A las diez de la mañana
abandonaron el camping y recorrieron durante dos horas las alfarerías y
tejedurías adonde las mujeres adquirieron varias piezas artesanales. Rolando se
comunicó con Alen para avisarle que llegarían alrededor de las doce y media.
Cuando se acomodaron en el vehículo ingresó en el navegador la dirección de
Cardozo y diez minutos después una voz les anunció que habían llegado a
destino. Se encontraron frente a una amplia verja tras la cual se abría un
terreno arbolado a cada costado del camino. Alen los esperaba en la entrada y
ofreció su brazo a las chicas para ayudarlas a bajar de la plataforma. La
primera en salir fue Marisa.
—¡Hola, Alen! —saludó con una
sonrisa y lo besó en la mejilla apenas poner los pies sobre el suelo.
El hombre devolvió el gesto
mientras los ojos se le disparaban hacia la otra muchacha que bajó de un salto
desechando su asistencia.
—Hola —dijo Julia tendiéndole
la mano.
Él esbozó una amplia sonrisa.
Tomó la extremidad de la joven que se perdió en su manaza y la sostuvo mientras
ahondaba con su mirada en las pupilas que se desviaron ofuscadas. Ella se
liberó con brusquedad y se alejó del catedrático. Su hermano, testigo de la
escaramuza, bajó del motorhome y estrechó la diestra de su colega.
—Te agradecemos la hospitalidad
—reiteró.
—Es un placer recibirlos —dijo
su anfitrión—. Si suben de nuevo al vehículo te indicaré el mejor lugar para
estacionarlo.
Con Rolo al volante y Alen de
copiloto ingresaron a la finca. La casa rodante quedó asentada en un sector del
parque libre de vegetación. Al término de la senda se levantaba un gran chalet
de dos plantas, original construcción elevada unos tres metros sobre el terreno
a la cual se accedía por una amplia escalinata flanqueada por rampas. Los
planos inclinados rodeaban la casa a nivel de la entrada configurando un
espacioso balcón circular, vidriado en los sitios donde no se abría ninguna
abertura. Sobre la derecha, distinguieron guarecidos un auto y una camioneta.
Al pie de las gradas esperaba una pareja de mediana edad. El hombre, de pelo
canoso y ojos grises, y la mujer de tez cetrina.
—Mis padres —declaró Alen y
les presentó a cada integrante del grupo.
El matrimonio los saludó con
efusión y los invitó a seguirlos. La escalera constaba de dos tramos separados
por un ancho descanso adornado con grandes tiestos de matas floridas.
—Acomódense a su gusto que
enseguida les alcanzo algo para tomar —dijo la dueña de casa.
—Gracias, señora —respondió
Julia.
—Etel y de vos —pidió la
mujer.
—Gracias, Etel —repitió la
chica riendo.
Alen la miraba fascinado. La
risa transformaba el agraciado rostro despojándolo de la tensión que mostraba
habitualmente cuando se dirigía a él. Ya averiguaría el motivo de esa
antipatía, se dijo. Por lo pronto, estaba en sus dominios y eso le bastaba. Se
dirigió a la cocina para ayudar a su madre a cargar la bandeja con las bebidas.
La risa de los invitados y su padre subrayaba el buen clima de la reunión.
—¡Etel! —dijo el hombre—.
Estas dos encantadoras jóvenes estudian Antropología. Les estaba diciendo que
Traslasierra guarda muchos misterios dignos de su profesión. Hallazgos
arqueológicos, viviendas con pinturas rupestres de tus antepasados que todavía
quedan por descubrir. Porque, aunque ustedes no lo crean, por las venas de mi
bella esposa corre sangre comechingona —la miró complacido.
—Es un parentesco muy lejano
—dijo ella con sencillez—. Y si no fuera por el color de mi piel, diría que es
una leyenda familiar.
—En todo caso —dijo Marisa—,
Alen salió favorecido. Los ojos claros del padre y el cobrizo de tu piel.
Etel asintió con una sonrisa.
Era conciente del atractivo del muchacho pretendido por varias jóvenes de su
conocimiento. Le preocupaba de que a pesar de haberse independizado de la casa
paterna no estableciera una relación estable. Observó a la otra chica que
permanecía apartada de la conversación y a su hijo que parecía pendiente de
ella.
