lunes, 8 de abril de 2013

VACACIONES COMPARTIDAS - VI



A las diez de la mañana abandonaron el camping y recorrieron durante dos horas las alfarerías y tejedurías adonde las mujeres adquirieron varias piezas artesanales. Rolando se comunicó con Alen para avisarle que llegarían alrededor de las doce y media. Cuando se acomodaron en el vehículo ingresó en el navegador la dirección de Cardozo y diez minutos después una voz les anunció que habían llegado a destino. Se encontraron frente a una amplia verja tras la cual se abría un terreno arbolado a cada costado del camino. Alen los esperaba en la entrada y ofreció su brazo a las chicas para ayudarlas a bajar de la plataforma. La primera en salir fue Marisa.
—¡Hola, Alen! —saludó con una sonrisa y lo besó en la mejilla apenas poner los pies sobre el suelo.
El hombre devolvió el gesto mientras los ojos se le disparaban hacia la otra muchacha que bajó de un salto desechando su asistencia.
—Hola —dijo Julia tendiéndole la mano.
Él esbozó una amplia sonrisa. Tomó la extremidad de la joven que se perdió en su manaza y la sostuvo mientras ahondaba con su mirada en las pupilas que se desviaron ofuscadas. Ella se liberó con brusquedad y se alejó del catedrático. Su hermano, testigo de la escaramuza, bajó del motorhome y estrechó la diestra de su colega.
—Te agradecemos la hospitalidad —reiteró. 
—Es un placer recibirlos —dijo su anfitrión—. Si suben de nuevo al vehículo te indicaré el mejor lugar para estacionarlo.
Con Rolo al volante y Alen de copiloto ingresaron a la finca. La casa rodante quedó asentada en un sector del parque libre de vegetación. Al término de la senda se levantaba un gran chalet de dos plantas, original construcción elevada unos tres metros sobre el terreno a la cual se accedía por una amplia escalinata flanqueada por rampas. Los planos inclinados rodeaban la casa a nivel de la entrada configurando un espacioso balcón circular, vidriado en los sitios donde no se abría ninguna abertura. Sobre la derecha, distinguieron guarecidos un auto y una camioneta. Al pie de las gradas esperaba una pareja de mediana edad. El hombre, de pelo canoso y ojos grises, y la mujer de tez cetrina.
—Mis padres —declaró Alen y les presentó a cada integrante del grupo.
El matrimonio los saludó con efusión y los invitó a seguirlos. La escalera constaba de dos tramos separados por un ancho descanso adornado con grandes tiestos de matas floridas.
—Acomódense a su gusto que enseguida les alcanzo algo para tomar —dijo la dueña de casa.
—Gracias, señora —respondió Julia.
—Etel y de vos —pidió la mujer.
—Gracias, Etel —repitió la chica riendo.
Alen la miraba fascinado. La risa transformaba el agraciado rostro despojándolo de la tensión que mostraba habitualmente cuando se dirigía a él. Ya averiguaría el motivo de esa antipatía, se dijo. Por lo pronto, estaba en sus dominios y eso le bastaba. Se dirigió a la cocina para ayudar a su madre a cargar la bandeja con las bebidas. La risa de los invitados y su padre subrayaba el buen clima de la reunión.
—¡Etel! —dijo el hombre—. Estas dos encantadoras jóvenes estudian Antropología. Les estaba diciendo que Traslasierra guarda muchos misterios dignos de su profesión. Hallazgos arqueológicos, viviendas con pinturas rupestres de tus antepasados que todavía quedan por descubrir. Porque, aunque ustedes no lo crean, por las venas de mi bella esposa corre sangre comechingona —la miró complacido.
—Es un parentesco muy lejano —dijo ella con sencillez—. Y si no fuera por el color de mi piel, diría que es una leyenda familiar.
—En todo caso —dijo Marisa—, Alen salió favorecido. Los ojos claros del padre y el cobrizo de tu piel.
Etel asintió con una sonrisa. Era conciente del atractivo del muchacho pretendido por varias jóvenes de su conocimiento. Le preocupaba de que a pesar de haberse independizado de la casa paterna no estableciera una relación estable. Observó a la otra chica que permanecía apartada de la conversación y a su hijo que parecía pendiente de ella.
