viernes, 30 de septiembre de 2011

ENTRE CAPÍTULOS - Relatos breves

DECÁLOGO

La primera vez que lo vio, ella fijó la modalidad de su relación. Formal, constreñida al ámbito laboral. En sucesivos contactos de trabajo no se le escapó que el hombre -con la excusa de volver- asumía, sin reparos, el papel de idiota. Como era un excelente cliente sus jefes le exigieron que le brindara tantas explicaciones como fuera necesario. El dúo patronal le endilgó una clase magistral de contracción a la prosperidad de la empresa ante el evidente fastidio que ella demostraba cada vez que tenía que atenderlo. Apeló a distintos métodos de disuasión en su afán de demostrarle su desprecio: esperas prolongadas, aspecto desaliñado, comentarios irónicos acerca de su percepción, miradas fulminantes. Pero nada de eso desalentó al execrable varón. A veces pescaba una chispa divertida bailoteando en sus ojos detrás de la absorta contemplación que caracterizaba cada encuentro.

Ocultó la irritación que le provocaba la tenaz estrategia masculina para evitar fisuras en su escudo protector. Largos años de desencantos y frustraciones moldearon la impermeable textura que la mantenía a salvo de nuevos desengaños. Esta impenetrable materia expulsaba sistemáticamente a cualquier hombre a quien no amedrentara su abierta frialdad. Ella se había convencido de los beneficios de la soledad y confeccionó un decálogo que diariamente le recordaba lo afortunada que era:

1-nadie la hacía sufrir; 2-nada perturbaba su libre albedrío; 3-no debía deponer costumbres adquiridas para contemporizar con otro; 4-tomaba libres decisiones; 5-disponía de su tiempo como le venía en gana; 6-no estaba obligada a preparar la cena para nadie (podía saltear esta ceremonia si lo deseaba); 7-se iba a dormir cuando quería; 8-salía con sus amigas sin rendirle cuenta a nadie; 9-no estaba obligada a disimular sus estados de ánimo y 10- no debía aceptar ningún ataque a su bienestar.

Este decálogo, gestado después del último duelo, se constituyó en el dogma de su vida y en la expectativa con que esperaba cada amanecer. Sus amigas, no muy convencidas de las bondades del sistema, solían objetar varios puntos, especialmente el número siete, porque el dormir por dormir y especialmente sola, carecía de atractivos.