—¡Alen! —llamó para sacarlo de
su abstracción— ¿no es hora de prender el fuego? Tus invitados deben estar
hambrientos.
Él rió francamente. Su mamá
sabía cuando sacarlo de su marasmo. Se levantó e invitó a Rolando a seguirlo.
Etel y Alejo se ofrecieron para escoltar a las amigas en una caminata por los
alrededores de la vivienda. A su regreso, después de admirar el verde parque y
trabar conocimiento con Astor y Shar, los perros custodios de la mansión, convergieron
en el cómodo quincho donde ya se asaba la carne. Rolo y Alen habían dispuesto
una mesa bajo los árboles y las mujeres colaboraron con el resto de las
guarniciones que acompañarían el asado. Alejo alcanzó una copa de vino a los
jóvenes y luego a las damas:
—Me disculpo por no haberlas
atendido primero —dijo—. Pero es norma satisfacer a los asadores antes que
nada.
Ellas lo absolvieron entre
risas. Julia, distendida por el agradable paseo, se relajó en el confortable
sillón mientras degustaba el excelente vino. Marisa y el padre de Alen se
acercaron a la parrilla y ella quedó a solas con Etel.
—Dicen que un trío viajando
puede convertir la convivencia en un infierno, pero ustedes se llevan muy bien
—observó la mujer.
—Mari es mi mejor amiga
—sonrió la muchacha— y como remate, la novia de mi hermano. Creo que no hubiera
deseado mejor cuñada.
—Voy a ser indiscreta —dijo
Etel—. ¿Cómo se explica que este viaje no sea de cuatro?
Julia estudió el rostro afable
de la mujer que expresaba un interés genuino. En sus ojos, una chispa
interrogante invitaba a la confidencia. ¿Por
qué no? Mañana o pasado estaremos recorriendo otros lugares y esta explicación
formará parte del recuerdo. Tal vez ayude contarlo en voz alta y a una perfecta
desconocida que lo escuchará sin ligarlo con el afecto.
—Es simple. Marisa y Rolo
quisieron rescatarme del ostracismo que me provocó el abandono de mi novio dos
meses antes del casamiento —dijo sin dramatismo—. Te aclaro que estaba saliendo
por mi cuenta, pero pensé que un cambio de aire no me vendría mal. Mi amiga
insistió tanto y llegó a chantajearme con suspender el viaje que concluí: “que
se embromen por porfiados” —esto último lo declaró riendo.
—¿Y vos cómo te sentís? —se
interesó Etel.
—Pudiendo por primera vez
pensar en el plantón. Creo que ahora sólo me queda reparar mi amor propio
herido —dijo con una mueca.
—Eso es bueno —afirmó la
mujer—. El amor imposible es una herida siempre abierta, pero el amor propio se
reconstruye.
—Supongo que me hizo un favor
al engañarme e impedir que lo idealizara —reconoció.
—Lo importante después de un
desengaño es no medir a todos los hombres con la misma vara —dijo Etel como si
le hubiera expresado su desconfianza.
No le respondió, pero
intercambió con la sensible mujer una mirada casi de complicidad. La madre de
Alen levantó la copa en un tácito brindis y Julia la chocó con una sonrisa.
—¿De qué se congratulan?
—preguntó Alejo que se acercaba con la fuente de las primeras achuras.
—Del encuentro y del hermoso
día —contestó su mujer.
—Por cierto que es algo para
festejar —dijo él brindando a su vez con ambas.
Ratificaron el éxito de la
comida con el tradicional aplauso para el asador luego de lo cual Julia y
Marisa insistieron en hacerse cargo de la limpieza. Etel y Alejo se retiraron a
descansar y los varones jóvenes ayudaron a secar y guardar la vajilla.
—Tomemos el café en la galería
que está refrigerada —propuso Alen.
Los hizo ingresar a un sector
acondicionado con butacas acrílicas y una mesa baja del mismo material. Rolando
lo secundó rehusando la colaboración de las chicas:
—No, reinas. Les toca a sus
súbditos atenderlas —dijo haciéndoles una exagerada reverencia.
—Este hombre se apunó —estimó
su hermana meneando la cabeza con gesto compasivo.
Mari largó una carcajada. La Julia de los buenos tiempos
estaba asomando.
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