
baño —le dijo Julia a Mari al tiempo que se incorporaba.
—Vayan, niñas... Cuando salgan
las estará esperando el almuerzo —instó Cardozo padre.
—Te acompaño —le ofreció su
hijo a Julia.
Ella no rechazó el brazo
varonil y caminaron como dos buenos amigos hasta el motorhome. Antes de subir, manifestó
con donaire: —Gracias por soportar mi ebriedad. Pero esos licores eran tan
deliciosos…
La mueca risueña fue tan
embriagadora para el hombre como las libaciones para la joven. Tomó conciencia
de cuánto la deseaba y la devoró con una mirada que no requería de intérpretes.
La expresión de los ojos masculinos inquietó a la muchacha que apartó la vista
y entró a la casa rodante. Alen quedó suspendido frente a la puerta cerrada
hasta recuperar el dominio. Después, regresó a la residencia.
—Parece que vas a necesitar
más tiempo para convencer a esa mujercita —opinó Alejo ante el rostro abstraído
del joven—. ¿No consideraste invitarlos a que se instalen en la casa?
—Fue lo primero que hice al
conocerlos y ella la única en negarse. Pero tenés razón. Si la dejo partir mis
opciones para ganarla disminuyen —hizo una pausa antes de sincerarse con su
padre: —Me gustó apenas la vi, papá. No consiento en perderla.
—Reconozco que es atractiva
—dijo su progenitor—, pero las hay muchas aquí y en la ciudad que no
escatimarían esfuerzos por conquistarte. ¿Por qué ella, precisamente?
—Porque adonde esté, está el
paraíso —citó Alen, soñador.
Alejo meneó la cabeza con
resignación. Luego declaró concluyente: —Ante semejante alegato deberé abocarme
a sabotear el motorhome.
Su hijo largó la carcajada y
lo abrazó.
—¡Sos de fierro, papá! Ese
será el último recurso —le aseguró con un guiño—. Vamos a darle una mano a
mamá.
∞ ∞
Julia se encerró en la casa
rodante perturbada por la demanda que percibió en las pupilas de Alen. Apresuró
la ducha para reunirse con los que esperaban. Después del almuerzo no quedaban
rastros del mal tiempo y decidieron visitar un balneario.
—¡Que sea de agua cálida, por
favor! —pidió Mari.
Cardozo los condujo por la
ribera del río Panaholma adonde se bañaron y tomaron sol.
—Si querés tomar mate —dijo
Julia adormilada— tenés que esperar a Marisa.
Estaba tendida a la sombra de
un arbusto y se dirigía a su anfitrión a quien había visto acercarse. El hombre
vestía un short de baño a medio muslo que destacaba su físico musculoso. Sonrió
antes de contestarle: —Yo los cebaré. ¿Dulces o amargos?
—Amargos. ¿Te gusta cebar?
—preguntó sorprendida porque ni Rolo ni su padre lo hacían dejando la tarea a
cargo de las mujeres.
—¿A vos no? —interrogó
mientras lo preparaba.
—¡No! En casa los varones
consideran que es tarea femenina y yo me negué siquiera a considerarlo. De modo
que si no lo hace mamá, nadie toma mate.
Alen rió divertido ante el
mohín obstinado de la muchacha. Sorbió el primero y le tendió el siguiente:
—Pues entre nosotros no será un problema —manifestó—. Yo me ocuparé de
cebarlos.
Julia, sentada sobre los
talones, estiró la mano para recibirlo. El mensaje de los ojos masculinos era
inequívoco: “¡Lo dice en serio!”, pensó sobresaltada.
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