Haciendo caso omiso a las críticas, ella se ajustó a él y nada perturbó su existencia durante largos meses. Sus sentimientos estaban perfectamente controlados y lo fortuito era una definición académica. ¿Podía permitir entonces que ese pérfido enemigo alterara su plácida y familiar rutina? Parecía generar anticuerpos ante cada una de sus actitudes y alteró su sueño poblándolo de pesadillas en donde cada puerta que abría la enfrentaba a su abominable presencia. Desvelada, pergeñó las secuencias de un operativo que le aseguraría la victoria final. Él no estaba preparado para lo inesperado y ese día se encontró con una atractiva, bien dispuesta, cordial y comprensiva joven, que lo atendió solícitamente, le ofreció por primera vez un café y le explicó estoica y por enésima vez los vericuetos comerciales en los que tan vulnerablemente parecía transitar. Una sonrisa de satisfacción se le colgó el resto del día cuando la sombra del desconcierto desplazó la chispa burlona y la expresión de arrobamiento se transformó en confusa. Lo despidió atónito y sintió que había ganado el encuentro. Esa noche durmió si sobresaltos y se levantó fortalecida para proseguir con el plan. En la espléndida mañana de primavera se miró al espejo antes de salir, satisfecha con la imagen devuelta. El nuevo día le podría deparar agradables sorpresas. Una vocecita maliciosa le recordó que las sorpresas no estaban incluidas en el decálogo. Sacudió la cabeza rechazando el aviso y reemplazó 'sorpresas' por 'acontecimientos esperables'. Salió alegremente y recogió miradas y palabras de admiración en el camino. Llegó a su lugar de trabajo y desplegó todo su encanto sin posturas. Se sentía vital. Su interlocutor perseveró cerca del mediodía. Esta vez osó invitarla a almorzar. Ella aceptó pero no permitió que la charla se apartara de lo laboral. Durante ese mes hubo varios cafés y algún que otro almuerzo de trabajo. Al comenzar el segundo, durante la frugal comida del mediodía, hablaron de cine, de música, de libros, del pueblo donde él vivía, de la actividad médica que ejercía con pasión, de los animales que alojaba en su amplia casa. Ella esbozó generalidades acerca de sí misma. No estaba en sus planes involucrarse personalmente. El cambio de táctica sólo apuntaba a desconcertar y destruir el empecinamiento del individuo. El tiempo voló y él la comprometió para una cena el fin de semana. Ella asintió segura de que sería el encuentro final. El viernes regresó a su casa, se duchó, elegió cuidadosamente su vestimenta y se preparó para la cita. Él llegó puntualmente. Ella lo miró y descubrió que tenía un cuerpo fornido, una sonrisa de blancos dientes, ojos y pelo oscuros, ropa informal que lucía con soltura y sobre todo, una mirada expresiva apoyando ahora una sonrisa de complacencia. ¿Ella se había ruborizado? No. La primavera venía sofocante. Sólo eso. Por un momento, mientras le franqueaba la entrada al auto, estuvieron muy cerca y pudo oler su agradable colonia. La miró a los ojos cuando se inclinaba para cerrar la puerta. Ella clavó la vista contra el parabrisas. El sonrió más abiertamente y rodeó el coche para ubicarse frente al volante. Esperaba una consulta para elegir un restaurante que él no hizo. Se dirigió hacia las afueras de la ciudad y luego bordeó la costa para acceder a un camino que desembocaba en el muelle. Ella coincidió tácitamente con la elección. Le abrió la puerta para que bajara y la escoltó hasta la entrada. Un obsequioso maitre los recibió y los precedió hacia una mesa instalada en un balcón saliente sobre el río. Amplios macetones con plantas y flores daban un toque agreste e intimista al acogedor rincón. El permaneció de pie mientras ella se acomodaba. Se sentía extraña. No reconocía en este nuevo hombre a su viejo rival. Su seguridad se esfumaba. Le pidió que eligiera una copa de su preferencia. Precavida, optó por un trago sin alcohol. El mozo trajo las bebidas acompañadas por una bandejita llena de exquisitos bocados. Comió con prudencia y mantuvo una actitud de alerta permanente. Él hizo el gasto de toda la charla. El momento culminante, que precedió al abandono de sus defensas, se produjo cuando el hombre extendió el brazo y encerró con su manaza la de ella crispada en un puño. La sobresaltó y sus ojos agrandados por la sorpresa miraron la tranquilizadora expresión de él, mientras su voz y su mano le infundían el sosiego necesario para disfrutar la velada. Quedó claro que el decálogo se iba al cuerno y se dio cuenta de que le importaba otro tanto. Fue ella sin ocultamientos, sin estar pendiente de la aprobación del otro. Él la observó deleitado, como a una mariposa que hubiese roto el capullo y exhibiera todo su esplendor. Su femineidad fluyó abiertamente ante el toque masculino y se sintió libre y distendida por primera vez. Aceptó una copa de champaña y sostuvo brevemente su mirada cuando brindaron. Brevemente. Porque la intensidad del deseo en los ojos del hombre y su propia aquiescencia, la asustaron. Avanzó la madrugada y la necesidad de no separarse. Él la llevó a su casa, bajó del auto para acompañarla y esperó a que abriera la puerta del departamento. Ella se volvió para despedirse y lo encontró tan cerca que percibió el calor de su cuerpo. Esbozó una sonrisa y un saludo de despedida, y antes de que pudiera reaccionar estuvo estrechamente alojada entre los brazos varoniles y su boca cubierta por un beso que hacía un milenio esperaba para materializarse. Él avanzó hacia el interior de la casa sin soltarla y cerró la puerta detrás de ellos. Desbordado, la levantó en andas y encontró el dormitorio. Se desnudaron mutuamente y se confundieron en un apretado abrazo para deleitarse con el contacto de sus cuerpos. Por un fugaz momento ella pensó que algo no estaba bien, pero las caricias masculinas vencieron su resistencia. Para cuando llegó al paroxismo sexual, si hubiera podido pensar, hubiese reescrito su famoso decálogo. Relajados, sin separarse aún, él le recorrió con los labios el rostro, las sienes, los párpados, se detuvo en la boca, volvió a su oreja y le dijo en voz baja y profunda cuánto y desde cuando la amaba, cómo la deseaba y necesitaba, que la realidad del amor concretado superaba sus fantasías, que sólo sería feliz si ella compartía sus mismos deseos. Y ella, devolviendo sus besos y caricias, le confesó sus reparos por este momento que ansiaba y temía, porque se había jurado no sufrir más. Él le renovó sus promesas de amor y la pasión se volvió a encender. Mientras ella se abandonaba al reclamo amoroso, su decálogo se inmolaba entre las llamas de la confianza renovada.

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