—¡Alen! —llamó para sacarlo de su abstracción— ¿no es hora de prender el fuego? Tus invitados deben estar hambrientos.
Él rió francamente. Su mamá sabía cuando sacarlo de su marasmo. Se levantó e invitó a Rolando a seguirlo. Etel y Alejo se ofrecieron para escoltar a las amigas en una caminata por los alrededores de la vivienda. A su regreso, después de admirar el verde parque y trabar conocimiento con Astor y Shar, los perros custodios de la mansión, convergieron en el cómodo quincho donde ya se asaba la carne. Rolo y Alen habían dispuesto una mesa bajo los árboles y las mujeres colaboraron con el resto de las guarniciones que acompañarían el asado. Alejo alcanzó una copa de vino a los jóvenes y luego a las damas:
—Me disculpo por no haberlas atendido primero —dijo—. Pero es norma satisfacer a los asadores antes que nada.
Ellas lo absolvieron entre risas. Julia, distendida por el agradable paseo, se relajó en el confortable sillón mientras degustaba el excelente vino. Marisa y el padre de Alen se acercaron a la parrilla y ella quedó a solas con Etel.
—Dicen que un trío viajando puede convertir la convivencia en un infierno, pero ustedes se llevan muy bien —observó la mujer.
—Mari es mi mejor amiga —sonrió la muchacha— y como remate, la novia de mi hermano. Creo que no hubiera deseado mejor cuñada.
—Voy a ser indiscreta —dijo Etel—. ¿Cómo se explica que este viaje no sea de cuatro?
Julia estudió el rostro afable de la mujer que expresaba un interés genuino. En sus ojos, una chispa interrogante invitaba a la confidencia. ¿Por qué no? Mañana o pasado estaremos recorriendo otros lugares y esta explicación formará parte del recuerdo. Tal vez ayude contarlo en voz alta y a una perfecta desconocida que lo escuchará sin ligarlo con el afecto.
—Es simple. Marisa y Rolo quisieron rescatarme del ostracismo que me provocó el abandono de mi novio dos meses antes del casamiento —dijo sin dramatismo—. Te aclaro que estaba saliendo por mi cuenta, pero pensé que un cambio de aire no me vendría mal. Mi amiga insistió tanto y llegó a chantajearme con suspender el viaje que concluí: “que se embromen por porfiados” —esto último lo declaró riendo.
—¿Y vos cómo te sentís? —se interesó Etel.
—Pudiendo por primera vez pensar en el plantón. Creo que ahora sólo me queda reparar mi amor propio herido —dijo con una mueca.
—Eso es bueno —afirmó la mujer—. El amor imposible es una herida siempre abierta, pero el amor propio se reconstruye.
—Supongo que me hizo un favor al engañarme e impedir que lo idealizara —reconoció.
—Lo importante después de un desengaño es no medir a todos los hombres con la misma vara —dijo Etel como si le hubiera expresado su desconfianza.
No le respondió, pero intercambió con la sensible mujer una mirada casi de complicidad. La madre de Alen levantó la copa en un tácito brindis y Julia la chocó con una sonrisa.
—¿De qué se congratulan? —preguntó Alejo que se acercaba con la fuente de las primeras achuras.
—Del encuentro y del hermoso día —contestó su mujer.
—Por cierto que es algo para festejar —dijo él brindando a su vez con ambas.
Ratificaron el éxito de la comida con el tradicional aplauso para el asador luego de lo cual Julia y Marisa insistieron en hacerse cargo de la limpieza. Etel y Alejo se retiraron a descansar y los varones jóvenes ayudaron a secar y guardar la vajilla.
—Tomemos el café en la galería que está refrigerada —propuso Alen.
Los hizo ingresar a un sector acondicionado con butacas acrílicas y una mesa baja del mismo material. Rolando lo secundó rehusando la colaboración de las chicas:
—No, reinas. Les toca a sus súbditos atenderlas —dijo haciéndoles una exagerada reverencia.
—Este hombre se apunó —estimó su hermana meneando la cabeza con gesto compasivo.
Mari largó una carcajada. La Julia de los buenos tiempos estaba asomando.

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